miércoles, 31 de agosto de 2011
FALL OF CTHULHU
La Caida de Cthulhu (Fall of Cthulhu) es una serie de cómics publicados desde 2007 por la editorial Boom!Studios, con guión de Michael Alan Nelson y dibujos de Jean-Jacques Dzialowski. En el primer tomo de ellos,titulado La Fuga, se narra la historia de Cy Morgan, un estudiante de postgrado de la Universidad de Miskatonic, en Arkham; es un tipo normal con una novia hermosa.Con el suicidio de su tío, su vida cambia para siempre. Consumido por el deseo de descubrir el motivo detrás de la muerte súbita y dolorosa de su familiar, encuentra notas y garabatos acerca de una palabra sin sentido que no reconoce .... Cthulhu. Obsesionado, busca respuestas a preguntas que nunca debería haber formulado. Una mirada terrible en un mundo moderno lleno de pesadillas lovecraftianas y viajes a los oníricos mundos de los Mitos de Cthulhu. Los siguientes tomos de la serie, titulados La reunión, El hombre gris, Godwar, Apocalipsis y Némesis, tienen como telón de fondo la ciudad de Arkham y las peripecias de diversos personajes en mitad de una lucha cósmica entre los dioses Nodens y Nyarlathotep.
lunes, 22 de agosto de 2011
CTHULHU 2000
En el año 2000 la editorial La Factoría de Ideas publicó la edición en castellano de la obra Cthulhu 2000, una selección de relatos inspirados en el mundo de Lovecraft, recopilados por Jim Turner, y traducidos por Domingo Santos.Con los Mitos de Cthulhu como telón de fondo los autores, algunos muy conocidos, se sacan de la manga sus historias,todas contemporáneas- de ahí el título de la selección-, entre las que nos encontramos desde el pastiche cómico-paródico, inevitable en una antología de estas características, a relatos francamente originales que aportan un granito de arena a los Mitos y sin ningun tipo de complejos. Y, por supuesto, tambien están los que no aportan nada nuevo y que se nutren enteramente de lo ya creado por Lovecraft, siendo los más sobrios y conservadores del libro, aunque tambien hay alguno destacable.He aquí la lista de relatos:
* F. Paul Wilson: Los Barrens.
* Lawrence Watt-Evans: El Módem de Pickman.
* Basil Copper: El Pozo Número 247.
* Poppy Z. Brite: Su Boca Sabrá a Ajenjo.
* Fred Chappell: La Víbora.
* Michael Shea: Fat Face.
* Kim Newman: El Pez Gordo.
* Joanna Russ: “Lo Había Arrugado Despreocupadamente en mi Bolsillo... ¡Pero por Dios, Eliot, Era una Fotografía de la Vida!”
* Gahan Wilson: H.P.L.
* Bruce Sterling: El Inimaginable.
* T.E.D. Klein: El Negro con una Trompeta.
* Esther M. Friesner: El Arcano Filtro del Amor.
* Thomas Ligotti: La Última Fiesta de Arlequín.
* James P. Blaylock: La Sombra en el Umbral.
* Gene Wolfe: Señor de la Tierra.
* Ramsey Campbell: Los Rostros de Pine Dunes.
* Harlan Ellison: Sobre la Losa.
* Roger Zelazny: 24 Vistas del Monte Fuji, por Hokusai.
viernes, 19 de agosto de 2011
LA TUMBA
La tumba es una película estadounidense de terror del año 2007 que se basa en el relato de Lovecraft del mismo nombre (1917) . Sin embargo, muchos críticos han señalado que la trama de esta película no está relacionada con la historia de Lovecraft.A menudo ha sido comparada con la conocida película Saw, de 2004.
La película fue dirigida por el alemán Ulli Lommel (n.1944), autor de films como La ternura de los lobos (1973)o The Boogeyman (1980).Tara (Victoria Ullmann) y Billy (Christian Behm) despiertan en un oscuro sótano o bodega, ensangrentados y cubiertos de heridas. A medida que exploran el entorno vacío, se encuentran otros heridos que mueren de forma horrible a manos de "El Titiritero", un siniestro villano que interpreta un mortal juego con ellos en que no habrá un solo superviviente.Si se ha leido el citado relato, se verá que el argumento es totalmente ajeno al mismo y la calidad de la película deja mucho que desear.Aquí os dejo el trailer original.
miércoles, 10 de agosto de 2011
EL SUPERVIVIENTE
El superviviente (The survivor) es un relato de terror de Lovecraft, escrito en colaboración con August Derleth, y publicado en la edición de julio de 1954 de la revista Weird Tales.
Hay que matizar que gran parte de El superviviente
corresponde a August Derleth. Sólo algunos conceptos y notas preliminares pertenecen a H.P. Lovecraft. De hecho,esta rara asociación llegó a denominarse "colaboración póstuma", debido a que varios cuentos -reunidos en una discreta antología llamada The survivor and others- fueron redactados por Derleth después de la muerte de Lovecraft, basándose en escuetas notas, comentarios y dudosos apuntes del notable escritor de Providence.
EL SUPERVIVIENTE
Algunas casas, al igual que ciertas personas, delatan a primera vista su predilección por lo maligno. Quizá sea el efluvio de hechos perversos ocurridos bajo determinado techo, que permanece mucho tiempo después de que sus realizadores se hayan ido, lo que hace que se le pongan a uno la carne de gallina y los pelos de punta. Algo de la pasión del ejecutor del acto, y del horror sentido por su víctima, entra en el corazón del inocente espectador, quien repentinamente se vuelve consciente de un hormigueo nervioso, de un escalofrío en la piel y en la sangre...
Algernon Blackwood.
Me había propuesto no volver a hablar o escribir sobre la casa Charriere tras mi huida de Providence en la noche del horrible descubrimiento -hay recuerdos que todo el mundo desea suprimir, creer que no son ciertos, borrarlos de su existencia- pero me veo obligado a transcribir ahora mi breve estancia en la casa de la calle Benefit, y mi precipitada huida de ella. Lo hago por si algún inocente fuese sometido a presiones injustas por parte de la policía, deseosa de hallar alguna explicación a su horrible descubrimiento. Ese horror lo experimenté, antes que cualquier otro humano, ante la vista de algo ciertamente mucho más terrible que cuanto haya podido verse después, al cabo de tantos años, tras pasar la casa a ser propiedad municipal, como sabía que ocurriría algún día.
Ciertamente, no cabe esperar de un anticuario que esté tan instruido en lo que respecta a ciertas antiguas sendas del conocimiento humano como en lo que concierne a casas antiguas. Sin embargo, cabe pensar que, inmerso en la investigación del hábitat humano, tropiece en ocasiones con ciertos misterios considerablemente más complejos que la fecha de un pabellón o la procedencia de un techo estilo holandés, y logre sacar de ellos determinadas conclusiones, por increíbles, horribles, espantosas o aun condenables -¡sí, condenables!- que sean. En los lugares frecuentados por los anticuarios es bien conocido el nombre de Alijah Atwood; no digo más por modestia, pero cualquier persona que tenga interés en buscar referencias encontrará, en esos directorios dedicados a la información para anticuarios, más de un párrafo que trata de mí.
Vine a Providence, Rhode Island, en 1930, con la intención de visitarla brevemente y seguir luego hacia Nueva Orleans. Pero vi la casa Charriere en la calle Benefit, y me atrajo como sólo un anticuario puede ser atraído por una casa extraña y solitaria en una calle de Nueva Inglaterra, que no era de la misma época, una casa de cierta antigüedad, con un aura indescriptible que atraía y repelía al mismo tiempo. Se decía de la casa Charriere que estaba embrujada, pero eso suele decirse de cualquier casa vieja y abandonada del nuevo o del viejo mundo, e incluso -si he de fiarme de los solemnes artículos del Journal of American Folklore- de las viviendas de los indios americanos, australianos, polinesios y muchos otros. No es mi intención escribir sobre fantasmas; me bastará decir que ha habido, en el ámbito de mi experiencia, ciertas revelaciones sin explicación científica alguna, aunque soy lo suficientemente racional como para pensar que dicha explicación puede llegar a encontrarse alguna vez, cuando el hombre utilice para su interpretación un procedimiento científico correcto. En este sentido, estoy seguro de que la casa Charriere no estaba embrujada. Ningún fantasma transitaba por sus habitaciones haciendo sonar sus cadenas, ninguna voz exhalaba lamentos a la medianoche, ninguna figura sepulcral aparecía a la hora de las brujas para anunciar una muerte próxima. Pero nadie podía negar que la casa estaba rodeada por un halo no sé si de terror, de perversión o de horribles misterios; si llego a ser un hombre menos insensible, esa casa, sin duda, me hubiese hecho perder la razón. El halo resultaba menos corpóreo que en otras casas que he conocido, pero sugería la existencia de secretos inconfesables no percibidos en mucho tiempo por ningún ser humano. Sobre todo, transmitía una poderosa sensación del paso de los siglos, pero de siglos muy anteriores a la propia edad de la casa; sugería edades remotas, cuando el mundo era joven. Y era curioso, porque la casa, aunque vieja, tenía menos de tres siglos.
La observé primero como anticuario, encantado de descubrir una casa, entre otras características de Nueva Inglaterra, perteneciente al estilo de Quebec del siglo XVII. Era, por tanto, tan diferente de las vecinas que habría llamado la atención de cualquier viandante. Había visitado muchas veces Quebec, lo mismo que otras ciudades viejas del continente americano, pero en esta primera visita a Providence no venía particularmente en busca de antiguas viviendas, sino para ver a un colega anticuario de renombre. Fue camino de su casa, situada en la calle Barnes, cuando pasé por la casa Charriere. Al observar que no estaba habitada, decidí alquilarla para mí. De todos modos, puede que no lo hubiese hecho de no haberme incitado la peculiar aversión de mi amigo a hablar de la casa y el hecho de mostrarse reacio a que yo me acercase a aquel lugar. Quizá sea injusto con él, ahora que miro hacia atrás y recuerdo que el pobre hombre, sin saberlo ninguno de los dos, estaba ya en su lecho de muerte. Sea como sea, hablé con él en su habitación, sentado al borde de la cama, en lugar de hacerlo en su despacho. Fue allí donde le pregunté acerca de la casa, describiéndosela para que no hubiese dudas respecto a cuál me refería, ya que por entonces yo no sabía el nombre ni nada acerca de ella.
Un hombre llamado Charriere, un cirujano francés venido de Quebec, había sido su dueño. Pero mi amigo Gamwell no sabía quién la había construido. A Charriere sí le había conocido. «Un hombre alto, de piel áspera. Le vi poco, pero nadie lo vio mucho más. Se había retirado de la medicina» dijo Gamwell. Cuando éste conoció la casa, el doctor Charriere ya vivía en ella, como debieron hacerlo sus antepasados, aunque esto Gamwell no podía asegurarlo. El doctor Charriere había llevado una vida recluida y había muerto hacía tres años, en 1927, según la noticia oficial aparecida en su día en el Journal de Providence. La fecha de la muerte del doctor Charriere fue la única que Gamwell pudo indicarme; todo lo demás se mantenía a oscuras. La casa sólo había sido alquilada una vez: la había ocupado durante un corto período de tiempo un profesional y su familia, pero la dejaron después de un mes, quejándose de la humedad y de los malos olores del vetusto edificio. Desde entonces se encontraba vacía, pero no podía ser destruida, ya que el doctor Charriere había dejado en su testamento una considerable suma de dinero para pagar los impuestos durante muchos años -algunos decían que veinte- y garantizar que la casa estaría allí en el caso de que los herederos del cirujano la reclamasen. El doctor Charriere, en una carta, había hecho vagas referencias a un sobrino que hacía su servicio militar en Indochina. Todos los intentos para encontrar al sobrino habían sido inútiles, y ahora se dejaba que la casa siguiese en pie hasta que expirase el período de tiempo que el doctor Charriere había estipulado en su testamento.
-Voy a alquilarla -le dije a Gamwell.
Enfermo como estaba, mi colega anticuario se apoyó sobre un codo para incorporarse en el lecho y expresar su disconformidad.
-Un capricho pasajero, Atwood. Olvídelo. He oído cosas inquietantes acerca de esa casa.
-¿Qué cosas? -le pregunté llanamente.
Pero de esto no quiso hablar; movió la cabeza ligeramente y cerró los ojos.
-Pienso verla mañana -continué.
-No encontrará en ella nada que no pueda encontrar en Quebec, créame -recalcó Gamwell.
Pero, como dije antes, su extraña manera de oponerse a mi deseo de visitar la casa no contribuyó sino a aumentar tal deseo. No pensaba quedarme allí para siempre: solamente alquilarla por seis meses más o menos, como centro de operaciones mientras visitaba los alrededores de la ciudad y los caminos y paseos de Providence en busca de antigüedades de esa región. Finalmente Gamwell accedió a darme el nombre de la firma de abogados en cuyas manos Charriere había dejado su testamentaría. Después de haber solicitado una entrevista con ellos y vencido el escaso entusiasmo con que acogieron mi proposición, me convertí en el amo de la vieja casa Charriere por un período de no más de seis meses, que podían ser menos, si así lo decidía.
Tomé posesión de la casa en seguida, aunque me dejó algo perplejo comprobar que se había instalado agua corriente, pero en cambio carecía de corriente eléctrica. Entre el mobiliario de la casa, que permanecía tal como quedó a la muerte del doctor Charriere, encontré para alumbrado una docena de lámparas de varias formas y épocas, algunas aparentemente con más de un siglo de antigüedad. Esperaba hallar la casa llena de telarañas y de polvo, pero cuál no sería mi sorpresa cuando comprobé que no era así. Y eso que, según tenía entendido, los abogados -la firma Baker & Greenbaugh- no estaban encargados de la limpieza de la casa durante ese medio siglo que -según lo estipulado en el testamento del doctor Charriere- podía transcurrir hasta que se presentara a tomar posesión su único heredero.
La casa correspondía exactamente a la imagen que me había hecho de ella. Abundaba la madera. En algunas habitaciones cuyas paredes habían sido empapeladas el papel se había despegado, y en otras, el yeso había ido adquiriendo, con el paso de los años, un tono amarillento. Las habitaciones eran irregulares y daban la impresión de ser o muy grandes o demasiado pequeñas. Había dos plantas, pero se veía que el piso de arriba no había sido utilizado nunca. El de abajo, sin embargo, conservaba las huellas de su antiguo ocupante, el cirujano. Una de las habitaciones le había servido de laboratorio, y otra anexa, de despacho. Ambos cuartos parecían haber sido abandonados recientemente en el curso de alguna investigación, como si su último y efímero ocupante -post-mortem Charriere- no hubiese penetrado en ellos. No me causó extrañeza, ya que la casa era suficientemente grande como para poder vivir en ella sin necesidad de utilizar aquellos dos cuartos. Tanto el despacho como el laboratorio se hallaban en la parte de atrás de la casa y daban sobre un jardín frondoso, lleno de arbustos y árboles. Extendido a lo largo de toda la parte posterior de la casa, este jardín era de un tamaño muy considerable, ya que ocupaba el ancho de tres solares y en profundidad equivalía a uno. Remataba en un muro de piedra muy alto que lindaba con la calle de atrás.
El estado en que se habían quedado el laboratorio y el estudio indicaban que, sin lugar a duda, el doctor Charriere se hallaba en plena investigación cuando le llegó su hora. Por mi parte, confieso que la naturaleza de su trabajo me intrigó desde el primer momento. Parecía evidente que no se trataba de algo ordinario. La vista de los extraños y casi cabalísticos dibujos, que parecían cuadros fisiológicos de diversas especies de saurios, me indujo a pensar que la labor de investigación emprendida por el doctor Charriere iba más allá del simple estudio del hombre. Entre aquellos saurios, los más destacados eran del orden Loricata y de los géneros Crocodylus y Osteolaemus, pero había también otros dibujos representando el Gavialis, el Tomistoma, el Gaiman y el Alligator, así como algunos otros reptiles de esta misma especie, aunque anteriores y que correspondían al período Jurásico. De todas maneras, sé que no fue esa primera ojeada y la curiosidad que despertó en mí lo que me impulsó a profundizar mi estudio de la extraña investigación del doctor Charriere. Lo que me arrastró realmente fue ese halo de misterio -perceptible para un anticuario- que se desprendía de toda la casa.
La casa Charriere me impresionó desde el primer momento, pues era una casa totalmente de su época, salvo en el hecho de la posterior instalación de agua corriente. Tenía la impresión de que había sido el doctor Charriere quien la había construido. Gamwell, en el curso de la conversación curiosamente elíptica que habíamos mantenido, no me había dado a entender lo contrario. Pero tampoco había mencionado la edad que tenía el cirujano el día de su muerte. Suponiendo que hubiera muerto a los ochenta años, no podía haber sido él quien había edificado la casa, ya que ésta había sido construida alrededor de 1700, ¡dos siglos antes de la muerte del doctor Charriere! Pensé, por lo tanto, que el nombre que llevaba la casa era el del último propietario y no el del constructor. Buscando una explicación racional respecto a este punto, descubrí algunos hechos desagradablemente inverosímiles.
Por un lado, la fecha del nacimiento del doctor Charriere no aparecía en ningún sitio. Busqué su tumba: curiosamente, se hallaba en la propia finca. Había solicitado y obtenido permiso para ser enterrado en el jardín. La sepultura estaba junto a un viejo y gracioso pozo que parecía haber sido construido más o menos al mismo tiempo que la casa y permanecía intacto, con su techo, su cubo y otros accesorios, sin duda tal como habían estado desde que se construyó la casa. Eché una ojeada a la lápida en busca de la fecha de nacimiento, pero con desazón observé que en la piedra sólo aparecían su nombre: Jean-François Charriere; su profesión: cirujano; los lugares en los que había residido o trabajado: Bayona, París, Pondichérry, Quebec, Providence; y el año de su muerte: 1927. No había nada más, pero era suficiente para permitirme seguir investigando más a fondo. Escribí en el acto a amistades de varios lugares en donde podían investigarse los hechos.
Dos semanas después tenía ante mí los resultados de dichas investigaciones. Pero lejos de quedar satisfecho, me hallaba más perplejo que nunca. Había empezado por dirigirme a un corresponsal de Bayona, dando por supuesto que, ya que éste era el primer lugar mencionado en la lápida, Charriere había nacido allí. Luego pedí informes a París, después a un amigo de Londres que podía tener acceso a los archivos de los asuntos británicos en la India, y finalmente a Quebec. Salvo una relación de fechas, no obtuve ninguna información interesante. Un Jean-François Charriere había nacido, efectivamente, en Bayona ¡en el año 1636! El nombre no era desconocido en París, ya que un joven de diecisiete años, llamado Jean-François Charriere, había estudiado con el exiliado monárquico Richard Wiseman, en 1653, y durante los tres años siguientes. En Pondichérry, y luego en Caronmandall, en la costa india, un tal doctor Jean-François Charriere, cirujano del ejército francés, había prestado servicio desde 1674 en adelante. Y en Quebec, el dato más antiguo que aparecía del doctor Charriere se remontaba a 1691. Había practicado en esa ciudad durante seis años, y abandonó posteriormente la ciudad con destino desconocido.
Evidentemente, sólo podía llegarse a una conclusión: el doctor Jean-François Charriere, nacido en Bayona en 1636 y cuyo último paradero conocido había sido Quebec, precisamente el mismo año en que se construyó la casa Charriere de la calle Benefit, era un antepasado del cirujano que había vivido en la casa y llevaba el mismo nombre. Pero, y aunque así fuese, había una laguna absoluta entre el año 1697 y la vida del último habitante de la casa, pues en ningún sitio aparecían datos relativos a la familia de ese primer Jean-François Charriere. No había ningún dato respecto a la existencia de una señora Charriere o de hijos, que necesariamente debieron existir para que continuase su descendencia hasta el presente siglo. Todavía cabía suponer que el viejo señor que había venido de Quebec era soltero y que, al llegar a Providence, había contraído matrimonio. Tendría entonces sesenta y un años, Pero la lectura del registro no revelaba que ese matrimonio se hubiese realizado. Aquello me desconcertó, aunque sabía, como anticuario, las dificultades que representaba la búsqueda de datos. La desilusión, pues, no fue tan grande como para hacerme abandonar mis investigaciones.
Opté por un nuevo procedimiento, y me dirigí a la firma Baker & Greenbaugh para solicitar información acerca del doctor Charriere. Allí tropecé con algo más extraño todavía, pues al preguntar acerca del aspecto físico del cirujano francés, ambos abogados se vieron obligados a admitir que nunca lo habían visto. Todas sus instrucciones habían llegado por carta, junto con unos cheques por un valor muy elevado. Habían trabajado para el doctor Charriere durante los seis años que precedieron a su muerte, y desde entonces hasta la fecha. No habían sido empleados por él anteriormente. Les pregunté acerca de ese «sobrino», puesto que la existencia de un sobrino implicaba la existencia, por lo menos en alguna época, de un hermano o una hermana de Charriere. Pero por ese camino tampoco conseguí la menor información. Gamwell me había informado mal: Charriere no había especificado que se refería a un sobrino, sino que había dicho: «el único varón superviviente de mi familia». Se había pensado que este superviviente podía ser un sobrino, pero toda pesquisa había sido inútil. De todas maneras, el testamento del doctor Charriere decía que no era preciso buscar a su heredero porque él mismo se dirigiría a la firma Baker & Greenbaugh, bien por carta o personándose en unos términos inconfundibles que no darían lugar a dudas. Ciertamente había algo misterioso. Los abogados no lo negaban. Pero también resultaba evidente que habían sido muy bien recompensados por la confianza que había sido depositada en ellos y que no iban a traicionarla contándome más de lo que me habían contado. Después de todo, según dijo razonablemente uno de los abogados, sólo habían transcurrido tres años desde la muerte del doctor Charriere, y quedaba aún tiempo suficiente para que el heredero superviviente se presentase.
Después de aquel fracaso, recurrí de nuevo a mi viejo amigo Gamwell, que seguía en cama y se encontraba aún más débil. Su médico de cabecera, con quien me crucé cuando salía de la casa, me dio a entender por primera vez que Gamwell quizá no volvería a levantarse, y me pidió que procurara no excitarle, ni cansarle con muchas preguntas. Sin embargo, estaba decidido a averiguar todo lo que pudiese acerca de Charriere, pese a que la primera sorpresa me la llevé yo ante el escrutinio al que me sometió Gamwell. Parecía como si mi amigo esperara que una estancia de menos de tres semanas en la casa Charriere me hubieran alterado incluso mi aspecto físico. Charlamos un rato, y le expuse el motivo de mi visita; expliqué que había encontrado la casa muy interesante y que, por lo tanto, deseaba conocer algo más de su último ocupante. Gamwell había mencionado que le vio alguna vez.
-Fue hace muchos años -dijo Gamwell-. Si han pasado tres años después de su muerte, déjame pensar... debió de ser en 1907.
-¡Pero eso fue veinte años antes de que muriese! -exclamé asombrado.
De todas formas, Gamwell insistió en que ésa era la fecha.
¿Y qué aspecto tenía? Insistí con la pregunta.
Desgraciadamente, la senilidad y la enfermedad habían invadido el vivo intelecto del viejo.
-Coges un tritón, lo haces crecer un poco, le enseñas a andar sobre sus patas traseras, lo vistes con ropas elegantes -dijo Gamwell- y ya tienes al doctor Jean-François Charriere. Sólo que su piel era áspera, casi callosa. Un hombre frío. Vivía en otro mundo.
-¿Cuántos años tenía? -le pregunté- ¿Ochenta?
-¿Ochenta? -se quedó pensativo-. La primera vez que le vi, yo no tenía más de veinte años y él no aparentaba más de ochenta. Y hace veinte años, mi querido Atwood, no había cambiado. Parecía tener ochenta años aquella primera vez. ¿O sería la perspectiva de mi juventud? Quizá. Parecía tener ochenta años en 1907. Y murió veinte años después.
-Es decir, a los cien.
-Tal vez.
En fin, tampoco Gamwell pudo proporcionarme gran ayuda. De nuevo, nada específico, nada concreto, no se perfilaba ningún hecho. Sólo una impresión, un recuerdo de alguien, pensaba yo, hacia el cual Gamwell sentía antipatía, aunque él mismo no hubiese sabido decir por qué. Tal vez celos de tipo profesional, que Gamwell no quería reconocer, falseaban sus propios elementos de juicio. A continuación me dirigí a los vecinos. Casi todos eran jóvenes y sus recuerdos del doctor Charriere eran escasos. Sólo le recordaban como un tipo indeseable porque coleccionaba lagartos, así como otros bichos de esa clase, y se rumoreó que realizaba diabólicos experimentos en su laboratorio. La única anciana era una tal señora Hepzibah Cobbett. Vivía en una casita de dos plantas justo detrás de la valla que limitaba el jardín de la casa Charriere. La encontré muy apagada. Estaba en una silla de ruedas que empujaba su hija, una mujer de nariz aguileña y fríos ojos azules, inquisidores detrás de sus quevedos. Pero la anciana se animó cuando mencioné el nombre del doctor Charriere, y cuando supo que yo vivía en la casa, empezó a hablar.
-No vivirá ahí mucho tiempo, acuérdese de mis palabras. Es una casa endemoniada -dijo con una fuerza que, de pronto, degeneró para convertirse en un parloteo senil-. Más de una vez le he observado. Un hombre alto, jorobado como una hoz, con una perilla pequeña, igual que la de una cabra. ¿Y qué era aquello que reptaba entre sus pies? Una cosa negra y larga, demasiado grande para ser una serpiente; pero yo pensaba en serpientes cada vez que miraba al doctor Charriere. ¿Y qué eran esos gritos durante la noche? ¿Y qué era lo que ladraba ante el pozo? ¿Un zorro? Ya. Yo sé lo que es un perro y lo que es un zorro. Era como un alarido de una foca. He visto cosas, eso sí, pero nadie cree a una anciana con un pie en la tumba. Y usted, usted tampoco me hará caso, porque nadie lo hace.
¿Qué podía deducir de todo esto? Quizá la hija tenía razón cuando dijo, al despedirme: -No haga caso de las divagaciones de mi madre. Padece arteriosclerosis, lo que, en ciertas ocasiones, le debilita la mente-. Pero yo no pensaba que la señora Cobbett fuera una débil mental. Recordaba el brillo tan vivo de sus ojos mientras estaba hablando. Parecía estar en posesión de un secreto tan prodigioso que ni su guardián, la severa e inflexible hija que permanecía inmóvil junto a ella, hubiera podido percibir o imaginar siquiera sus contornos. Los desengaños me esperaban a la vuelta de cada esquina. La suma de los datos que había conseguido reunir basta entonces no me proporcionaba mayor información que cada dato aislado. Archivos de periódicos, bibliotecas, registros, lo intenté todo. Pero lo único que podía encontrarse era la fecha en que se había construido la casa: 1697, y la de la muerte del doctor Jean-François Charriere. Si algún otro Charriere había muerto en esta ciudad, no había señal de ello en ningún sitio. Me parecía inconcebible que todos los miembros de la familia Charriere, anteriores al antiguo inquilino de la casa de la calle Benefit, hubiesen muerto fuera de Providence, y sin embargo debía de haber sucedido así, ya que no encontraba otra explicación posible. En la casa descubrí un retrato. Pese a que no llevaba ningún nombre inscrito, por las iniciales J. F. C. supuse que se trataba del doctor Charriere. El cuadro, que estaba colgado en un rincón apartado y casi inaccesible del piso superior, representaba una cara delgada y ascética, con una barba desordenada; lo que más resaltaba en ese rostro eran los pómulos salientes que acentuaban el hundimiento de las mejillas y el brillo de los ojos negros. En general, su aspecto era desvaído y siniestro.
En vista de la imposibilidad de obtener más información por otros medios, decidí dedicarme de nuevo al examen de los papeles y libros dejados en el despacho y el laboratorio del doctor Charriere. Hasta entonces me había ausentado mucho de la casa en busca de información acerca del pasado del doctor Charriere, y ahora me había recluido en ella casi con la misma obstinación. Quizá debido a esta reclusión percibí con mayor fuerza el halo misterioso de la casa -a nivel psíquico tanto como físico-. Ahora, por vez primera, llegaba a notar la extraña mezcla de olores que habían decidido al efímero inquilino y a su familia a abandonar la casa apenas alquilada. Algunos de ellos eran los aromas típicos y comunes de todas las casas viejas, pero otros me eran totalmente desconocidos. Sin embargo, logré identificar fácilmente el olor predominante: lo había percibido ya en otras ocasiones, en jardines zoológicos y en las proximidades de ciertos pantanos de aguas estancadas. Se trataba de un miasma que, con una fuerza increíble, sugería la presencia cercana de reptiles. Cabía admitir la posibilidad de que ciertos reptiles hubiesen llegado, a través de la ciudad, hasta el refugio que les podía proporcionar el jardín de la casa Charriere. En cambio, lo que sí parecía inconcebible era que hubiese llegado hasta allí una cantidad tan grande de ellos como para llenar la casa entera de su hedor. Pero por mucho que busqué no logré encontrar el lugar de donde emanaba ese olor a reptil, ni dentro ni fuera de la casa. Cuando se me ocurrió que podía provenir del pozo, pensé que sin duda se trataba de una ilusión mía, provocada por mi deseo de encontrar alguna explicación racional.
El olor persistía. Noté también que aumentaba con la lluvia, pues es bien sabido que con la humedad se acentúan los olores. Como la casa también estaba húmeda, la brevedad de la estancia del último inquilino era comprensible. Lo cierto era que éste no se había equivocado. A mí, personalmente, si bien aquel hedor llegó a desagradarme en ocasiones, no me inquietaba -al menos no tanto como me inquietaban otros aspectos de la casa. Parecía que la vieja casa había empezado a protestar contra mi intromisión en el despacho y en el laboratorio. En efecto, empecé a tener ciertas alucinaciones que se hicieron cada vez más frecuentes. Por una parte, durante la noche oía un extraño ladrido que parecía provenir del jardín. Por otra parte, y también durante la noche, veía algo como una extraña y encorvada figura de reptil rondando por el jardín, cerca de las ventanas del despacho. Pese a que esta y otras visiones se repetían, me empeñé en considerarlas como meras alucinaciones personales. Lo conseguí hasta aquella fatídica noche en que oí un ruido esta vez inconfundible: era como si alguien se estuviera bañando en el jardín. Me desperté de mi sueño convencido de que ya no estaba solo en la casa. Me levanté, me puse la bata y las zapatillas, encendí una lámpara y corrí hacia el despacho. Lo que mis ojos presenciaron allí me indujo a creer que estaba soñando aún. Mi pesadilla parecía generada directamente por la naturaleza de ciertas lecturas que acababa de hacer indagando entre los papeles del doctor Charriere. Porque se trataba de una pesadilla, en ese momento no me cabía la menor duda, aunque apenas pude divisar al intruso, el intruso que había penetrado en el despacho, llevándose unos papeles del doctor Charriere. La luz amarillenta y tenue de la lámpara que mantenía en alto me cegaba parcialmente. Tan sólo veía brillar algo negro y como viscoso. Luego, en el momento en que saltaba por la ventana abierta hacia la oscuridad del jardín, pude verlo entero. Aquello no duró más que un instante, pero me pareció que llevaba un traje muy ajustado al cuerpo y hecho de un extraño material áspero y oscuro. No habría dudado en perseguirlo si no hubiera visto, a la luz de la lámpara, una serie de cosas inquietantes.
El intruso había dejado sus huellas en el suelo. Eran pisadas irregulares y mojadas. Pero lo más extraño era la forma misma de los pies que dibujaban: unos pies anormalmente anchos, con uñas tan largas que habían dejado su marca delante de cada dedo. En el lugar en que el intruso había permanecido inclinado sobre los papeles había charcos de agua. El ambiente estaba saturado de ese fuerte olor a reptil, el mismo que yo había comenzado a aceptar como parte integrante de la casa, pero tan fuerte ahora que me sentí tambalear y estuve a punto de desmayarme. Sin embargo, mi interés por los documentos era más fuerte que el miedo o la curiosidad. En ese momento la única explicación racional que se me ocurrió fue que uno de los vecinos que atribuían ciertos poderes maléficos a la casa Charriere -y habían decidido no abandonar sus gestiones hasta conseguir que fuese destruida-, había estado nadando antes de venir a invadir el estudio. Aquella circunstancia me parecía poco convincente pero si la rechazaba ¿cómo explicar entonces lo que yo mismo acababa de presenciar? Fijándome en los documentos, noté inmediatamente la desaparición de varios de ellos. Afortunadamente, los que faltaban eran los que había leído ya y que había dejado amontonados en una pila, sin ordenarlos siquiera. No lograba entender el valor que aquellos papeles podían tener para nadie, a no ser que alguna otra persona estuviera tan interesada como yo, quizá con el fin de reclamar para sí la propiedad de la casa y los terrenos. Todos ellos eran apuntes relativos a la longevidad de los cocodrilos, los caimanes y otros reptiles. Para mí, era ya evidente desde hacía algún tiempo que el doctor Charriere se había volcado de forma obsesiva en el estudio de la longevidad de los reptiles y de sus causas con el fin de aprender cómo el hombre podría llegar a alargar su propia vida. Hasta entonces nada en esos apuntes me había inducido a pensar que el doctor Charriere hubiera descubierto los secretos de esa longevidad. Tan sólo algunos párrafos alarmantes sugerían la posibilidad de que hubiera sometido a «operaciones» a alguien -no especificaba quién- con el fin de alargarle la vida.
En realidad, existía también otra clase de notas escritas, según me pareció a mí, por el doctor Charriere. Sin embargo, en su contenido se apartaban de la investigación más o menos científica seguida por éste en torno a la longevidad de los reptiles. Se trataba de una serie de enigmáticas referencias a ciertas criaturas mitológicas, entre las cuales dos eran frecuentemente citadas: «Cthulhu» y «Dagon». Eran, por lo visto, deidades del mar en alguna mitología muy antigua y de la que nunca había oído hablar hasta entonces. Los misteriosos apuntes se referían también a otros seres (¿hombres?), llamados Los Profundos, que gozaban de una longevidad muy larga y estaban al servicio de esos dioses antiguos. Eran evidentemente unos seres anfibios que vivían e las profundidades de los océanos. Entre aquellos apuntes se encontraban las fotografías de una estatua monolítica particularmente horrenda y con marcados rasgos saurios. Estaban acompañadas del texto siguiente: «Costa Este de la Isla de Hivaoa, Marquesas. ¿Idolo?» En otras fotografías aparecía un tótem de los indios de la costa noroeste. Su parecido con la primera estatua era inquietante: la misma anchura, los mismos rasgos acusados de reptil. Sobre una de esas fotos, el doctor Charriere había anotado: «Tótem de los indios Kwakiutl. Estrecho de Quatsino. Parecido a los construidos por ind. Tlingit.» Estas extrañas anotaciones demostraban claramente que su autor estaba dispuesto a estudiar cualquier antiguo rito de brujería, cualquier superstición religiosa primitiva, con tal de que aquello le sirviera para alcanzar su objetivo.
No tardé mucho en darme cuenta de cuál era la naturaleza de ese objetivo. El doctor Charriere, evidentemente, no se había volcado en el estudio de la longevidad por puro amor al estudio. No, lo que él pretendía con ello era conseguir alargar su propia vida. Y en sus apuntes ciertos indicios espeluznantes daban a entender que, al menos parcialmente, había tenido éxito. Este era un descubrimiento desagradable, que me impedía apartar de mi mente el recuerdo del extraño misterio que envolvía los últimos años y la muerte del primer Jean-François Charriere, cirujano también, así como el nacimiento del último doctor Jean-François Charriere, muerto en Providence en el año 1927. Aunque los acontecimientos de aquella noche no me habían asustado excesivamente, opté por comprar una pistola Luger de segunda mano y una linterna. La lámpara me había impedido ver durante la noche, cosa que, en idénticas circunstancias, no me ocurriría con una linterna. Si el visitante nocturno había sido uno de los vecinos, estaba seguro de que esos papeles no harían otra cosa que llamar su atención y, tarde o temprano, volvería. Ante esa posibilidad deseaba estar preparado. En caso de que sorprendiera nuevamente al merodeador en la casa que yo había alquilado, estaba decidido a disparar si no obedecía a mi orden de alto. Por supuesto, era un caso extremo al que no deseaba llegar.
La noche siguiente reanudé mi lectura de los libros y papeles del doctor Charriere. Era indudable que muchos de los libros habían pertenecido a antepasados suyos, pues databan de siglos atrás. Una de las obras, escrita por R. Wiseman y traducida del inglés al francés, apoyaba la tesis de una relación existente entre el doctor Jean-François Charriere, alumno de Wiseman en París, y ese otro cirujano del mismo nombre que había vivido hasta hacía poco en Providence, Rhode Island. En conjunto, era un curioso batiburrillo de libros. Los había en casi todos los idiomas conocidos, desde el francés hasta el árabe. Me era imposible traducir la mayor parte de los títulos, aunque leía francés y tenía ciertas nociones de otras lenguas románicas. Me era totalmente incomprensible el significado de un título como Unaussprechlichen Kulten, de Von Junzt, y si sospechaba que se trataba de un libro del mismo estilo que el Cultes des Goules, del conde d'Erlette, era porque se hallaba colocado junto a él. Libros de zoología estaban mezclados con gruesos tomos que trataban de antiguas culturas. Y en esa mezcolanza se encontraban publicaciones como Un Estudio sobre la Relación Existente entre los Habitantes de Polinesia y las Culturas del Continente Suramericano con Especial Referencia a Perú; Los Manuscritos Pnakóticos; De Furtivis Literarum Notis, de Giambattista Porta; la Criptografía, de Thicknesse; el Daemonolatreia, de Remigius; La Era de los Saurios, de Banfort; una colección del Transcript, de Aylesbury, Massachusetts, etcétera. Era indudable que, por su antigüedad, muchos de estos libros eran valiosísimos. Gran cantidad de ellos habían sido editados entre 1670 y 1820 y se encontraban en perfecto estado de conservación, pese a haber sido constantemente manipulados.
Sin embargo, aquellas obras tenían poco interés para mí. A veces pienso que por no haber dedicado un poco más de tiempo a su examen perdí en esa ocasión la oportunidad de aprender aún más de lo que aprendería luego; pero el dicho afirma que tener demasiados conocimientos acerca de temas que el hombre haría mejor en ignorar es más pernicioso que tener pocos. Otro de los motivos que me impulsaron a abandonar tan pronto el examen de todos aquellos libros fue un descubrimiento que hice. Oculto entre ellos encontré algo que, a primera vista, me pareció un diario. Un examen más minucioso me convenció de que aquello no era tal cosa, sino una simple libreta, porque las primeras fechas apuntadas en ella eran tan remotas que no podían corresponder a ningún momento de la vida del doctor Charriere, por muchos años que hubiese logrado vivir. Y sin embargo, era evidente que, desde las primeras y más antiguas hojas hasta las últimas y más recientes, todas las anotaciones habían sido escritas por la misma mano. En todas ellas se reconocía la pequeña y angulosa letra del difunto cirujano. Supuse entonces que, recopilando viejos papeles, el doctor Charriere había encontrado ciertas notas de su interés y decidido copiarlas en su libreta para poder tenerlas reunidas y ordenadas por orden cronológico. Además de las anotaciones, en aquellas páginas figuraban también unos dibujos que producían indudablemente una gran impresión, pese a la poca maestría con que habían sido realizados. En cierto sentido, recordaban a las primeras obras de ciertos artistas autodidactas.
La primera página del manuscrito empezaba con la nota siguiente: «1851. Arkham. Aseph Goade, P.» A continuación venía lo que me pareció ser el retrato de Aseph Goade. Era un dibujo en el que determinados rasgos de su fisonomía -más propios de un batracio que de un hombre- habían sido intencionadamente realzados. Tenía la boca anormalmente ancha, los labios como de cuero cuarteado, la frente muy baja y ojos que parecían recubiertos por una membrana; era una fisonomía chata, claramente similar a la de una rana. El dibujo ocupaba casi la totalidad de la página. Del texto que le acompañaba deduje que se trataba del relato del descubrimiento -en el campo de la pura investigación intelectual, pues era imposible de toda evidencia que existiera semejante criatura- de una especie subhumana (¿podía la inicial «P» referirse a «Los Profundos», cuyo nombre había leído en notas anteriores?) Para el doctor Charriere, en cambio, aquel ejemplar de esa especie subhumana era una realidad, una verificación en el curso de su investigación, que le permitiría demostrar la existencia de un parentesco entre el batracio y el hombre y, por lo tanto, entre éste y el saurio.
A continuación venían otros apuntes de la misma naturaleza. La mayoría de ellos eran un tanto ambiguos -quizá a propósito- y, a primera vista, parecían no tener ningún sentido. ¿Qué podía yo sacar de una página como ésta?:
1857 San Agustín. Henry Bishop. Piel cubierta de escamas aunque no ictiológicas. Debe tener 107 años. Ningún proceso de degeneración. Todos los sentidos muy agudos. Origen incierto, algunos antepasados dedicados al comercio en Polinesia.
1861. Charleston. Familia Balzac. Piel de las manos cubierta de costras. Mandíbula doble. Toda la familia presenta las mismas características. Anton 117 años. Anna 109 años. Infelices lejos del agua.
1863. Innsmouth. Familias Marsh, Waite, Eliot y Gilman. El Capitán Obed Marsh, comerciante en Polinesia, contrajo matrimonio con una nativa. Todos con características faciales similares a las de Aseph Goade. Vida apartada. Las mujeres raras veces vistas por las calles, pero mucha natación durante la noche -familias enteras nadando en dirección al Arrecife del Diablo, mientras el resto de la ciudad permanecía en sus casas-. Notable relación con P. Tráfico considerable entre Innsmouth y Ponapé. Algunas ceremonias religiosas secretas.
1871. Jed Price, atracción de ferias. Conocido como el «Hombre Caimán». Aparece en estanques llenos de caimanes. Aspecto saurio. Mandíbula hundida. Reputado por sus dientes puntiagudos, pero imposible determinar si eran naturalmente así o si habían sido afilados.
Esta era en general la sustancia de las anotaciones reunidas en la libreta. Aquellas notas hacían referencia a diversos puntos del continente, desde el Canadá hasta México, pasando por la Costa Este de Norteamérica. Desde aquel momento se hizo patente la extraña obsesión del doctor Jean-François Charriere, que le empujaba a comprobar la longevidad de ciertos seres humanos que, en sus mismos rasgos, parecían mostrar algún parentesco con antepasados saurios o batracios.
Indudablemente, si se conseguía admitir la realidad de aquellos hechos -sin interpretarlos como una pintoresca y colorida descripción de personas marcadas por ciertos acusados defectos físicos- cabía reconocer el peso de la evidencia buscada por el doctor Charriere para corroborar extraña y provocativamente su propia creencia. Sin embargo, y en muchos aspectos, el cirujano no había pasado de hacer puras conjeturas. Parecía que lo único que pretendía era establecer una relación entre los datos recopilados. Esa relación la había buscado en las doctrinas de tres civilizaciones distintas. La más conocida estaba contenida en las leyendas vudús de la cultura negra. Inmediatamente después, la doctrina que había generado los cultos a los animales en el antiguo Egipto. Finalmente, la tercera y la más importante de todas, según las anotaciones del cirujano, era una cultura completamente extraña y tan vieja como la tierra misma, o más aún. Era la civilización de unos Dioses Arquetípicos, de su terrible e incesante conflicto con los Primigenios, tan primitivos como ellos mismos y que se llamaban Cthulhu, Hastur, Yog-Sothoth, Shub-Niggurath, Nyarlathotep y nombres similares. Esos tenían a su servicio unos seres tan extraños como podían serlo el Pueblo Tcho-Tcho, los Profundos, los Shantaks, los Abominables Hombres de las Nieves, y otros más. Al parecer, algunos de ellos eran seres subhumanos; en cuanto a los demás, o eran criaturas en vía de transformación, o no eran humanos en absoluto. El resultado de la investigación del doctor Charriere era fascinante, pero en ningún momento había establecido y menos aún comprobado una relación definitiva. Se encontraban ciertas referencias a los saurios en el culto vudú; existían relaciones similares con la cultura religiosa del antiguo Egipto; y aparecían oscuras y sugerentes referencias a una relación con los saurios representados por el mítico Cthulhu, en una época anterior al Crocodilus y al Gavialis; y aún antes del Tyrannosaurus y del Brontosaurus, del Megalosaurus y otros reptiles de la era mesozoica.
Además de estas interesantes notas, había diagramas de lo que parecían ser extrañísimas operaciones y cuya naturaleza no comprendía en ese momento. Aparentemente habían sido copiados de antiguos textos, entre ellos una obra de Ludvig Prinn, titulada De Vermis Mysteriis, frecuentemente citada como fuente de referencias y que me era también totalmente desconocida. Las operaciones en sí mismas sugerían una raison d’être demasiado aterradora para poder aceptarla; una de ellas, por ejemplo, cuyo propósito era estirar la piel, consistía en realizar muchas incisiones para «permitir el crecimiento». Otra explicaba cómo un sencillo corte en cruz en la base de la columna vertebral era suficiente para lograr «una extensión del hueso de la cola». Lo que estos fantásticos diagramas sugerían era demasiado horrible para ser contemplado, pero sin duda formaba parte de la extraña investigación realizada por el doctor Charriere. A partir de ese momento, su reclusión me pareció sobradamente justificada: un estudio como éste no podía llevarse a cabo más que en secreto si se quería evitar la burla de todos los científicos.
En estos papeles pude leer también la descripción de esas experiencias. Estaban relatadas de tal modo que no podía tratarse más que de experiencias vividas por el propio narrador. Sin embargo, eran anteriores a 1850 -en algunos casos en varias décadas- aunque, como todas las demás notas, estaban escritas de puño y letra del doctor Charriere. En este caso preciso, era indudable que no se trataba del relato de experiencias ajenas. No me quedaba ya otra opción que la de admitir que era más que octogenario en el momento de su muerte, y muchísimo más, tanto que empecé a sentirme molesto y a no poder apartar de mi mente a ese otro doctor Charriere que había existido antes que él.
La suma total del credo del doctor Charriere tenía como resultado la poderosa e hipotética convicción de que el ser humano podía, por medio de operaciones y otras prácticas tan extrañas como macabras, obtener algo de la longevidad característica de los saurios; que a la vida de un hombre se le podía añadir tanto como siglo y medio, o quizá dos siglos. Al finalizar ese período, el individuo se retiraba a algún lugar húmedo para dejarse caer en un estado de semiinconsciencia, que venía a ser una especie de gestación, hasta el momento en que se despertaba, con ciertas alteraciones en su aspecto y comenzaba otra larga vida. Dados los cambios fisiológicos que sufría durante aquellos períodos de gestación, el individuo se adaptaba a un modelo de existencia distinto en cada una de sus vidas. Para justificar esta teoría, el doctor Charriere se había apoyado únicamente en un gran número de leyendas, algunos datos de naturaleza similar, y relatos especulativos de curiosas mutaciones humanas que se habían dado en los últimos doscientos noventa y un años. Esa cifra cobró un significado mayor para mí cuando caí en la cuenta de que ese era justo el tiempo que había transcurrido desde la fecha de nacimiento del primer doctor Charriere hasta el día de la muerte del otro cirujano. No obstante, en todo ese material no había nada que sugiriera un procedimiento concreto de tipo científico, con pruebas aducibles. Sólo se daban indicios y vagas sugerencias, quizá suficientes para llenar de horribles dudas y de un convencimiento espantoso y a medio cuajar a un lector fortuito, pero que no podían llegar a satisfacer el rigor de cualquier hombre de ciencia.
¿Hasta qué punto habría seguido profundizando en la investigación del doctor Charriere? Lo ignoro. Quizá habría ido mucho más lejos si no hubiera ocurrido aquello que me hizo gritar de horror y huir de la casa de Benefit Street, dejando que ella y su contenido siguiesen esperando al superviviente que, ahora sí lo sé, no se presentará nunca. Ahora ya no tiene remedio; la casa es propiedad municipal y será destruida.
Estaba examinando estos «hallazgos» del doctor Charriere, cuando me di menta, con eso que la gente llama el «sexto sentido», de que estaba siendo observado detenidamente. No queriendo volverme, hice lo siguiente: abrí mi reloj de bolsillo y colocándolo delante de mí utilicé el pulido y brillante interior del estuche a modo de espejo, para que en él se reflejaran las ventanas que estaban a mis espaldas. Y vi ahí, reflejada difusamente, la más horrible caricatura que pueda imaginarse de un rostro humano. Me dejó tan estupefacto que, sin pensarlo, volví la cabeza para observarlo directamente. Pero no había nada en la ventana, excepto la sombra de un movimiento. Me levanté, apagué la luz, y me acerqué a la ventana. Una silueta alta, curiosamente encorvada que, medio agachada y arrastrando los pies, se dirigía hacia la oscuridad del jardín: ¿fue realmente eso lo que vi? Creo que sí. Pero no estaba tan loco como para perseguirle. Quienquiera que fuese, vendría otra vez, como había venido la noche anterior.
De modo que, mientras esperaba, me puse a sopesar las distintas explicaciones que me venían a la mente. Impresionado aún por mi visitante nocturno, confieso que coloqué, encabezando la lista de sospechosos, a los vecinos que se oponían a que la casa Charriere siguiese en pie. Posiblemente pretendían asustarme para que me marchara, pues ignoraban que mi estancia en la casa iba a ser tan breve. Cabía pensar también en la posibilidad de que hubiese algo en el estudio que deseaban obtener. Pero esa eventualidad no me pareció muy convincente, porque si tal era su intención, habían tenido tiempo de sobra para conseguirlo durante el largo período en que la casa estuvo deshabitada. Lo cierto es que en ningún momento se me ocurrió pensar en la verdadera explicación de los hechos. No soy más escéptico que cualquier otro anticuario; pero la aparición de mi visitante, lo confieso, no me sugirió nada que hubiera podido relacionar con su verdadera identidad, a pesar de todas las circunstancias coincidentes que podían tener cierto significado para mentes menos científicas que la mía. Sentado allí en la oscuridad, me sentía más impresionado que nunca por la atmósfera de la vieja casa. La misma oscuridad parecía tener vida propia; no le influía la vida de Providence que la rodeaba y que, sin embargo, se hallaba tan lejos. Estaba poblada de residuos psíquicos dejados por el paso de los años: el olor persistente de la humedad, sumado a ese otro tan peculiar y característico de ciertas zonas en los parques zoológicos donde viven los reptiles; el olor a madera vieja mezclado con ese otro que desprendía la piedra de las paredes en el sótano, aroma de material descompuesto porque, con el tiempo, la madera tanto como la piedra habían ido deteriorándose. Pero había algo más: el vaporoso indicio de una presencia animal, que parecía incrementarse de minuto en minuto.
Estuve esperando así cerca de una hora, antes de percibir algún ruido. Cuando lo oí, fue irreconocible. Al principio me pareció que era un ladrido, algo muy similar al sonido emitido por los caimanes; pero pensé que sería mi imaginación febril, y que no había sido más que el ruido de una puerta al cerrarse. Pasó algún tiempo antes de que volviese a oír algún otro sonido: el crujido de unos papeles. ¡El intruso había logrado entrar en el estudio delante de mis propias narices sin que lo advirtiera! Estaba estupefacto y encendí la linterna que tenía enfocada hacia la mesa.
Lo que vi fue algo increíble, espantoso. Lo que allí había no era un hombre, sino la absoluta desfiguración de un hombre. Sé que en ese mismo instante pensé que perdería el conocimiento. Pero el sentido de la necesidad ante el eminente peligro me invadió y, sin pensarlo, disparé cuatro veces. Por la poca distancia que nos separaba, sabía positivamente que cada disparo había dado en el cuerpo bestial que se inclinaba sobre la mesa del doctor Charriere en el oscuro estudio.
De lo que sucedió inmediatamente después, afortunadamente recuerdo muy poco: un cuerpo revolcándose, la huida del intruso, y mi confusa carrera en persecución. Era evidente que le había herido, porque había manchado el suelo de sangre, desde la mesa del estudio hasta la ventana por la que había saltado, atravesando y rompiendo el cristal. Salí afuera y, a la luz de mi linterna, seguí las huellas sangrientas. Aunque no hubiera estado desangrándose, el fuerte olor que despedía y que se percibía en el aire de la noche me habría permitido seguirle.
Me llevó por el jardín, no muy lejos de la casa, directamente al borde del pozo que estaba detrás de ella. Desde allí, las huellas seguían hacia el interior del pozo. A la luz de la linterna, vi entonces, y por primera vez, los escalones, hábilmente construidos, que bajaban al oscuro interior. Era tan grande la pérdida de sangre que encharcaba el borde del pozo, que estaba seguro de haber herido mortalmente al intruso. La confianza de que así había sido me impulsó a seguirle más adentro, a pesar del eminente peligro. ¡Ojalá hubiese dado media vuelta y me hubiese alejado de aquel maldito lugar! Pero seguí adelante y bajé por las escaleras situadas contra la pared del pozo, que no conducían a la superficie del agua, sino a un agujero, el cual comunicaba con un túnel que atravesaba el muro del pozo y se adentraba profundamente en el jardín. Movido ahora por un ardiente deseo de conocer la identidad de mi víctima, me introduje en el túnel, sin apenas darme cuenta de la húmeda tierra que manchaba mi ropa. Con la linterna alumbraba hacia delante, y tenía mi arma preparada. Más allá había una especie de caverna -lo suficientemente grande como para que cupiera un hombre arrodillado- y, en medio de la luz emitida por mi linterna, apareció un ataúd. Al verlo dudé un instante, pues me di cuenta que la desviación del túnel conducía a la tumba del doctor Charriere.
Pero había llegado demasiado lejos para poder retroceder. El hedor en este espacio era indescriptible. La atmósfera del túnel entero estaba impregnada de ese nauseabundo olor a reptil, pero ahora se había vuelto tan denso que tuve que hacer un gran esfuerzo para acercarme al ataúd. Llegué a él y vi que estaba destapado. Los charcos de sangre llegaban hasta el mismo féretro que habían manchado. Con una mezcla de curiosidad y de temor ante lo que iba a ver, me incorporé cuanto pude. Temblando, alumbré con la linterna el interior del ataúd...
Habrá quien diga que mi memoria no es muy de fiar, dada la cantidad de años que han transcurrido, pero lo que vi allí ha quedado grabado para siempre en mi memoria. Bajo la luz de mi linterna yacía un ser que acababa de morir, y cuya existencia implicaba una serie de cosas espeluznantes. Esta era la criatura que yo había matado. Mitad hombre, mitad saurio, era el macabro recuerdo de lo que una vez había sido un ser humano. Sus ropas estaban rotas, desgarradas por las horribles mutaciones de su cuerpo; la piel, cubierta de costras; sus manos y sus pies descalzos eran planos, de aspecto fuertes, parecidos a unas garras. Aterrado, noté también el apéndice en forma de cola que había crecido en la base de la columna vertebral, y su mandíbula horriblemente alargada, una mandíbula de cocodrilo en la que aún crecía una mota de pelo, como la barba de una cabra...
Todo esto fue lo que vi antes de poder abandonarme a un desmayo bienhechor, pues ya había reconocido lo que yacía en el ataúd. Había permanecido allí desde 1927 en una semiinconsciencia cataléptica, esperando el momento de volver a la vida, con un aspecto horrorosamente alterado. Era el doctor Jean-François Charriere, cirujano, nacido en Bayona en el año 1636 y «muerto» en Providence en 1927. ¡Ahora ya sabía que el superviviente de quien hablaba en su testamento no era otro que él mismo, nacido otra vez, devuelto a la vida por el conocimiento endemoniado de ritos más antiguos que la propia humanidad, y ya olvidados, tan antiguos como los primeros días de la tierra, cuando las grandes bestias luchaban y se destruían entre sí!
martes, 9 de agosto de 2011
THE DUNWICH HORROR
En 2008 se estrenó la película The Dunwich Horror, dirigida por Leigh Scott e interpretada, entre otros, por Jeffrey Combs, Dean Stockwell y Griff Furst.Aunque con nula relevancia en España, es una adaptación del conocido relato El horror de Dunwich (The Dunwich Horror,1928).En Dunwich ,Lavina,una madre soltera, entrega un niño y un monstruo en la maldita Casa Whateley. Diez años más tarde, el Dr. Henry Armitage y su ayudante el profesor Fay Morgan descubren que la página 751 de cada ejemplar del Necronomicón está desaparecido y la Hermandad Negra ha convocado al guardián de la puerta Yog Sothoth a dejar el portal que custodia abierto a los demonios y a los dioses antiguos. Invitan al arrogante y escéptico profesor Walter Rice, que podrá traducir el Necronomicón para ayudar a buscar el libro. Mientras tanto el hijo de Lavina, Wilbur Whateley, ha crecido muy rápido y busca la página que falta para abrir el portal.
Aquí os dejo el trailer subtitulado en español.
EN LA BOCA DEL MIEDO
En la boca del miedo (In the Mouth of Madness,1995)es una película dirigida por John Carpenter que, aunque no está basada directamente en ningún relato de Lovecraft, toma prestados detalles y elementos de su obra.La sinopsis es la siguiente:John Trent(Sam Neill) es un investigador que trabaja por libre para compañías de seguros averiguando si las reclamaciones que les hacen son legítimas o fraudes. La compañía lo manda a investigar la reclamación que hace la editorial Arcane. El jefe de la editorial, Jackson Harglow (Charlton Heston), asegura que el escritor de su catálogo que más vende, Sutter Cane (Jürgen Prochnow), ha desaparecido. Trent se verá acompañado de la editora de Cane, Linda Styles (Julie Carmen), en un intento de averiguar que ha sido de Cane. Esta investigación los conducirá, como indica el título original, a un viaje de locura y terror que les llevará a cuestionarse la base misma de la realidad.
Como decía al principio, son contadas las referencias a Lovecraft en el film; entre ellas, el universo literario de Cane, que es un claro homenaje al universo creado por Lovecraft. No sólo en algunos nombres, como la señora Pickman (Frances Bay) cuyo nombre sale del relato de Lovecraft El modelo de Pickman. Las criaturas y monstruos que pueblan la película son creaciones semejantes a la de los relatos de Lovecraft pertenecientes a los Mitos de Cthulhu. Ciclo que fue ampliado y continuado por varios escritores de terror y fantasía como Stephen King, Robert Bloch o Robert E. Howard. De hecho, se podría incluir esta película dentro del mismo ciclo. Otro detalle es que los fragmentos que se leen escritos por Cane pertenecen a relatos de Lovecraft, cambiados ligeramente algunos para amoldarse a la película y otros tal cual fueron escritos.
Aquí os dejo el trailer original.
DAGÓN
"Dagon" es un cuento de Lovecraft , escrito en julio de 1917 , una de las primeras historias que escribió cuando era un adulto. Fue publicado por primera vez en noviembre de 1919 en la revista The Vagrant (número 11).La historia está inspirada en parte por un sueño que tuvo.
DAGÓN
Escribo esto bajo una fuerte tensión mental, ya que cuando llegue la noche habré dejado de existir. Sin dinero, y agotada mi provisión de droga, que es lo único que me hace tolerable la vida, no puedo seguir soportando más esta tortura; me arrojaré desde esta ventana de la buhardilla a la sórdida calle de abajo. Pese a mi esclavitud a la morfina, no me considero un débil ni un degenerado. Cuando hayan leído estas páginas atropelladamente garabateadas, quizá se hagan idea (aunque no completa) de por qué debo buscar el olvido o la muerte.
Fue en una de las zonas más abiertas y menos frecuentadas del anchuroso Pacífico donde el paquebote en el que iba yo de sobrecargo cayó apresado por un corsario alemán. La gran guerra estaba entonces en sus comienzos, y las fuerzas oceánicas de los hunos aún no se habían hundido en su degradación posterior; así que nuestro buque fue capturado legalmente, y nuestra tripulación tratada con toda la deferencia y consideración debidas a unos prisioneros navales. En efecto, tan liberal era la disciplina de nuestros opresores, que cinco días más tarde conseguí escaparme en un pequeño bote, con agua y provisiones para bastante tiempo.
Cuando al fin me encontré libre y a la deriva, tenía muy poca idea de cuál era mi situación. Navegante poco experto, sólo sabía calcular de manera muy vaga, por el sol y las estrellas, que estaba algo al sur del ecuador. No sabía en absoluto en qué longitud, y no se divisaba isla ni costa alguna. El tiempo se mantenía bueno, y durante incontables días navegué sin rumbo bajo un sol abrasador, con la esperanza de que pasara algún barco, o de que me arrojaran las olas a alguna región habitable. Pero no aparecían ni barcos ni tierra, y comencé a desesperar en mi soledad, en medio de aquella ondulante e ininterrumpida inmensidad azul.
El cambio ocurrió mientras dormía. Nunca llegaré a conocer los pormenores; porque mi sueño, aunque poblado de pesadillas, fue ininterrumpido. Cuando desperté finalmente, descubrí que me encontraba medio succionado en una especie de lodazal viscoso y negruzco que se extendía a mi alrededor, con monótonas ondulaciones hasta donde alcanzaba la vista, en el cual se había adentrado mi bote cierto trecho.
Aunque cabe suponer que mi primera reacción fuera de perplejidad ante una transformación del paisaje tan prodigiosa e inesperada, en realidad sentí más horror que asombro; pues había en la atmósfera y en la superficie putrefacta una calidad siniestra que me heló el corazón. La zona estaba corrompida de peces descompuestos y otros animales menos identificables que se veían emerger en el cieno de la interminable llanura. Quizá no deba esperar transmitir con meras palabras la indecible repugnancia que puede reinar en el absoluto silencio y la estéril inmensidad. Nada alcanzaba a oírse; nada había a la vista, salvo una vasta extensión de légamo negruzco; si bien la absoluta quietud y la uniformidad del paisaje me producían un terror nauseabundo.
El sol ardía en un cielo que me parecía casi negro por la cruel ausencia de nubes; era como si reflejase la ciénaga tenebrosa que tenía bajo mis pies. Al meterme en el bote encallado, me di cuenta de que sólo una posibilidad podía explicar mi situación. Merced a una conmoción volcánica el fondo oceánico había emergido a la superficie, sacando a la luz regiones que durante millones de años habían estado ocultas bajo insondables profundidades de agua. Tan grande era la extensión de esta nueva tierra emergida debajo de mí, que no lograba percibir el más leve rumor de oleaje, por mucho que aguzaba el oído. Tampoco había aves marinas que se alimentaran de aquellos peces muertos.
Durante varias horas estuve pensando y meditando sentado en el bote, que se apoyaba sobre un costado y proporcionaba un poco de sombra al desplazarse el sol en el cielo. A medida que el día avanzaba, el suelo iba perdiendo viscosidad, por lo que en poco tiempo estaría bastante seco para poderlo recorrer fácilmente. Dormí poco esa noche, y al día siguiente me preparé una provisión de agua y comida, a fin de emprender la marcha en busca del desaparecido mar, y de un posible rescate.
A la mañana del tercer día comprobé que el suelo estaba bastante seco para andar por él con comodidad. El hedor a pescado era insoportable; pero me tenían preocupado cosas más graves para que me molestase este desagradable inconveniente, y me puse en marcha hacia una meta desconocida. Durante todo el día caminé constantemente en dirección oeste guiado por una lejana colina que descollaba por encima de las demás elevaciones del ondulado desierto. Acampé esa noche, y al día siguiente proseguí la marcha hacia la colina, aunque parecía escasamente más cerca que la primera vez que la descubrí. Al atardecer del cuarto día llegué al pie de dicha elevación, que resultó ser mucho más alta de lo que me había parecido de lejos; tenía un valle delante que hacía más pronunciado el relieve respecto del resto de la superficie. Demasiado cansado para emprender el ascenso, dormí a la sombra de la colina.
No sé por qué, mis sueños fueron extravagantes esa noche; pero antes que la luna menguante, fantásticamente gibosa, hubiese subido muy alto por el este de la llanura, me desperté cubierto de un sudor frío, decidido a no dormir más. Las visiones que había tenido eran excesivas para soportarlas otra vez. A la luz de la luna comprendí lo imprudente que había sido al viajar de día. Sin el sol abrasador, la marcha me habría resultado menos fatigosa; de hecho, me sentí de nuevo lo bastante fuerte como para acometer el ascenso que por la tarde no había sido capaz de emprender. Recogí mis cosas e inicié la subida a la cresta de la elevación.
Ya he dicho que la ininterrumpida monotonía de la ondulada llanura era fuente de un vago horror para mí; pero creo que mi horror aumentó cuando llegué a lo alto del monte y vi, al otro lado, una inmensa sima o cañón, cuya oscura concavidad aún no iluminaba la luna. Me pareció que me encontraba en el borde del mundo, escrutando desde el mismo canto hacia un caos insondable de noche eterna. En mi terror se mezclaban extraños recuerdos del Paraíso perdido, y la espantosa ascensión de Satanás a través de remotas regiones de tinieblas.
Al elevarse más la luna en el cielo, empecé a observar que las laderas del valle no eran tan completamente perpendiculares como había imaginado. La roca formaba cornisas y salientes que proporcionaban apoyos relativamente cómodos para el descenso; y a partir de unos centenares de pies, el declive se hacía más gradual. Movido por un impulso que no me es posible analizar con precisión, bajé trabajosamente por las rocas, hasta el declive más suave, sin dejar de mirar hacia las profundidades estigias donde aún no había penetrado la luz.
De repente, me llamó la atención un objeto singular que había en la ladera opuesta, el cual se erguía enhiesto como a un centenar de yardas de donde estaba yo; objeto que brilló con un resplandor blanquecino al recibir de pronto los primeros rayos de la luna ascendente. No tardé en comprobar que era tan sólo una piedra gigantesca; pero tuve la clara impresión de que su posición y su contorno no eran enteramente obra de la Naturaleza. Un examen más detenido me llenó de sensaciones imposibles de expresar; pues pese a su enorme magnitud, y su situación en un abismo abierto en el fondo del mar cuando el mundo era joven, me di cuenta, sin posibilidad de duda, de que el extraño objeto era un monolito perfectamente tallado, cuya imponente masa había conocido el arte y quizá el culto de criaturas vivas y pensantes.
Confuso y asustado, aunque no sin cierta emoción de científico o de arqueólogo, examiné mis alrededores con atención. La luna, ahora casi en su cenit, asomaba espectral y vívida por encima de los gigantescos peldaños que rodeaban el abismo, y reveló un ancho curso de agua que discurría por el fondo formando meandros, perdiéndose en ambas direcciones, y casi lamiéndome los pies donde me había detenido. Al otro lado del abismo, las pequeñas olas bañaban la base del ciclópeo monolito, en cuya superficie podía distinguir ahora inscripciones y toscos relieves. La escritura pertenecía a un sistema de jeroglíficos desconocido para mí, distinto de cuantos yo había visto en los libros, y consistente en su mayor parte en símbolos acuáticos esquematizados tales como peces, anguilas, pulpos, crustáceos, moluscos, ballenas y demás. Algunos de los caracteres representaban evidentemente seres marinos desconocidos para el mundo moderno, pero cuyos cuerpos en descomposición había visto yo en la llanura surgida del océano.
Sin embargo, fueron los relieves los que más me fascinaron. Claramente visibles al otro lado del curso de agua, a causa de sus enormes proporciones, había una serie de bajorrelieves cuyos temas habrían despertado la envidia de un Doré. Creo que estos seres pretendían representar hombres... al menos, cierta clase de hombres; aunque aparecían retozando como peces en las aguas de alguna gruta marina, o rindiendo homenaje a algún monumento monolítico, bajo el agua también. No me atrevo a descubrir con detalle sus rostros y sus cuerpos, ya que el mero recuerdo me produce nauseas. Más grotescos de lo que podría concebir la imaginación de un Poe o de un Bulwer, eran detestablemente humanos en general, a pesar de sus manos y pies palmeados, sus labios espantosamente anchos y fláccidos, sus ojos abultados y vidriosos, y demás rasgos de recuerdo menos agradable.
Curiosamente, parecían cincelados sin la debida proporción con los escenarios que servían de fondo, ya que uno de los seres estaba en actitud de matar una ballena de tamaño ligeramente mayor que él. Observé, como digo, sus formas grotescas y sus extrañas dimensiones; pero un momento después decidí que se trataba de dioses imaginarios de alguna tribu pescadora o marinera; de una tribu cuyos últimos descendientes debieron de perecer antes que naciera el primer antepasado del hombre de Piltdown o de Neanderthal. Aterrado ante esta visión inesperada y fugaz de un pasado que rebasaba la concepción del más atrevido antropólogo, me quedé pensativo, mientras la luna bañaba con misterioso resplandor el silencioso canal que tenía ante mí.
Entonces, de repente, lo vi. Tras una leve agitación que delataba su ascensión a la superficie, la entidad surgió a la vista sobre las aguas oscuras. Inmenso, repugnante, aquella especie de Polifemo saltó hacia el monolito como un monstruo formidable y pesadillesco, y lo rodeó con sus brazos enormes y escamosos, al tiempo que inclinaba la cabeza y profería ciertos gritos acompasados. Creo que enloquecí entonces.
No recuerdo muy bien los detalles de mi frenética subida por la ladera y el acantilado, ni de mi delirante regreso al bote varado... Creo que canté mucho, y que reí insensatamente cuando no podía cantar. Tengo el vago recuerdo de una tormenta, poco después de llegar al bote; en todo caso, sé que oí el estampido de los truenos y demás ruidos que la Naturaleza profiere en sus momentos de mayor irritación.
Cuando salí de las sombras, estaba en un hospital de San Francisco; me había llevado allí el capitán del barco norteamericano que había recogido mi bote en medio del océano. Hablé de muchas cosas en mis delirios, pero averigüé que nadie había hecho caso de las palabras. Los que me habían rescatado no sabían nada sobre la aparición de una zona de fondo oceánico en medio del Pacífico, y no juzgué necesario insistir en algo que sabía que no iban a creer. Un día fui a ver a un famoso etnólogo, y lo divertí haciéndole extrañas preguntas sobre la antigua leyenda filistea en torno a Dagón, el Dios-Pez; pero en seguida me di cuenta de que era un hombre irremediablemente convencional, y dejé de preguntar.
Es de noche, especialmente cuando la luna se vuelve gibosa y menguante, cuando veo a ese ser. He intentado olvidarlo con la morfina, pero la droga sólo me proporciona una cesación transitoria, y me ha atrapado en sus garras, convirtiéndome irremisiblemente en su esclavo. Así que voy a poner fin a todo esto, ahora que he contado lo ocurrido para información o diversión desdeñosa de mis semejantes. Muchas veces me pregunto si no será una fantasmagoría, un producto de la fiebre que sufrí en el bote a causa de la insolación, cuando escapé del barco de guerra alemán. Me lo pregunto muchas veces; pero siempre se me aparece, en respuesta, una visión monstruosamente vívida.
No puedo pensar en las profundidades del mar sin estremecerme ante las espantosas entidades que quizá en este instante se arrastran y se agitan en su lecho fangoso, adorando a sus antiguos ídolos de piedra y esculpiendo sus propias imágenes detestables en obeliscos submarinos de mojado granito. Pienso en el día que emerjan de las olas, y se lleven entre sus garras de vapor humeantes a los endebles restos de una humanidad exhausta por la guerra... en el día en que se hunda la tierra, y emerja el fondo del océano en medio del universal pandemonio.
Se acerca el fin. Oigo ruido en la puerta, como si forcejeara en ella un cuerpo inmenso y resbaladizo. No me encontrará. ¡Dios mío, esa mano! ¡La ventana! ¡La ventana!
lunes, 8 de agosto de 2011
EL SELLO DE R'LYEH
El sello de R'lyeh (The seal of R'lyeh) es un relato de terror de August Derleth, escrito en 1957 y publicado en la colección de cuentos fantásticos de 1958 La máscara de Cthulhu (The mask of Cthulhu).
Derleth plantea un retorno a la ciudad de R'lyeh, la morada subacuática del temible dios Cthulhu. Según la obra de Lovecraft R'lyeh está ubicada bajo el mar en algún lugar del Océano Pacífico y su arquitectura ignora todos los postulados de Euclides (La llamada de Cthulhu, The call of Cthulhu)
EL SELLO DE R'LYEH
Mi abuelo paterno, a quien siempre vi en una habitación oscura, solía decir a mis padres, refiriéndose a mí: «¡Cuidad que siempre esté lejos de la mar!», como si yo tuviera alguna razón para temer el agua, cuando de hecho siempre me ha atraído. Como se sabe, los que nacen bajo uno de los signos acuáticos -el mío es Piscis- sienten una natural predilección por el agua. También se dice que poseen ciertos dones psíquicos, pero ésta es otra cuestión. El cualquier caso, tal era el criterio de mi abuelo, hombre extraño, a quien no podría describir aunque de ello dependiera la salvación de mi alma -lo cual, dicho a la luz del día, resulta un modismo un tanto ambiguo-. Antes de morir mi padre en accidente de automóvil, acostumbraba a repetirlo con frecuencia, también. Después, ya no fue necesario; mi madre me crió entre montañas, bien lejos de la vista, del ruido y de los olores del mar.
Pero tarde o temprano, sucede lo que tiene que suceder. Me encontraba estudiando en una universidad del Medio Oeste, cuando murió mi madre. Una semana después, murió también mi tío Sylvan, dejándome todo cuanto poseía. yo no había llegado a conocerle. Era el excéntrico de la familia, el raro, la oveja negra. Se le conocía por una gran diversidad de apodos y todo el mundo lo despreciaba, excepto mi abuelo, que suspiraba con pena cada vez que hablaba de él. Yo era el único descendiente directo de mi abuelo. Tenía un tío abuelo que vivía en Asia, según me habían dicho siempre, aunque al parecer, nadie sabía a qué se dedicaba allí, salvo que sus actividades se relacionaban con la mar o la navegación... Era natural, pues, que heredara yo las posesiones de tío Sylvan.
Tenía dos propiedades, y daba la casualidad de que ambas lindaban con la mar. Una se hallaba en un pueblo de Massachusetts llamado Innsmouth, y otra estaba también en la costa, pero bastante al norte de dicho pueblo. Después de pagar los derechos reales, me quedó dinero suficiente para no tener que volver a la Universidad, ni verme obligado a emprender trabajos que no me apetecían. Mi propósito era precisamente llevar a cabo lo que me había sido prohibido durante veintidós años: ver la mar, y tal vez comprar un balandro, un yate, o lo que quisiera. Pero las cosas no iban a suceder como yo deseaba. Fui a Boston a ver al abogado y después marché a Innsmouth. Me pareció un pueblo extraño. La gente no era cordial. Algunos me sonreían cuando se enteraban de quién era yo, pero en sus sonrisas había algo extraño y enigmático, como si supieran algo inconfesable de tío Sylvan. Afortunadamente, la finca de Innsmouth era la más pequeña de las dos. Saltaba a la vista que mi tío no se había ocupado mucho de ella. Se trataba de una vieja mansión lóbrega y sombría que, para sorpresa mía, resultó ser la casa solariega de mi familia, mandada construir por mi bisabuelo -el que estuvo dedicado al comercio con China- y habitada por mi abuelo durante buena parte de su vida. El nombre de Phillips despertaba aún una especie de temeroso respeto en aquel pueblo.
Mi tío Sylvan había pasado casi toda su vida en la otra finca. Tenía sólo cincuenta años cuando murió, pero últimamente había llevado una existencia muy similar a la de mi abuelo. Raramente se le veía, retirado en aquella casa que coronaba un promontorio rocoso situado en la costa, al norte de Innsmouth. No era lo que un amante de la belleza llamaría un casa encantadora, pero de todos modos tenía su atractivo, y por mi parte, lo capté inmediatamente. Desde el primer momento sentí como si aquella casa perteneciese a la mar. En ella resonaba siempre el Atlántico. Una muralla de árboles frondosos la aislaba de la tierra. En cambio, sus inmensos ventanales se abrían al océano. No era un edificio viejo como el otro. Tendría unos treinta años, según me dijeron, y había sido construido por mi tío, en el mismo solar donde se alzara otro más antiguo, que también había pertenecido a mi bisabuelo.
Era una casa de muchas habitaciones. De todas, la única que merece la pena recordar es el gran estudio central. Aunque el resto de la casa era de un sola planta y rodeaba a dicho salón central, éste tenía una altura de dos pisos por lo menos; sus paredes estaban cubiertas de libros y objetos curiosos, de tallas y esculturas de formas exóticas, de pinturas, de máscaras procedentes de distintas partes del mundo, en especial de las civilizaciones polinesia, azteca, maya, inca, y de antiguas tribus indias de las regiones nordoccidentales del continente americano. Era, pues, una colación fascinante, comenzada por mi abuelo y continuada por tío Sylvan. Una gran alfombra de artesanía, adornada con una extraña figura octópoda, cubría el centro del salón. Todos los muebles estaban situados entre las paredes y dicho centro. Nada había colocado sobre al alfombra.
Por lo demás, se observaba un extraño simbolismo en la decoración de la casa. Tejido en las alfombras -también en la que ocupaba el centro del estudio-, en los cortinajes, en los entrepaños, se repetía un motivo ornamental que parecía como un sello singularmente sorprendente: en el centro de un disco aparecía una representación rudimentaria del símbolo astronómico de Acuario, el portador de agua -acaso elaborada en edades remotas, cuando la forma de Acuario no era exactamente como es hoy- coronando los vestigios de una ciudad enterrada, contra la cual, en el centro exacto del círculo, se alzaba una figura indescriptible, a la vez reptil y pez, octópoda y semihumana, que, aunque en miniatura, pretendía representar un ser gigantesco e imaginario. Finalmente, en letras tan tenues que apenas podían leerse, el disco estaba circundado por unas palabras que no entendí, pero que tuvieron la virtud de remover algo en lo más profundo de mi ser:
Pb'glui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgh'nagl fhtagn
No me pareció extraño, en absoluto, que este curioso dibujo ejerciera sobre mí la más grande atracción desde el primer momento, aunque no entendiese su significado hasta más tarde. Igualmente inexplicable era el imperioso hechizo de la mar. Aunque jamás había puesto los pies en este sitio, experimenté una vivísima sensación de haber regresado a casa. Nunca en mi vida había pasado de Ohio, hacia el Este. Lo más cerca que estuve de la costa fue con ocasión de unas esporádicas excursiones al lago Michigan y al lago Hurón. Esta atracción innegable que sentía hacia la mar, la atribuí a una tendencia ancestral que me venía de familia. ¿No habían trabajado mis antepasados en la mar, y habían formado sus hogares junto a la costa? ¿y durante cuántas generaciones? Al menos, yo conocía dos, pero eran más. Generación tras generación, todos habían sido navegantes, hasta que, por lo visto, sucedió algo que determinó a mi abuelo a irse a vivir tierra adentro y apartarse de la mar en lo sucesivo, obligando a los demás a hacer lo mismo.
Hablo de esto porque su significado se me hizo manifiesto a la luz de lo que sucedió después, y quiero dejar constancia antes de que llegue la hora de reunirme con los míos. La casa y la mar me atraían; ambas constituían mi hogar. Incluso esta palabra cobraba más sentido en ellas que en la morada que tan felizmente compartiera con mis padres unos años antes. Era muy extraño. No obstante -y esto era más extraño aún-, no me lo parecía a mí. Al contrario, me resultaba lo más natural, y no me pregunté el por qué.
Al principio. no contaba con elementos de juicio para saber qué clase de hombre había sido mi tío Sylvan. Encontré un retrato suyo bastante antiguo, hecho sin duda por algún aficionado a la fotografía. Representaba a un joven tremendamente serio, de unos veinte años de edad, que, aun no careciendo de cierto atractivo, podía resultar desagradable a mucha gente, ya que su rostro sugería algo vagamente inhumano. Tal vez esta impresión provenía de su nariz un tanto aplastada, de su boca enorme, o de sus ojos extrañamente saltones, de basilisco. No encontré fotografías suyas más recientes, pero conocí a algunas personas que se acordaban de él, de cuando iba a Innsmouth, a pie o en coche, a hacer sus compras. Me enteré de esto un día en la tienda de Asa Clarke, donde fui a comprar provisiones para la semana.
-¿Es usted de los Phillips? -me preguntó el anciano propietario.
Le contesté que sí.
-¿Hijo de Sylvan?
-Mi tío no llegó a casarse.
-Ya... Eso decía él -replicó-. Entonces será usted hijo de Jared. ¿Cómo está su padre?
-Ha muerto.
-También, ¿eh?.. Era el último de su generación, ¿verdad? Y usted...
-Yo soy el último de la mía.
-Los Phillips, en tiempos, fueron grandes y poderosos por esta parte. Una familia muy antigua... Pero usted lo sabe mejor que yo.
Le dije que no. Venía del interior, y sabía muy poca cosa de mis antepasados.
-¿Es posible?
Me miró un instante casi con incredulidad. Bueno, los Phillips son tan antiguos como los Marsh. Las dos familias formaban una sociedad hace muchos años. Comerciaban con China. Los fletes salían de aquí y de Boston con destino a Oriente: Japón, China, las islas... y de allí traían... -aquí se detuvo; su rostro palideció ligeramente, y luego se encogió de hombros- muchas cosas, ¡muchas! -me miró perplejo-. Se va a quedar por aquí, ¿verdad? Le contesté que había heredado la residencia de mi tío, y que había tomado posesión de ella. Ahora andaba buscando personal de servicio.
-No encontrará -dijo moviendo la cabeza- La finca está demasiado lejos, y a la gente no le gusta. Si quedara alguno de los Phillips... -abrió los brazos con desaliento-. Pero casi todos murieron el año veintiocho, cuando el fuego y las explosiones. Sin embargo, quizá pueda encontrar a alguno de los Marsh que le eche una mano. No todos murieron aquella noche.
Esta referencia vaga y confusa no me inquietó entonces lo más mínimo. Lo único que me preocupaba era encontrar a alguien que me ayudara en los avíos de la casa.
-Marsh -repetí-. ¿Podría darme el nombre y la dirección de uno de ellos?
-Conozco a una -dijo pensativamente, y sonrió a continuación como para sus adentros.
Así conocí a Ada Marsh.
Tenía veinticinco años, pero había días en que parecía mucho más joven, y otros, mucho más vieja. Fui a la casa, la encontré, y le pedí que viniera a trabajar para mí. Resultó que tenía automóvil -un Ford viejísimo de modelo T- y que podía ir y volver; además, la perspectiva de trabajar en lo que llamaba ella el «refugio de Sylvan», pareció atraerla. En verdad, se mostró casi ansiosa por entrar a mi servicio, y me prometió que iría a casa aquel mismo día, si me hacía falta. No era una muchacha atractiva, pero, igual que en mi tío, encontré en ella un encanto que residía en aquello que precisamente habría disgustado a otros. Para mí, aquella boca inmensa de labios aplastados tenía cierta gracia, y sus ojos, innegablemente fríos, me parecían muy cálidos en ciertos momentos. Vino a la mañana siguiente. Al verla andar por la casa, comprendí que ya había estado antes en ella.
-No es la primera vez que viene usted por aquí, ¿verdad? -dije.
-Los Marsh y los Phillips son viejos amigos -dijo, y me miró como si yo tuviera la obligación de saberlo. Y en aquel momento, me invadió la sensación de que yo sabía que así era, en efecto.
-Muy, muy viejos amigos, señor Phillips. Tan viejos como la tierra misma, tan viejos como el portador del agua, y como el agua.
También ella era extraña. Me enteré de que había estado más de una vez en la casa como invitada del tío Sylvan. Ahora había accedido a venir a trabajar para mí, sin vacilar, y con una singular sonrisa en los labios -«tan viejos como el portador del agua, y como el agua»-, que me hizo pensar en el dibujo que tanto se repetía a nuestro alrededor. Pensándolo bien, creo que ésta fue la primera vez que se me ocurrió esta asociación, y experimenté una vaga sensación de inquietud.
-¿Ha oído, señor Phillips? -preguntó entonces.
-¿El qué?
-Si lo hubiera oído, no necesitaría que se lo dijera.
Pero su verdadero propósito no era trabajar para mí. Lo que ella quería era tener acceso a la casa. Lo descubrí un día que salí a buscar unos documentos, y la encontré entregada, no a su trabajo, sino a un registro minucioso y sistemático de la gran habitación central. La estuve observando un rato: cogía los libros y los hojeaba, separaba cuidadosamente los cuadros de las paredes, levantaba las esculturas de las estanterías... En una palabra, registraba en todas partes donde pudiese haber algo escondido. Volví a salir, di un portazo, y cuando entré de nuevo en el estudio, la vi dedicada a quitar el polvo, como si nunca hubiera hecho otra cosa. Mi primer impulso fue decírselo, pero pensé que sería mejor callar. Si buscaba algo, quizá lo encontrara yo antes que ella. Así que no le dije nada, y, cuando se fue aquella noche, empecé a registrar por donde ella lo había dejado. No sabía lo que buscaba, pero sí su tamaño, sobre poco más o menos, a juzgar por los sitios donde la había visto mirar. Debía de ser algo delgado, pequeño, no más grande que un libro.
-¿Sería un libro precisamente? Aquella noche me repetí cientos de veces esa misma pregunta.
Como es natural, no encontré nada, a pesar de que estuve buscando hasta medianoche. Lo dejé estar, rendido de cansancio, pero satisfecho: había registrado mucho más de lo que Ada registraría a la mañana siguiente. Me senté a descansar en una de las mullidas butacas alineadas junto a la pared, en aquella misma estancia, y entonces sufrí mi primera alucinación. La llamo así a falta de otra palabra mejor y más precisa. Me había quedado algo adormilado, cuando oí un ruido semejante a la apagada respiración de una bestia de grandes proporciones. Al instante se me quitó toda somnolencia, persuadido de que la casa misma, el peñasco entre el cual se asentaba, y la mar que bañaba las rocas al pie del acantilado, respiraban al unísono como las diferentes partes de un enorme ser vivo. Tuve entonces la misma impresión que he tenido otras veces al contemplar los cuadros de ciertos pintores contemporáneos -en especial los de Dale Nichols- que representan la tierra y sus relieves como si fueran partes de un hombre o una mujer dormidos. Entonces me dio la impresión, digo, de que me hallaba en el pecho, o en el vientre, o en la frente de un ser tan grande que me era imposible percibirlo en su inmensidad.
No recuerdo lo que duró esta impresión. Pensé en la pregunta de Ada Marsh: «¿Ha oído?» ¿Era a esto a lo que se refería? No me cabía duda de que la casa, y el peñasco que se servía de base, estaban tan vivos e inquietos como aquella mar que dejaba correr sus ondas hacia el horizonte de Oriente. Continué sentado, bajo el influjo de dicha ilusión, durante largo rato. ¿Temblaba la casa como si efectivamente respirara? Estaba convencido de que sí. De momento lo atribuí a algunas grietas de su estructura, y pensé que seguramente estos temblores y ruidos tendrían algo que ver con la aversión de aquellas gentes hacia este lugar. Al tercer día abordé a Ada Marsh en pleno registro.
-¿Qué busca usted, Ada? -pregunté.
Ella me miró con sumo candor. Debió comprender que ya la había visto registrar anteriormente.
-Su tío investigaba algo, y yo he creído que a lo mejor había descubierto lo que buscaba. A mí también me interesa. Y quizá a usted. Usted es como nosotros, es uno de los nuestros... como los Marsh y los Phillips de antes.
-¿Y qué es lo que busca?
-Puede ser un cuaderno de notas, un diario, unos papeles... -encogió los hombros-. Su tío me dijo muy poca cosa, pero yo lo sé. Se iba muy a menudo, y a veces estaba ausente durante largas temporadas. ¿Adónde? Tal vez había alcanzado su objetivo, porque jamás se iba por carretera.
-Tal vez pueda descubrirlo yo.
Negó con la cabeza.
-Usted no tiene idea. Usted es como... como un forastero.
-¿Pero me podría usted explicar algo?
-No. Nadie se atrevería a hablar de eso a una persona demasiado joven para comprender. No, señor Phillips, no le diré nada. No está usted preparado.
Aquello me hirió. Me sentí ofendido. Sin embargo, no quise despedirla. Su actitud era como de desafío.
II.
Dos días más tarde, di con lo que buscaba Ada. Los papeles de mi tío Sylvan estaban ocultos en un lugar donde Ada había mirado al principio: detrás de un estante de libros raros. Pero se hallaban guardados en un cajoncito secreto que abrí por pura casualidad. Allí encontré un diario, muchos recortes y varias hojas de papel cubiertas con la letra menuda de mi tío. Inmediatamente lo llevé todo a mi habitación y lo guardé, como si temiera que, a esas horas de la noche, pudiera venir Ada Marsh a arrebatármelos. Cosa absurda, porque no sólo no le tenía miedo, sino que me sentía atraído hacia ella, muchísimo más de lo que podía haberme imaginado la primera vez que la vi. Incuestionablemente, el descubrimiento de los papeles supuso un giro radical en mi existencia. Digamos que mis primeros veintidós años habían transcurrido, monótonos, como en un compás de espera, y que los primeros días de mi estancia en la residencia de tío Sylvan habían constituido como una fase de latencia, previa a mi acceso a un nuevo plano biológico. Mi mutación se desencadenó, sin duda, con el descubrimiento -y la lectura, evidentemente- de los papeles. Pero del primer párrafo donde se posaron mis ojos, no entendí ni una palabra: «Plataforma cont. sub. Extremo Norte Inns. extendiéndose curv. hasta aprox. Singapur. ¿Origen: Ponapé? A. supone R. en Pacífico, cerca Ponapé; E. sostiene que R. está cerca de Inns. Princ. autores lo suponen en las profundidades. ¿Podría ocupar R. totalmente la Plataforma Cont. de Inns. a Singapur?» Este era el primer párrafo. El segundo, era aún más desconcertante:
«C..., que aguarda soñando en R., es todo en todo y en todas partes. El está en R. (en Inns. y Ponapé), entre las islas y en lo más hondo. Los Profundos: ¿dónde tuvieron Obad. y Cyrus el primer contacto? ¿En .Ponapé o en una de las islas menores? ¿Y cómo? ¿En tierra, o bajo las aguas? Pero en el tesoro que acababa de encontrar, no había sólo notas de mi tío. Había también otros documentos con revelaciones aún más turbadoras, como por ejemplo, una carta del Rev. Jabez Lovell Phillips dirigida, hacía más de un siglo, a una persona que no nombraba. Decía así:
-Cierto día de agosto de 1797, el Cap. Obadiah Marsh, acompañado de su Primer Piloto Cyrus Alcott Phillips, comunicó que su barco, el Cory, había naufragado con toda su tripulación en las Marquesas. El Capitán y el Primer Piloto arribaron al puerto de Innsmouth en un bote de remos sin muestra alguna de sufrimiento ni fatiga, no obstante haber recorrido una distancia de varios miles de kilómetros en una embarcación prácticamente incapaz de realizar esa proeza. A partir de entonces, comenzó en Innsmouth una serie de sucesos que convirtieron al pueblo en un lugar maldito, en el curso de una generación. Surgió una raza extraña entre los Marsh y los Phillips, y cayó una maldición sobre sus descendencias. No se sabe de dónde salieron las mujeres que el Capitán y el Primer Piloto tomaron por esposas, pero dieron a luz una camada de seres endemoniados y prolíficos que nadie pudo contener, y contra la cual no me han valido mis plegarias al Señor. ¿Qué son esas bestias que salen de las aguas a retozar, en las altas horas de la noche? Algunos decían que eran sirenas, pero creer eso es necedad. ¿Qué habían de ser, sino las hordas malditas, engendradas por Marsh y por Phillips?...
No continué leyendo. Este lenguaje me llenaba de inquietud.
Volví a coger el diario de mi tío, y busqué la última anotación:
-R. está donde yo me figuraba. La próxima vez veré al propio C., aletargado en las profundidades, en espera del día de su resurgimiento.
Pero no hubo próxima vez para tío Sylvan, sino la muerte. Antes de esta última anotación había muchísimas más. Evidentemente, mi tío se había ocupado de cuestiones que estaban fuera de mis alcances. Hablaba de Cthulhu y R'lyeh, de Hastur y Lloigor, de Shub-Niggurath y Yog-Sothoth, de la Meseta de Leng, de los Fragmentos de Sussex, del Necronomicon, de la Galería de Marsh, del Abominable Hombre de las Nieves... Pero de lo que hablaba con más frecuencia, era de R'lyeh, del Gran Cthulhu -el «R.» y el «C.» de sus papeles- y de la búsqueda que él había llevado a cabo, la cual, como bien se deducía de sus escritos, tenía por objeto descubrir los refugios de esos seres o los seres que se refugiaban en esos refugios, que yo apenas si lograba distinguir los unos de los otros, según la forma con que él anotaba sus ideas. Desde luego, sus notas estaban redactadas para su uso personal, de forma que sólo él las entendería. Yo no tenía ningún marco de referencia al que poder recurrir.
Entre los documentos encontré también un mapa trazado con tosquedad por alguna mano más antigua que la de mi tío Sylvan, a juzgar por lo viejo y arrugado del papel. Este mapa me fascinaba, a pesar de no tener idea exacta de su importancia ni utilidad. Era una representación desmañada del mundo, pero no del mundo que conocía yo, no del mundo de los atlas geográficos, sino más bien de un mundo que sólo había existido en la imaginación de quien lo había trazado. En el corazón de Asia, por ejemplo, el artista había situado la «Mes. Leng»», y al norte de ésta, en el lugar que correspondía a Mongolia estaba «Kadath, en el Desierto de Hielo», zona que era definida como un «continuo tempo-espacial coextensivo». En el mar de Polinesia estaba indicada la «Galería Marsh», que sería (supuse yo) una grieta en el fondo del océano. También estaba señalado el Arrecife del Diablo, a cierta distancia de Innsmouth, así como Ponapé. Estos últimos puntos eran perfectamente reconocibles, pero los demás nombres geográficos de aquel mapa fabuloso eran absolutamente desconocidos para mí. Escondí mi botín en un lugar donde a Ada Marsh no se le ocurriría buscarlo, y regresé, pese a lo tarde que era ya, a la habitación central. Allí, como movido por un instinto, busqué sin vacilar en el estante tras el cual había descubierto los papeles. En él estaban algunos de los libros que mencionaba tío Sylvan en sus notas: los Fragmentos de Sussex, los Manuscritos Pnakóticos, los Cultes des Goules del conde d'Erlette, el Libro de Eibon, los Unaussprechlichen Kulten de Von Junzt, y muchos otros. Pero, ¡lástima!, la mayoría estaban en latín o en griego, lenguas que apenas dominaba yo, aun cuando, mal que peor, pudiera defenderme en francés o alemán. No obstante, descifré lo bastante de ésos como para sentir miedo de verdad, para sentir terror y, a la vez, una excitación no exenta de cierta euforia, como si mi tío Sylvan me hubiese legado, no sólo la casa y sus propiedades, sino también sus investigaciones, y una ciencia que ya era vieja millones de años antes de aparecer el hombre.
Aquella noche estuve leyendo hasta que el sol del nuevo día entró en la estancia haciendo palidecer las luces de las lámparas. Y así fue cómo supe de los Primigenios, que fueron los primeros en dominar los universos y de los Dioses Arquetípicos, que derrotaron a los rebeldes Primordiales. Entre estos Primordiales se contaban: el Gran Cthulhu, morador de las aguas; Hastur, que dormía en el Lago de Hali, en las Híadas; Yog-Sothoth, que es Todo-en-lo-Uno y Uno-en-el-Todo; Ithaqua, El Que Camina Sobre El Viento; Lloigor, El Que Pisa Las Estrellas; Cthugha, que habita en el fuego; el Gran Azathoth... y todos habían sido vencidos y expulsados a los espacios exteriores, donde esperarían el día remoto en que, con ayuda de sus seguidores, podrían alzarse para vencer a las razas humanas y someter a Los Dioses Arquetípicos. Y me enteré también del nombre de sus esbirros: Los Profundos, que poblaban los mares y las regiones acuáticas de la Tierra; los Dhols; el Abominable Hombre de las Nieves, habitante del Tíbet y la oculta Meseta de Leng; los Shantaks, que huyeron de Kadath, en el Desierto de Hielo, por mandato de El Que Camina Sobre El Viento, llamado Wendigo, pariente de Ithaqua. Y me enteré, también, de su rivalidad, una y múltiple a la vez. Todo eso leí, y más, bastante más, entre otras cosas, una colección de recortes de periódicos sobre sucesos misteriosos que tío Sylvan aducía como pruebas de la verdad de sus creencias. Por otra parte, en las páginas de los libros me tropecé, también, con la curiosa sentencia que adornaba las decoraciones de la casa de mi tío: Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah'nagl fhtagn. En más de uno de aquellos relatos, estaba traducida así: «En su morada de R'lyeh, Cthulhu muerto, sueña.»
Y las exploraciones de mi tío no tenían otro objeto, sin duda, que el de encontrar ¡el refugio subacuático de Cthulhu!
A la fría luz de la madrugada me esforcé por criticar mis propias conclusiones. ¿Acaso creía mi tío Sylvan en semejante maraña de fábulas? ¿O tal vez sus pesquisas no eran más que un modo de combatir su aburrimiento de hombre solitario? La biblioteca de mi tío era inmensa, abarcaba toda la literatura universal. Sin embargo, una sección de estanterías estaba dedicada exclusivamente a libros de temas esotéricos, a libros sobre creencias extrañas y hechos más extraños aún, inexplicables a la luz de la ciencia, a libros sobre religiones herméticas, casi desconocidas. Tenía, además, una abundante cantidad de álbumes con artículos recortados de periódicos y revistas, cuya lectura me produjo, a la vez, una sensación de miedo y una chispa de irresistible regocijo. En efecto, estos hechos, relatados de manera prosaica, constituían una prueba singularmente convincente a favor de los mitos en que creía mi tío. De todos modos, aquella mitología no constituía ninguna novedad. Todas las creencias religiosas, todos los mitos, cualquiera que sea la cultura a que pertenecen, poseen una cierta analogía en sus fundamentos. Siempre giran en torno a la lucha entre las fuerzas del Bien y las fuerzas del Mal. Este tema también formaba parte de las teorías de mi tío. Los Primigenios y los Dioses Arquetípicos -que, según lo que pude colegir, venían a ser lo mismo- representaban el Bien original. Los Primordiales representaban el Mal. Como sucede en muchas religiones, apenas se nombraba a los dioses benefactores, en este caso, a los Dioses Arquetípicos. En cambio, se citaba continuamente a los Primordiales, que aún eran adorados y servidos por multitud de seguidores esparcidos por toda la Tierra y los espacios interplanetarios. Los Primordiales no sólo combatían a los Dioses Arquetípicos, sino que luchaban también entre sí, en un empeño supremo por la dominación final. Eran, en suma, representaciones de las fuerzas elementales, y cada uno correspondía a un elemento: Cthulhu, al agua; Cthugha, al fuego; Ithaqua, al aire; Hastur, a los espacios siderales. Otros, representaban las grandes fuerzas primitivas: Shub-Niggurath, Mensajera de los Dioses, la fertilidad; Yog-Sothoth, el continuo tempo-espacial; Azathoth, en cierto modo, el principio del mal.
¿No resultaba, en definitiva, una mitología muy semejante a las demás? Los Dioses Arquetípicos pudieron convertirse, andando el tiempo, en la Trinidad de las religiones judeocristianas; los Primordiales, para la mayoría de los creyentes, se transformaron después en Satán y Belcebú, Mefistófeles y Azrael. Lo único que me inquietaba, era que existiesen a un tiempo los originales y sus copias. Pero tampoco esto tenía demasiada importancia, porque ya se sabe que en la historia de la humanidad se superponen continuamente distintos eslabones evolutivos de una misma creencia. Más aún: había ciertos datos que permitían suponer que los mitos de Cthulhu eran muy anteriores no sólo al cristianismo, sino incluso a las creencias de la antigua China y de los albores de la humanidad, habiendo logrado sobrevivir en determinadas regiones de la Tierra: entre los Tcho-Tcho del Tíbet y los yeti de las altas mesetas de Asia, así como entre ciertos seres extraños que habitaban en la mar, conocidos como los Profundos, híbridos anfibios, nacidos de antiguos apareamientos entre humanoides y batracios, o producto quizá de ciertas mutaciones aparecidas en el curso de la evolución humana. Tales mitos habían sobrevivido igualmente, de manera reconocible, en determinados símbolos religiosos muy posteriores: en Quetzalcoatl y otros Dioses aztecas, mayas e incas; en los ídolos de la Isla de Pascua, en las máscaras ceremoniales de los polinesios y los indios americanos de la costa noroccidental, donde aún persistían, como motivos ornamentales, formas tentaculares y octópodas, análogas a la que simbolizaba a Cthulhu. En resumen, podía decirse con seguridad que los mitos de Cthulhu eran antiquísimos.
Aun adscribiéndolos al reino de la pura teoría, me sentí abrumado por la tremenda cantidad de artículos que había recogido mi tío. Las prosaicas reseñas periodísticas contribuyeron no poco a hacerme dudar de mi escepticismo, por su tono aséptico y puramente informativo. Tales artículos, además, no procedían de la prensa sensacionalista, sino de revistas serias como el National Geographic. Total, que me quedé hecho un mar de confusiones. ¿Qué pudo haberle pasado a Johansen, con su barco Emma, sino lo que él mismo declaró? ¿Acaso cabía otra explicación? ¿Y por qué el gobierno americano envió destructores y submarinos para machacar con cargas de profundidad los alrededores del Arrecife del Diablo, frente al puerto de Innsmouth?** ¿Y por qué la policía detuvo a tantos vecinos de Innsmouth, a quienes no se volvió a ver nunca más? ¿Y el incendio que se declaró por toda la comarca costera, acabando con muchos otros? ¿Cómo explicar todo esto, si no era cierto que se habían descubierto extraños ritos entre gentes de Innsmouth que mantenían relaciones diabólicas con ciertos seres que habitaban en la mar, a los cuales se les veía en el Arrecife del Diablo, durante la noche? ¿Y que le sucedió a Wilmarth en la montañosa comarca de Vermont cuando, en el curso de sus investigaciones acerca de los cultos a los Arcaicos, se acercó demasiado a la verdad? ¿y qué fue de todos los escritores que habían tomado el asunto como pura ficción -Lovecraft, Howard, Barlow-, o lo habían enfocado de forma científica -como Fort-, cuando se hallaban a punto de desvelar el misterio? Murieron. Murieron, o desaparecieron como Wilmarth. Y casi todos de muerte prematura, cuando todavía eran jóvenes. Mi tío tenía sus obras, aunque de todos ellos, sólo Lovecraft y Fort las habían publicado en forma de libro. Los leí, y lo que decían me inquietó aún más, porque me pareció que las fantasías de H. P. Lovecraft se hallaban tan cerca de la verdad como los hechos -tan inexplicables para la ciencia- recogidos por Charles Fort. Aunque los relatos de Lovecraft fueran fantasías, se ceñían a los hechos -aun rechazando los recopilados por Fort- que subyacen bajo las creencias del género humano. En sí mismos, estos relatos eran cuasi míticos, como el destino final de su autor, cuya muerte prematura llegó a suscitar infinidad de leyendas que dificultaban aún más la tarea de esclarecer la verdad desnuda. Pero había llegado el momento, para mí, de ahondar en los secretos contenidos en los libros de mi tío, y de bucear en sus anotaciones y colecciones de artículos. Una cosa estaba clara: mi tío había creído en ello hasta el punto de emprender la búsqueda del reino sumergido -o de la ciudad sumergida- de R'lyeh. Yo no sabía si era reino ni ciudad, o si rodeaba la tierra desde la costa atlántica de Massachusetts hasta las Islas del Pacífico; pero sí sabía que era allí, donde había sido desterrado Cthulhu, muerto, y sin embargo, no muerto: «¡Cthulhu muerto, sueña!», decía más de un relato... en espera de que llegue el momento de rebelarse nuevamente contra el poderío de los Dioses Arquetípicos e imponer su dominio en el universo entero. Pues, ¿acaso no es cierto que, si triunfa el mal, se convierte en ley de vida, y entonces es justo combatir el bien? ¿Acaso no es la mayoría la que impone la norma, y que en ella no cabe lo anormal o, como dice la humanidad, el mal, lo abominable?
Mi tío había buscado R'lyeh, y había descrito sus investigaciones de manera sobrecogedora. Había descendido a las profundidades del Atlántico, desde esta casa suya que se asoma a la costa, hasta el Arrecife del Diablo y aún más allá. Pero no decía qué medios había empleado. ¿Había utilizado un equipo de buzo? ¿Acaso una batisfera? Por la casa no descubrí el menor rastro de aparatos de sumersión. Sus largas ausencias, por otra parte, se debían a estas exploraciones. Y con todo, no citaba en absoluto sus aparatos, ni éstos habían aparecido entre sus bienes. Si R'lyeh era el objeto de los afanes de mi tío, ¿qué pretendía Ada Marsh? Tenía que averiguarlo. Para ello, dejé al día siguiente algunas notas de mi tío sobre la mesa de la biblioteca. Me las arreglé para poder vigilarla en el momento en que las descubriera. Su reacción no dejó lugar a dudas: lo que ella buscaba era lo que yo había encontrado. Ada Marsh conocía la existencia de esos papeles. Pero, ¿cómo? Entré. Antes de que pudiera abrir la boca, me abordó.
-¡Los ha descubierto! -exclamó.
-¿Cómo sabía usted que existían?
-Porque conocía sus trabajos.
-¿Su búsqueda?
Afirmó con la cabeza.
-No es posible que crea usted en esas cosas -protesté yo.
-¡Cuidado que es usted estúpido! -exclamó coléricamente-. ¿No le dijeron nada sus padres? ¿Ni su abuelo? ¿Cómo ha podido vivir en la ignorancia?
Se acercó a mí y me arrojó los papeles.
-¡Déjeme ver los demás!
Hice un signo negativo.
-¡Por favor! A usted no le son de utilidad -insistió.
-Eso ya lo veremos.
-Dígame entonces si él había... si había iniciado sus exploraciones.
-Sí. Pero no sé cómo. No hay ni rastro de escafandra ni de bote.
Al oír estas palabras me lanzó un mirada desafiante, y a la vez, de desprecio y de lástima.
-¡Ni siquiera ha leído usted todos sus papeles! ¡No ha leído los libros tampoco!... ¡Nada! ¿Sabe lo que tiene a sus pies?
-¿La alfombra? -pregunté perplejo.
-No, no... el dibujo. Está en todas partes. ¿No sabe usted por qué? ¡Porque es el gran sello de R'lyeh! Lo descubrió hace años, y tuvo el orgullo de ponerlo en su propia casa, como blasón! ¡Está usted encima de lo que busca! Busque usted un poco más, y encontrará su anillo.
III.
Después de marcharse Ada Marsh, volví a los escritos de mi tío. No los dejé hasta mucho después de medianoche, cuando los hube leído casi todos, algunos de ellos con especial atención. Me resultaba difícil creer aquello, a pesar de que mi tío no sólo lo había escrito íntimamente convencido de su veracidad, sino que además parecía haber tomado parte en algunos de los hechos que describía. Desde temprana edad se había dedicado a la busca del reino sumergido, y había profesado una abierta devoción a Cthulhu; lo más escalofriante era que en sus anotaciones figuraban veladas alusiones a ciertos encuentros, que unas veces tuvieron lugar en las profundidades del océano, y otras, en las calles de Arkham, ciudad envuelta en misteriosas leyendas, cuyos tejados y buhardillas se alzan tierra adentro, a orillas del río Miskatonic, ya cerca de Innsmouth y Dunwich. Al parecer, los ciudadanos de Arkham, que según algunos no eran enteramente humanos, creían lo mismo que mi tío y, como él, se habían vinculado a ese mito que resucitaba de un pasado remoto. Y no obstante, pese a mi escepticismo, yo sentía también una sombra de credulidad irreprimible. Mi razón vacilaba entre las extrañas insinuaciones de sus notas, ante aquellos apuntes llenos de abreviaturas y elipsis, que sólo él podía entender con claridad, y que no detallaba por tratarse de temas para él de sobra conocidos. Así, aludía a las bodas profanas de Obadiah Marsh y «otros tres» (¿quizá algún Phillips entre ellos?), al descubrimiento de unas fotografías de algunas mujeres de la familia Marsh: la viuda de Obadiah -de rostro singularmente aplastado, piel excesivamente morena, boca enorme y labios finos-, y sus hijas, que casi todas habían salido a la madre... También me llenaban de inquietud las extrañas alusiones a la forma en que caminaban, como a saltos, «los descendientes de aquellos que se salvaron del naufragio del Cory», como decía textualmente tío Sylvan. No había posibilidad de equivocarse respecto al significado de sus notas: Obadiah Marsh se había casado en Ponapé con una mujer que no era polinesia, aunque vivía allí, y que pertenecía a una raza marina semihumana; sus hijos, y los hijos de sus hijos, nacieron con el estigma de ese matrimonio, lo que más tarde tuvo como consecuencia la hecatombe de 1928, en la que perdieron la vida tantísimos miembros de las viejas familias de Innsmouth. Aunque mi tío refería de pasada estos detalles, detrás de sus palabras palpitaba el horror y aún resonaba el eco del desastre.
En efecto, las personas que mencionaba en sus escritos estaban siempre aliadas a los Profundos, y eran, como éstos, criaturas anfibias. No decía si esa mancha hereditaria se había extendido mucho o poco, ni especificaba qué tipo de relación había entre él y esas criaturas. Ni el capitán Obadiah Marsh, ni Cyrus Phillips, ni tampoco los otros dos tripulantes que se habían quedado en Ponapé, poseían los rasgos típicos de sus mujeres y sus hijos. Pero era imposible averiguar si el estigma se mantenía después de la primera generación. ¿Se refirió a eso Ada Marsh, cuando me dijo: «¡Usted es de los nuestros!»? ¿O aludía a un secreto más sombrío todavía? Probablemente, la aversión que sentía mi abuelo a la mar era debida a que conocía las hazañas de su padre. Al menos él, había conseguido eludir su tenebroso destino hereditario. Pero los escritos de mi tío eran, por una parte, demasiado vagos para poder sacar una idea coherente de todo el asunto, y por otra, demasiado ingenuos para convencer plenamente. Lo que más me inquietó desde el primer momento, fueron sus repetidas alusiones a que su casa era un «abrigo»», un «punto» de contacto, un «acceso a lo que está debajo». En sus primeras anotaciones encontró también frecuentes consideraciones sobre la «respiración» de la casa y de la punta rocosa sobre la cual se elevaba, pero más adelante no volvió a hacer ninguna otra referencia a estas cuestiones. Sus notas eran oscuras y difíciles, tremendas y maravillosas. Me llenaban de terror y, a la vez, de una colérica incredulidad mezclada, contradictoriamente, a un vivo deseo de creer y de saber.
Indagué por todas partes, pero sin resultado. La gente de Innsmouth era recelosa. Algunas personas me esquivaban declaradamente. Otras, cambiaban de acera al verme venir; en el barrio italiano, se santiguaban de manera descarada, como si vieran al diablo. Nadie quiso darme información alguna. Tampoco pude hacer uso de libros y crónicas locales en la biblioteca pública porque, según me dijo el bibliotecario, habían sido confiscados en su mayoría por el Gobierno a raíz del incendio y las explosiones de 1928. Busqué en otras partes. En Arkham y Dunwich conocí secretos aún más sombríos; en la gran biblioteca de la Universidad del Miskatonic descubrí, por fin, la fuente y origen de todos los libros de saber oculto: el casi mítico Necronomicon, del árabe loco Abdul Alhazred, libro que sólo me fue permitido manejar bajo la estrecha vigilancia de un auxiliar bibliotecario. Unas dos semanas después de haber descubierto los papeles de mi tío encontré la sortija. La encontré donde menos habría imaginado, y, sin embargo, era un sitio bien lógico: en un paquete de objetos personales remitido por la empresa de pompas fúnebres, que estaba guardado en un cajón del escritorio. El anillo era de plata maciza, y tenía montada una piedra de color lechoso que parecía una perla -aunque no lo era-, y en su superficie llevaba grabado el sello de R'lyeh.
La examiné atentamente. A primera vista no tenía nada de extraordinario, salvo su tamaño. Sin embargo, el hecho de llevarla puesta traía consigo efectos inimaginables: apenas me la hube colocado en un dedo, cuando sentí como si ante mí se abrieran dimensiones nuevas, o como si los horizontes habituales retrocediesen ilimitadamente. Todos mis sentidos se aguzaron. Lo primero que noté a este respecto, fue el susurro de la casa y el peñasco, acompasado ahora al blando movimiento de la mar. Era como si la casa y la roca se elevaran y descendieran con las olas. Incluso me parecía oír el rítmico vaivén del agua bajo el mismo edificio. Al mismo tiempo, y tal vez esto tenía mayor importancia, cobré conciencia de un luminoso despertar psíquico. Gracias a la sortija, percibí la opresiva existencia de unas fuerzas invisibles incalculablemente poderosas, que tenían la casa de mi tío como punto focal. En una palabra, notaba como si yo atrajese las inmensas fuerzas elementales que me rodeaban, como si se precipitasen sobre mí hasta convertirse en una isla azotada por una mar embravecida, batida por un torbellino de huracanes. Me sentí desgarrado, próximo a la desintegración, hasta que, por último, y casi con alivio, oí el sonido de un voz horrible, animal, que se elevaba en un ulular espantoso. No provenía de la mar ni del cielo, sino de las profundidades de la tierra: ¡de debajo de la casa!
Me arranqué la sortija del dedo y, en el acto, todo se calmó. La casa y el peñasco volvieron a su quietud y soledad. Los vientos y las aguas que habían estremecido el mundo se apaciguaron, y se extinguió todo rumor. La voz se acalló, restableciéndose el silencio. Mi vivencia extrasensorial había terminado, y nuevamente pareció como si las cosas recobraran su primitiva actitud de espera. La sortija de mi tío era, pues, un talismán, clave de su sabiduría y acceso a otras regiones del ser. Gracias a la sortija descubrí el camino que había seguido mi tío para llegar a la mar. Yo llevaba mucho tiempo buscando un sendero que bajase hasta la playa, pero no descubrí ninguno que mostrara señales de uso constante. Sin embargo, había algunos caminos que descendían por el declive acantilado; en determinados puntos, habían excavado unos peldaños, de forma que se pudiera llegar hasta el borde del agua desde la casa misma, situada en lo alto del promontorio. Pero no había sitio para varar una embarcación, y el agua allí era profunda. En aquel paraje me bañé varias veces, con una sensación de goce casi irracional, tan grande era el placer que me daba el nadar. Pero había muchas rocas, y la playa quedaba demasiado lejos del promontorio para cubrir la distancia a nado, a menos que se tratara de un buen nadador como -para asombro mío- comprobé que era yo. Tenía intención de preguntar a Ada Marsh acerca de la sortija. Fue por ella por quien supe de su existencia; pero desde el día en que me negué a cederle los papeles de mi tío, no había vuelto a aparecer por la casa. Lo cierto es que a veces la había sorprendido merodeando por los alrededores, o había descubierto su coche estacionado junto a una carretera que pasaba relativamente cerca de mi finca, tierra adentro. Un día fui a Innsmouth a buscarla, pero no estaba en su casa. Al preguntar por ella, la mayoría de la gente me manifestó abierta hostilidad y recelo; en cambio, hubo quienes me dirigían curiosas miradas, tímidas, aunque llenas de un significado que yo no supe interpretar. Cuando me miraban así, sistemáticamente se trataba de unos tipos mal vestidos y andar bamboleante que vivían en el barrio marinero.
De modo que no fue Ada Marsh quien me ayudó a encontrar el camino que llevaba a mi tío hasta la mar. Un día me puse la sortija y, atraído por el agua, decidí bajar hasta la orilla, cuando me di cuenta al cruzar la gran habitación central de que me era virtualmente imposible salir de ella; era como si todo el salón tirase del anillo. Dejé de debatirme al notar que empezaba a manifestarse una gran fuerza psíquica, y me quedé inmóvil, en espera de que ésta me guiara. Así, pues, cuando me sentí impulsado hacia cierta figura labrada en madera, singularmente repulsiva, que representaba un híbrido espantoso de batracio y se hallaba fija en un pedestal adosado a una de las paredes del salón, cedí al influjo, me acerqué, la agarré, empujé y tiré de ella, y finalmente traté de hacerla girar a derecha e izquierda. Al moverla hacia la izquierda, cedió. Inmediatamente se oyó un crujido de cadenas, un rechinar de mecanismos, y toda la sección del suelo que estaba cubierta por la alfombra con el sello de R'lyeh, se levantó como una trampa enorme. Me acerqué asombrado. El pulso me latía aceleradamente por la excitación. Me asomé al pozo y vi una gran profundidad, oscura y bostezante, por la que descendían en espiral unos peldaños labrados en la sólida roca sobre la cual se asentaba la casa. ¿Conducían hasta el agua? Cogí al azar un tomo de las obras de Dumas, y lo dejé caer. Escuché atento unos momentos, hasta que se oyó un chapuzón distante.
Entonces, con mucha prudencia, bajé por la interminable escalera, sintiendo cada vez más fuerte el olor a mar. ¡No era extraño que se sintiera la mar dentro de casa! Continué mi descenso. El ambiente se hizo frío y húmedo, hasta que finalmente noté que las paredes y los escalones estaban mojados, y oí el incesante movimiento del agua, el chapoteo de la mar que entraba en la roca por alguna grieta. Por último, llegué al final de la escalera y vi que me encontraba en el borde mismo del agua, en una caverna tan grande que en ella habría cabido la misma casa. Efectivamente, éste, y no otro, era el camino que mi tío había empleado hasta la mar. Pero entonces me quedé más desconcertado que nunca: aquí tampoco había rastro alguno de bote ni equipo de buceo, sino huellas de pies únicamente... A la luz de las cerillas, aún descubrí algo más: unas señales largas, unos rastros espumajosos, como si algún ser monstruoso hubiese descansado en el piso de la caverna. Me hicieron pensar con la carne de gallina, en las estatuillas y bajorrelieves de Polinesia, del gran salón central, coleccionados por tío Sylvan y otras personas de mi familia.
No sé el tiempo que permanecí en ese lugar. Allí, al borde del agua, con el sello de R'lyeh en mi dedo, percibí en la profundidad de las aguas un rebullir de vida que provenía no de la misma caverna, sino del exterior, o sea de la mar abierta, lo que me hizo pensar en la existencia de alguna comunicación. Esta comunicación estaría bajo la superficie ya que, como pude comprobar a la luz de las cerillas, las paredes de la caverna eran de sólida roca sin grietas ni hendiduras. Por consiguiente, tenía que haber una comunicación con la mar y yo debía encontrarla sin demora. Subí de nuevo las escaleras, cerré la abertura, cogí el coche y salí rápidamente para Boston. Volví ya de noche con una escafandra y una botella de oxígeno, dispuesto a sumergirme al día siguiente. No me quité ya la sortija, y aquella noche soñé con remotas edades de sabiduría, con ciudades que se alzaban en fabulosos rincones de la tierra: la desconocida Antártida, las regiones montañosas del Tíbet, las insondables profundidades de la mar... Soñé que me movía entre moradas de fantástica belleza, junto con otros individuos de mi especie. Teníamos por aliados a unos seres de pesadilla, criaturas cuyo aspecto me habría helado la sangre a la luz del día. En ese mundo nocturno estábamos todos reunidos por una sola razón: servir a los Grandes, de quienes formábamos el séquito. Pasé la noche entera soñando otros mundos, otras manifestaciones de vida, y experimentando sensaciones nuevas e increíbles, ante unos seres provistos de tentáculos que exigían de nosotros obediencia y sumisión religiosa. A la mañana siguiente me desperté agotado y, no obstante, lleno de alborozo, como si hubiera vivido aquellos sueños en la realidad, y me sintiera aún en posesión de un vigor inimaginable, dispuesto a soportar con alegría las duras pruebas que había de pasar.
Pero me encontraba en el umbral de un descubrimiento aún mayor.
Al atardecer del día siguiente me puse la escafandra y las aletas, me coloqué las botellas de oxígeno, y descendí a la caverna. Aun ahora me resulta difícil hablar de lo que me sucedió a continuación sin llenarme de asombro. Me sumergí con mucha precaución en aquellas aguas, busqué el fondo hasta encontrarlo, me orienté hacia el exterior y me adentré por una grieta cuya altura era más del doble que la de una persona. De pronto, llegué a su desembocadura y de allí, sin más, me lancé al vacío y comencé a descender hacia el fondo del océano a través de un mundo gris verdoso de rocas y arena, de vegetación acuática que ondeaba y se retorcía bajo la luz difusa de las profundidades. Empecé a sentir la presión del agua, y me pregunté si no sería excesivo el peso de las botellas y la escafandra a la hora de subir. Tal vez me viese obligado a buscar una rampa costera que me ayudara a llegar hasta la orilla, y entonces apenas tendría tiempo para realizar mi inspección. A pesar de todo, continué adelante, alejándome de la costa de Innsmouth en dirección Sur. De repente me di cuenta de algo horrible y es que, aun en contra de mi voluntad, avanzaba como atraído por un influjo. Las botellas no tardarían en agotarse y si me alejaba demasiado de la costa, no podría llenarlas antes de regresar. Sin embargo, me era imposible cambiar el rumbo que llevaba mar adentro. Era como si una fuerza me obligara a seguir avanzando, a alejarme invariablemente de la costa, a bajar la suave pendiente que arrancaba del pie de la punta rocosa de la casa en dirección Sudeste. Continué en esta dirección sin detenerme, a pesar de sentirme cada vez más sobrecogido por el pánico... Era preciso dar media vuelta, tenía que emprender el camino de regreso. Para nadar hasta la boca de la gruta sería necesario un esfuerzo casi sobrehumano. Y ahora que el aire estaba a punto de terminarse, sería casi imposible llegar al pie de la escalera secreta, si no volvía inmediatamente.
Había algo, empero, que no me permitía volver. Seguí avanzando como dominado por una voluntad superior que anulaba la mía propia. No tenía alternativa, había de seguir; cada vez me iba sintiendo más alarmado, y más violentamente me debatía entre lo que deseaba y lo que me sentía obligado a hacer. El oxígeno disminuía por segundos. Varias veces me elevé nadando vigorosamente. Pero a pesar de que no sentía la fatiga de nadar -en efecto, lo hacia casi con milagrosa facilidad-, siempre regresaba al fondo del océano y tomaba nuevamente el mismo rumbo. En una ocasión me detuve a mirar alrededor. Traté en vano de escudriñar aquellas profundidades. Me dio la impresión de que me seguía un enorme pez verdoso y pálido que me hizo pensar en una sirena porque me pareció verle como una cabellera flotante. Pero poco después se perdió entre las rocas y las tupidas algas de aquel paraje. No me entretuve demasiado. En seguida me sentí forzado a continuar, hasta que por último me di cuenta de que el oxígeno tocaba a su fin. Mi respiración se hizo más trabajosa, luché desesperadamente por nadar hacia la superficie, pero lo único que conseguí fue perder el equilibrio y caer por un tremenda grieta que se abría en el fondo del océano. Unos segundos antes de perder el conocimiento, vi de nuevo la sombra del gran pez que me seguía. Se lanzó velozmente sobre mí y noté que unas manos manipulaban mi escafandra y mis botellas... No era un pez ni una sirena: ¡Era el cuerpo desnudo de Ada Marsh, con sus largos cabellos ondeantes, que nadaba con la soltura y facilidad de un habitante del océano!
IV.
Lo que siguió a esta visión casi de ensueño fue lo más increíble de todo. Casi inconsciente, sentí que Ada Marsh me arrancaba la escafandra y las botellas, y las arrojaba a la grieta. Luego, poco a poco, fui recuperando el conocimiento. Ada Marsh me arrastraba con sus dedos fuertes y robustos, nadando, no hacia la superficie, sino hacia adelante. Y descubrí que yo podía nadar con la misma facilidad que ella, y como ella, abría y cerraba la boca como si respirara a través del agua... ¡y así era, en efecto! Sin sospecharlo, poseía un don ancestral que ponía ahora a mi alcance todas las inmensas maravillas de la mar... ¡podía respirar sin necesidad de salir a la superficie! ¡Era anfibio! Ada avanzaba delante de mí, y yo la seguía. Yo era veloz, pero ella lo era más. Ya no caminaba pesadamente por el fondo del océano, sino que cruzaba el agua impulsado por unos brazos y unas piernas que estaban hechos para nadar. Sentí el gozo triunfal e incontenible de moverme libremente en el agua, hacia una meta que vislumbraba vagamente. Ada me señalaba el camino, yo la seguía de cerca, mientras allá arriba, en el mundo de los hombres, el sol se hundía en el ocaso, moría el día, se apagaba el resplandor del horizonte, y la luna, como una hoz, encendía la última luminaria de la tarde.
A esa hora subimos a la superficie, a lo largo de una pared rocosa que acaso pertenecía a la costa o a una isla. Cuando salimos a flote, vi que estábamos lejos de tierra, junto a un arrecife que emergía de la mar y desde el cual se podían ver las luces parpadeantes de un puerto lejano. Miré en torno, buscando con los ojos a Ada Marsh. La vi a la luz de la luna y me senté en la roca, a su lado. Entre nosotros y la costa, se balanceaban las sombras de unos botes. Entonces supe dónde estábamos: en el Arrecife del Diablo, frente a Innsmouth, donde una vez, antes de la desastrosa noche de 1928, nuestros antecesores habían confraternizado con sus hermanos de las profundidades.
-¿Cómo pudiste ignorarlo? -preguntó Ada-. Has estado a punto de morir asfixiado. Si no llego a seguirte...
-Nunca tuve ocasión de enterarme.
-¿Cómo crees que salía tu tío a explorar, más que así?
Lo que buscaba tío Sylvan era lo mismo que buscaba ella. Ahora, lo buscaría yo también. Encontraríamos primero el sello de R'lyeh, y después, al que duerme y sueña en las profundidades, al ser cuya llamada había sentido en mí: el gran Cthulhu. Ada estaba segura de que R'lyeh no se hallaba frente a Innsmouth. Y para demostrarlo, me condujo de nuevo a las simas que se abren al pie del Arrecife del Diablo. Allí me enseñó las grandes construcciones megalíticas -ahora en ruinas, como consecuencia de las cargas de profundidad arrojadas en 1928- donde, muchos años antes, los primeros Marsh y Phillips había mantenido contacto con los Profundos. Y nadamos entre las ruinas de la que en tiempos fuera gran ciudad, y entre ellas vi al primero de los Profundos, y su visión me llenó de horror. Era una caricatura grotesca de un ser humano en forma de rana; nadaba con unos movimientos exagerados, idénticos a los de los batracios. Se nos quedó mirando descaradamente con sus ojos abultados, sin ningún miedo, pues reconocía en nosotros a sus hermanos del exterior. Seguimos descendiendo entre monolitos, hasta llegar al piso del océano. La destrucción había sido enorme allí. De ese mismo modo habían sido derruidas otras ciudades submarinas, merced al empeño de un reducido numero de hombres determinados a evitar el regreso del gran Cthulhu.
Después, subimos y regresamos a la casa del promontorio, donde Ada había dejado sus ropas. Allí hicimos un pacto que nos uniría mutuamente, y proyectamos un viaje a Ponapé para continuar nuestra búsqueda. A las dos semanas salimos con rumbo a Ponapé en un barco fletado, cuya tripulación ignoraba por completo el objeto del viaje. Confiábamos en el éxito; teníamos la esperanza de encontrar lo que buscábamos en alguna de las islas de Polinesia no registradas en las cartas de navegación. Y una vez hallado, nos uniríamos para siempre con nuestros hermanos de la mar, con los servidores que aguardan el día de la resurrección, cuando Cthulhu, y Hastur, y Lloigor, y Yog-Sothoth, se levanten de nuevo para vencer a los Dioses Arquetípicos en la titánica lucha que ha de venir. En Ponapé establecimos nuestro cuartel general. Unas veces partíamos directamente desde allí para investigar; otras, zarpábamos en nuestro barco haciendo caso omiso de la curiosidad de los tripulantes. Registramos las aguas y en algunas ocasiones, tardamos varios días en volver. Mi metamorfosis no tardó mucho tiempo en completarse. No me atrevo a decir cómo ni de qué nos alimentábamos en aquellas expediciones submarinas. Una vez cayó al agua un gran avión de una línea comercial..., pero eso no sucedió más que una sola vez. Baste decir que sobrevivíamos, que hice cosas que sólo un año antes me habrían parecido propias de bestias, que únicamente nos impulsaba a seguir adelante la urgencia de nuestra búsqueda, y que nada nos importaba, sino vivir y alcanzar la meta que nos habíamos propuesto.
¿Cómo describir lo que vimos, y pedir después que se me crea? Encontramos las grandes ciudades del fondo oceánico. La más grande de todas, la más antigua, se hallaba frente a la costa de Ponapé. En ella pululaban los Profundos. Y entre las torres y las grandes lajas, entre alminares y cúpulas, paseamos días y días en aquella ciudad sumergida, casi perdida en medio de la vegetación submarina. Allí vimos cómo vivían los Profundos, confraternizamos con extraños seres acuáticos cuyo aspecto general recordaba a los pulpos, luchamos a menudo contra los tiburones, y sólo vivimos para servir a Aquel cuya llamada se oye en las profundidades, aunque no se sepa dónde yace y sueña con el día en que haya de volver. Nuestras continuas exploraciones de ciudad en ciudad, de edificio en edificio, siempre a la busca del gran sello bajo el que yace El, transcurrían en un ciclo interminable de días y noches. Seguíamos adelante, animados por la esperanza y la acuciante urgencia de nuestro objetivo, que vislumbrábamos ante nosotros más cercano cada vez. El tiempo transcurría monótono. Sin embargo, cada día era diferente del anterior, y nadie podía predecir lo que nos depararía el siguiente. Cierto es que el barco que habíamos fletado no nos resultaba tan cómodo como habíamos pensado, ya que nos veíamos obligados a alejarnos de él en bote y buscar la costa de alguna isla que nos ocultara, para sumergirnos subrepticiamente hasta el fondo. Todo esto nos disgustaba. A pesar de las precauciones, los componentes de la tripulación hacían más preguntas cada vez, convencidos de que andábamos detrás de algún tesoro escondido y dispuestos a exigirnos su parte, de modo que se nos hacía difícil evitar sus preguntas y acallar sus crecientes sospechas.
Tres meses duraba ya nuestra busca, cuando hace dos días soltamos el ancla frente a una isla de roca negra, deshabitada, bastante apartada de las demás. Carecía de vegetación y su aspecto era yermo y desolado como si hubiera sido arrasada por un incendio. En efecto, parecía un solevantamiento geológico de roca basáltica, que en algún tiempo debió de emerger a gran altura sobre las aguas, pero que sin duda había sufrido intensos bombardeos durante la pasada guerra. Dejamos el barco, dimos la vuelta a la isla negra y nos zambullimos. También allí había una ciudad sumergida, igualmente en ruinas por la acción del enemigo. Pero aun en ruinas, la ciudad no estaba deshabitada, y debido a su gran extensión, se veían bastantes zonas no dañadas. Y allí, en uno de los enormes edificios monolíticos, en el más grande y más antiguo, descubrimos lo que íbamos buscando. En el centro de una inmensa nave de techo más alto que el de una catedral, había una gran losa en cuya superficie se veía tallada la figura que había servido de modelo a los blasones de la residencia de mi tío: ¡el Sello de R'lyeh! Y recogidos ante él, oímos un ruido que brotaba de abajo, como el movimiento de un cuerpo tremendo y amorfo, inquieto como la mar, agitado por los sueños... Comprendimos que había llegado al final. Ahora podríamos dedicar una vida inmortal al servicio de Aquel Que Volverá a Levantarse, del que mora en las profundidades, del que sueña en los abismos y cuyos sueños significan el dominio de la tierra y de todos los universos, pues El necesitará de Ada Marsh y de mí para aplacar su indigencia hasta que suene la hora de su resurrección.
Escribo a bordo de nuestro barco. Es tarde ya. Mañana bajaremos otra vez, y buscaremos la forma de levantar el sello. ¿Fueron de verdad los Dioses Arquetípicos quienes precintaron la morada del Gran Cthulhu para impedir su regreso? ¿y nos atreveremos nosotros a hacer saltar el sello y comparecer ante la presencia de El Que Duerme allí? No estaremos solos Ada y yo; pronto habrá otro más, nacido ya en su elemento natural, para guardar y servir al Gran Cthulhu. Porque hemos oído su llamada y hemos obedecido, no estamos solos. Otros hay que vienen desde todos los rincones del mundo, nacidos también del apareamiento de los hombres con las mujeres de la mar, y pronto las aguas serán nuestras por entero, y después la Tierra toda, y más. Y gozaremos del poderío y la gloria para siempre.
Suelto aparecido el 7 de noviembre de 1947 en el Times de Singapur:
La tripulación del barco Rogers Clark ha sido puesta hoy en libertad, después de haber sido detenida con motivo de la desaparición del señor Marius Phillips y de su esposa, que habían fletado la citada embarcación para realizar ciertas investigaciones en las islas de Polinesia. El señor y la señora Phillips fueron vistos por última vez en las proximidades de un islote situado, más o menos, a 47° 53' latitud Sur, y 127° 37' longitud Oeste. Se habían alejado en bote, y abordaron la isla por la orilla opuesta a la que estaba fondeado el barco. Al parecer, del islote se lanzaron al agua, según varios miembros de la tripulación, quienes afirman haber presenciado un asombroso movimiento de agua en aquella parte de la isla. El capitán, que estaba en el puente junto con el primer piloto, declaró que ambos vieron cómo su patrón y su esposa eran lanzados al aire por un géiser, y cómo se sumergieron después. No volvieron a aparecer, aunque el barco estuvo aguardándoles varias horas. Al registrar la isla, hallaron las ropas de ambos esposos en el bote. En el sucucho de proa encontraron un manuscrito fantástico con pretensiones de veracidad, pero que, naturalmente, sólo contiene hechos ficticios. El capitán Morton dio parte a la policía de Singapur. No se ha encontrado rastro alguno del matrimonio Phillips...
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