viernes, 25 de marzo de 2011
EL CASO DE CHARLES DEXTER WARD
Título original :"The Case of Charles Dexter Ward" (1927)
No se publicó en vida de Lovecraft.
Primera edición en castellano: H.P. Lovecraft: Obras escogidas (selección de José A. Llorens Borrás, traducción de José M. Aroca).Barcelona. Ediciones Acerbo, 1966.
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jueves, 24 de marzo de 2011
RELIQUIA DE UN MUNDO OLVIDADO
En colaboración con Hazel Heald
Título original :"Out of the Aeons" (1933)
En algunass traducciones como Fuera del tiempo o Más allá de los eones
Publicada en Weird Tales, 25, No. 4 (Abril de 1935)
Primera edición en castellano: Los mitos de Cthulhu (selección y notas de Rafael Llopís). Madrid.Alianza Editorial, 1969.
(Manuscrito hallado entre los papeles del fallecido Richard H. Johnson, doctor en Filosofía, miembro del Cabot Museum de Arqueología de Boston, Mass.)
I
No es probable que nadie de Boston -ni los lectores asiduos de cualquier otro lugar- olvide el extraño caso del Cabot Museum. La publicidad que dieron los periódicos a esa momia infernal, las antiguas y terribles leyendas vagamente relacionadas con ella, la morbosa oleada de interés, y los cultos que nacieron en torno suyo durante el año 1932, junto con el espantoso final de los dos intrusos, ocurrido el día primero de diciembre de aquel año, fueron circunstancias que dieron lugar a uno de esos misterios clásicos que se perpetúan a través de las generaciones como tema de tradición popular, y llegan a convertirse en el núcleo de auténticos ciclos mitológicos de terror.
Todo el mundo parece darse cuenta, además, de que se ha suprimido algo muy vital, algo espantoso, de las informaciones ofrecidas al público sobre su horrible desenlace. Las alusiones que se hicieron en un principio acerca del estado de uno de los dos cuerpos, fueron soslayadas y pasadas por alto con demasiada precipitación; tampoco se dio publicidad a las extraordinarias modificaciones experimentadas por la momia. Y otra cosa que sorprendió al público fue el hecho singular de que nunca más se restituyera la momia a la vitrina donde estuvo expuesta. En estos tiempos en que la taxidermia ha progresado tanto, el pretexto de que su estado de desintegración hacía imposible exhibirla, parece particularmente endeble.
Como miembro del gabinete de conservación del Museo estoy en condiciones de revelar todos los hechos omitidos, aunque no lo haré en tanto me encuentre con vida. Hay cosas en el mundo y en el universo que deben permanecer ignoradas de la mayoría, y mantengo la idea de que todos nosotros -el personal del Museo, los periodistas y la policía- hemos contribuido a crear este clima de horror. Con todo, no me parece correcto que un asunto de importancia científica e histórica tan abrumadora permanezca enteramente en silencio: de ahí la relación que he redactado para beneficio de los investigadores serios. La colocaré entre los diversos documentos que se deberán examinar después de mi muerte, dejando se le dé el destino que mis albaceas consideren conveniente. Ciertas amenazas y hechos extraordinarios, acontecidos durante las pasadas semanas, me han llevado a pensar que mi vida -así como la de otros miembros del Museo- está en peligro por insidias de ciertas sociedades secretas de orden místico, de procedencia asiática y polinesia en particular. De ahí la posibilidad de que mis albaceas tengan que intervenir pronto. (Nota de los albaceas: El Doctor Johnson murió de modo repentino en una crisis cardíaca, pero bajo circunstancias un tanto misteriosas, el 22 de abril de 1933. Wentworth Moore, taxidermista del museo, desapareció a mediados del mes anterior. El 18 de febrero del mismo año, el Doctor William Minot, que dirigió la autopsia relacionada con el caso, fue apuñalado por la espalda, falleciendo al día siguiente.)
Creo que los hechos debieron comenzar allá por el año 1879, mucho antes de dimitir yo de mi cargo, a raíz del momento en que el museo adquirió aquella misteriosa momia a la Orient Shipping Company. Su descubrimiento constituyó, en sí, un suceso ominoso, ya que provenía de una cripta de origen desconocido y de fabulosa antigüedad, hallada en un islote que emergió repentinamente del fondo del Pacífico.
El 11 de mayo de 1878, el capitán Charles Weatherbee del carguero Eridanus, que había Zarpado de Wellington, Nueva Zelanda, con rumbo a Valparaíso, Chile, avistó una isla de evidente origen volcánico, no consignada en las cartas de navegación. Emergía de la mar en forma de cono truncado. El capitán Weatherbee bajó a tierra al mando de una expedición. Las abruptas laderas por las que ascendieron mostraban claras huellas de una prolongada inmersión, en tanto que en la cima descubrieron señales recientes de destrucción, tal vez producidas por un temblor de tierra. Entre las rocas dispersas había sólidas piedras de forma manifiestamente artificial. Tras una breve inspección se dieron cuenta de que se hallaban ante una de esas obras de sillería que se encuentran en ciertas islas del Pacífico y que constituyen un perpetuo enigma arqueológico.
Finalmente, los marineros entraron en una sólida cripta de piedra -que al parecer había formado parte de un edificio mucho más grande, construido originalmente bajo tierra-, y allí, acurrucada en un rincón, hallaron la momia espantosa. Después de unos instantes de perplejidad, ante la visión de los relieves que adornaban los muros, los hombres se decidieron a llevarse la momia al barco, no sin gran repugnancia y miedo de tocarla. Junto al cuerpo, como si hubiera estado una vez entre sus ropajes, había
un cilindro de metal desconocido que contenía un rollo de membrana blanquiazul, de naturaleza igualmente desconocida, escrita con raros caracteres de color grisáceo. En el centro del gran piso de piedra había algo así como una losa movible, pero la expedición carecía de los medios adecuados para abrirla.
El Cabot Museum, recientemente establecido en aquel entonces, tuvo noticia del descubrimiento e inmediatamente hizo las gestiones para adquirir la momia y el cilindro. Pickman, miembro también del museo, realizó un viaje a Valparaíso y equipó una goleta para hacer un reconocimiento de la cripta donde habían descubierto el ejemplar. Pero se llevó un chasco. En la marcación registrada de la isla no se veía más que la ininterrumpida superficie de la mar. Los exploradores dedujeron que las mismas fuerzas sísmicas que la habían hecho aparecer repentinamente, la sumergieron de nuevo en las profundidades del agua, donde ya había permanecido cobijada durante incontables miles de años. El secreto de aquella trampa inamovible no se resolvería jamás.
No obstante, quedaban la momia y el cilindro. Y a primeros de noviembre de 1879 colocamos aquélla en la sala de las momias para su exhibición.
El Cabot Museum de Arqueología, especializado en restos de civilizaciones antiguas y desconocidas que no caen dentro del dominio del arte, es una institución pequeña y de escaso renombre, aunque muy bien considerada en los círculos científicos. Se encuentra en el distrito de Beacon Hill, verdadero corazón de Boston -en Mt. Vernon Street, cerca de Joy-, alojado en una antigua mansión particular, a la que se había agregado un ala en la parte trasera, y que constituía el orgullo de su austero vecindario, hasta que los terribles acontecimientos le acarrearon recientemente una popularidad nada deseable.
La sala de las momias, que ocupa el lado oeste de la segunda planta del edificio primitivo (proyectado por Bullfinch y erigido en 1819), está considerada por historiadores y antrop6logos como la mejor de América en su género. En ella pueden encontrarse muestras características de las técnicas egipcias de momificación, desde los primitivos ejemplares de Sakkarah hasta los últimos intentos coptos de la decimoctava dinastía; también hay momias de otras culturas, incluso ejemplares hallados recientemente en las islas Aleutinas, figuras agonizantes pompeyanas, sacadas en escayola de los trágicos vaciados que se encontraron entre las cenizas que inundaron la ciudad, cuerpos momificados por causas naturales, hallados en minas y otras excavaciones, procedentes de todas partes, algunos sorprendidos en posturas grotescas, ocasionadas por la angustia de la muerte... En una palabra, hay de todo lo que cabe esperar de una colección de este género. En 1879, naturalmente, la colección era mucho más amplia que hoy. No obstante, aun entonces era ya considerable. Pero aquel cuerpo horrible hallado en la cripta ciclópea de una isla efímera fue siempre la principal atracción y estuvo rodeado del misterio más impenetrable.
La momia correspondía a un hombre de estatura mediana, de raza desconocida, colocado en cuclillas, aunque de una forma bastante extraña. El rostro, protegido a medias por unas manos casi en forma de garras, tenía la mandíbula inferior extraordinariamente pronunciada, en tanto que las arrugadas facciones mostraban una expresión de pavor tan espantosa, que pocos espectadores podían contemplarla con indiferencia. Sus ojos estaban cerrados, con los párpados apretados fuertemente sobre unos ojos abultados y saltones. Conservaba algunos mechones de cabello y de barba, del mismo color ceniciento que el resto. La contextura del cuerpo aquel era mitad piel y mitad piedra, lo que planteaba un problema insoluble a los expertos que trataban de averiguar cómo había sido embalsamado. En ciertos sitios se veían pequeñas roturas, agujeros producidos por el tiempo y el deterioro. Aún conservaba pegados a la piel algunos jirones de un tejido peculiar, con rastros de dibujos desconocidos.
Sería muy difícil decir por que exactamente resultaba tan horrible. En primer lugar, se sentía ante ella una impresión vaga e indefinible de ilimitada antigüedad, de algo absolutamente ajeno a nosotros, como si se asomara uno al borde de un abismo de insondable tiniebla... Pero, fundamentalmente, era la expresión de pánico cerval que se leía en aquel rostro arrugado, prognático, medio escudado por las manos. Semejante símbolo de terror infinito, cósmico diría yo, no podía menos de comunicar ese sentimiento al espectador, entre brumas de misterio y vana conjetura.
Algunos de los que solían frecuentar el Cabot Museum para visitar esta reliquia de un mundo anterior y olvidado, no tardaron en adquirir fama de impíos. Pero la institución en sí, gracias a su reserva y discreción, no se vio envuelta en el sensacionalismo popular. En el pasado siglo esta clase de prensa no había invadido el campo del saber hasta el extremo que ha llegado hoy. Como es natural los sabios procuraron hacer todo lo posible por clasificar aquel objeto espantoso, aunque sin éxito alguno. Las teorías de una civilización desaparecida en el Pacífico, de la que quizá fuesen vestigios probables las esculturas de la isla de Pascua y las construcciones megalíticas de Ponapé y Nan-Matal, era bastante común entre los eruditos. Las revistas especializadas suscitaban variadas y frecuentes polémicas en torno a un posible continente primordial cuyas cimas más elevadas sobrevivían en las miríadas de islas de Melanesia y Polinesia. La diversidad de fechas que se asignaron a la hipotética y desaparecida cultura -o continente- era a la vez sobrecogedora y divertida. No obstante, se hallaron alusiones tan sorprendentes como importantes en determinados mitos de Tahití y otras islas vecinas.
Entretanto, el extraño cilindro y el indescifrable rollo de desconocidos jeroglíficos, cuidadosamente guardados en la biblioteca del museo, recibía también su parte de atención pública. Nadie ponía en duda su relación con la momia; todo el mundo estaba convencido de que, al desentrañar el misterio de los jeroglíficos, el enigma de aquel horror arrugado y encogido se resolvería también. El cilindro, de unos diez centímetros de diámetro, era de un metal iridiscente que desafiaba cualquier análisis químico, ya que por lo visto era resistente a todo reactivo. Tenía una tapa del mismo metal que encajaba muy ajustadamente, e iba adornado con figuras de indudable valor decorativo y de naturaleza posiblemente simbólica. Se trataba de unos dibujos convencionales que parecían obedecer a un sistema de geometría singularmente extraño, paradójico y de difícil descripción.
No menos misterioso era el rollo que contenía. Se trataba de un pergamino delgado, blancoazulado, imposible de analizar, enrollado alrededor de una fina varilla del mismo metal que el cilindro. Desenrollado dicho pergamino tendría una longitud de algo más de medio metro, y estaba cubierto de grandes y firmes jeroglíficos que se extendían en estrecha columna por el centro del rollo. Estaban dibujados o pintados con una sustancia gris desconocida para los paleógrafos, y no pudieron ser descifrados pese a haber sido enviadas fotocopias a todos los expertos en esta materia.
Es cierto que unos cuantos eruditos, sorprendentemente versados en literatura ocultista y mágica, encontraron vagas semejanzas entre algunos de los jeroglíficos y ciertos símbolos primarios descritos o citados en dos o tres textos esotéricos muy antiguos, como el Libro de Eibon, procedente según se cree de la olvidada Hyperborea, los Fragmentos Pnakóticos, conceptuados como prehumanos y el monstruoso y prohibido Necronomicon, obra del loco Abdul Alhazred. Sin embargo, ninguna de estas semejanzas estaba totalmente clara, y a causa de la mala reputación que gozan las ciencias ocultas, no se hizo ningún esfuerzo por facilitar copias de los jeroglíficos a los iniciados en tales literaturas místicas. De habérseles proporcionado estas copias al principio, tal vez hubiera sido muy diferente el desarrollo posterior de los acontecimientos. La verdad es que habría bastado con que un lector familiarizado con los Cultos sin Nombre de von Junzt hubiera echado una mirada a los jeroglíficos para advertir una relación de significado inequívoco. En este periodo, empero, los lectores de este texto blasfemo eran muy escasos, toda vez que los ejemplares de la obra habían desaparecido casi por completo durante el periodo comprendido entre la prohibición de su edición original (Dusseldorf, 1839) y de la traducción de Bridewell (1845), y la nueva impresión censurada que llevó a cabo la Golden Goblin Press en 1909. Prácticamente ningún ocultista, ningún estudioso de las ciencias esotéricas del pasado primordial, había orientado su atención hacia el extraño rollo, hasta el estallido de sensacionalismo periodístico que precipitó el horrible desenlace.
II
Así, pues, el tiempo transcurrió en forma relativamente apacible durante los cincuenta años siguientes a la instalación de la espantosa momia en el museo. Aquella criatura horrible adquirió cierta celebridad local entre la gente cultivada de Boston, pero nada más. Por lo que se refiere al cilindro y al rollo, después de infructuosos estudios, el asunto cayó materialmente en el olvido. Tan sosegado y conservador era el Cabot Museum que a ningún periodista ni escritor se le ocurrió nunca invadir sus pacíficos recintos en busca de asuntos que asombrasen al público.
La invasión periodística comenzó en la primavera de 1931, cuando una compra de naturaleza un tanto espectacular -la de ciertos objetos extraños y unos cuerpos inexplicablemente bien conservados, que fueron descubiertos en unas criptas bajo las ruinas infames del Château de Faussesflammes, en Averoigne, Francia- puso al museo en las primeras columnas de la prensa. Fiel a su norma de «embarullar» las cosas, el Boston Pillar envió a un articulista de la edición dominical con la misión de ocuparse del acontecimiento y de hinchar la información que proporcionase el propio museo. Y este joven, llamado Stuart Reynolds, encontró en la momia innominada un poderoso aliciente, que sobrepasaba con mucho a las recientes adquisiciones que eran el principal motivo de su visita. Reynolds poseía un conocimiento superficial de la teosofía y era aficionado a especulaciones del tipo de las del coronel Churchward y Lewis Spence sobre continentes perdidos y civilizaciones olvidadas, lo que le hacía particularmente sensible a cualquier reliquia remotísima, como la susodicha momia de desconocido origen.
En el museo, el periodista se hizo insoportable con sus constantes y no siempre inteligentes preguntas, y con sus interminables ruegos para que se corriesen los objetos expuestos con el fin de permitir a los fotógrafos que trabajasen desde ángulos poco corrientes. En la sala de la biblioteca escudriñó incansablemente el extraño cilindro de metal y el rollo de pergamino; los fotografió de todas las maneras y tomó las placas de cada fragmento de aquel texto fantástico. Asimismo, solicitó consultar todos los libros que hiciesen cualquier referencia a culturas primitivas y continentes sumergidos... Se estuvo más de tres horas tomando notas hasta que, por último, cerró su cuaderno y salió directamente para Cambridge con el fin de echar una mirada (caso de conseguir el permiso correspondiente) al prohibido Necronomicon, de la Biblioteca Widener.
El cinco de abril apareció su artículo en la edición dominical del Pillar, literalmente ahogado entre fotografías de la momia, del cilindro y de los jeroglíficos del rollo; el texto estaba redactado en ese estilo característico, simple y pueril, que adopta el Pillar para beneficio de su enorme y mentalmente inmadura clientela. Plagado de inexactitudes, de exageraciones y de sensacionalismo, resultó ser exactamente la clase de noticia que excita a los insensatos y atrae la atención de las multitudes. La consecuencia fue que el museo, de sosegada vida hasta entonces, comenzó a llenarse de una muchedumbre parlanchina y fisgona que nunca habían conocido sus majestuosos corredores.
A pesar de la puerilidad del artículo, tuvimos también visitantes de alto nivel intelectual, ya que las fotos hablaban por sí mismas, y vinieron personas de vasta cultura que sin duda habían leído la noticia por pura casualidad. Recuerdo a este propósito que, en el mes de noviembre, se presentó por allí un personaje extrañísimo. Era un hombre moreno y con turbante, de rostro inexpresivo, barba poblada y manos toscas enfundadas en unos absurdos mitones blancos. Su voz sonaba hueca y artificial. Dio su lacónica dirección en West End y dijo llamarse Swami Chandraputra. Este individuo estaba asombrosamente versado en ciencias ocultas y parecía hondamente impresionado por las semejanzas que aseguraba haber descubierto entre los jeroglíficos del rollo y ciertos signos y símbolos de un mundo anterior, acerca del cual poseía él un extenso conocimiento.
Por el mes de junio, la fama de la momia y del rollo se extendió mucho más allá de Boston, y el personal del museo tuvo que soportar interrogatorios y solicitudes de permiso para tomar fotografías, por parte de un enjambre de ocultistas y amantes del misterio venidos del mundo entero. Todo esto no resultaba precisamente agradable a nuestro personal, ya que nos teníamos por una institución científica, sin simpatía alguna por soñadores ni fantasiosos. No obstante, contestábamos a todas las preguntas con la mayor cortesía. Una consecuencia de estas entrevistas fue otro artículo que apareció en The Occult Review, esta vez firmado por el famoso místico de Nueva Orleans, Etienne-Laurent de Marigny, en el cual afirmaba la completa identidad existente entre algunos de los jeroglíficos del rollo y ciertos ideogramas de horrible significado (copiados de monolitos primordiales o de rituales secretos de sociedades de fanáticos e iniciados esotéricos), que figuraban en el infernal Libro Negro o Cultos sin Nombre de von Junzt.
De Marigny recordaba la muerte espantosa de von Junzt, ocurrida en 1840, un año después de la publicación de su terrible libro en Dusseldorf, y comentaba las terroríficas y en cierto modo sospechosas fuentes de su saber. Sobre todo subrayaba el enorme interés que tenían, para el caso, ciertos relatos de von Junzt relativos a los tremendos ideogramas que él reproducía en su libro. No podía negarse que estos relatos, en los que se citaban expresamente un cilindro y un rollo, sugerían cuando menos cierta afinidad con los objetos del museo. Aun así, eran de una extravagancia tal -puesto que suponían periodos enormes de tiempo y fantásticas anomalías de un mundo anterior-, que se sentía uno mucho más inclinado a admirarlos que a creerlos.
Admirarlos, ciertamente, el público los admiraba, puesto que el espíritu de imitación, en la prensa, es universal. En todas partes surgieron artículos ilustrados en los que se hablaba de los relatos del Libro Negro, se los relacionaba con el horror de la momia, se comparaban los dibujos del cilindro y los jeroglíficos del rollo con las figuras reproducidas por von Junzt, y en todos ellos se aventuraban las teorías más disparatadas y chocantes. La concurrencia del museo se triplicó, y este creciente interés lo veíamos confirmado a diario por la abundante correspondencia -superflua, insustancial en la mayoría de los casos- que sobre este tema se recibía en el museo. Evidentemente la momia y su origen -para el público imaginativo- constituyeron el tema más apasionante de los años 1931 y 1932. Por lo que respecta a mí mismo el efecto principal de este furor fue el de hacerme leer el monstruoso libro de von Junzt en la edición de Golden Goblin... Su lectura atenta me dejó confuso y asqueado, y aun me sentí dichoso de no haber manejado el texto íntegro, en su edición original.
III
Las antiquísimas historias que se relataban en el Libro Negro sobre los dibujos y símbolos, que tan íntimamente parecían relacionarse con los del cilindro y el rollo, eran de tal naturaleza que le mantenían a uno subyugado y sobrecogido. Salvando un abismo incalculable de tiempo -muchísimo antes de la aparición de todas las civilizaciones, razas y continentes conocidos por nosotros-, aquellas historias giraban en torno a una nación y un continente perdidos en la nebulosa Era primordial. Aquel país era conocido legendariamente con el nombre de Mu, y según ciertas tablillas escritas en la primigenia lengua naacal, floreció hacia 200.000 años, cuando la desaparecida Hyperborea rendía un culto sin nombre al dios amorfo Tsathoggua.
Se hacía referencia a un reino o provincia, llamado K'naa, situado en una tierra muy antigua, cuyos primeros pobladores humanos hallaron ruinas monstruosas, abandonadas por sus remotos moradores: seres extraños venidos de las estrellas en oscuras oleadas, que vivieron durante miles y miles de siglos en un mundo ignorado y naciente. K'naa era un lugar sagrado, puesto que en su centro de frío basalto se elevaba orgulloso el Monte de Yaddith-Gho coronado por una fortaleza gigantesca de piedras enormes, infinitamente más vieja que el género humano, y edificada por razas de Yuggoth que habían venido a colonizar nuestro planeta antes del primer brote de vida terrestre.
La raza de Yuggoth se había extinguido varias evos antes, pero había dejado tras ella algo monstruoso y terrible que no desaparecería jamás: su dios infernal o demonio protector, Ghatanothoa, que había descendido a las criptas subterráneas del Yaddith-Gho para iniciar allí una vida latente y eterna. Ningún ser humano había subido jamás por las laderas del Yaddith-Gho, ni había visto aquella fortaleza infame sino como una silueta lejana y exótica que se recortaba contra el cielo. Sin embargo, muchos autores estaban de acuerdo en afirmar que Ghatanothoa estaba allí todavía, oculto, enclaustrado en los insospechados abismos que se hundían bajo los muros megalíticos. En todo tiempo, hubo siempre partidarios de hacer sacrificios a Ghatanothoa, a fin de que no abandonase sus tenebrosas moradas y emergiera en el mundo de los hombres, como había sucedido en los remotísimos tiempos de la raza Yuggoth.
Se decía que si no se le ofrecía ninguna víctima, Ghatanothoa se arrastraría hacia la luz como una exudación de las tinieblas, y se derramaría por las laderas de basalto del Yaddith-Gho, arrasando y destruyendo todo aquello que encontrara a su paso. Ningún ser vivo podía contemplar a Ghatanothoa, ni siquiera una imagen suya por pequeña que fuese, sin sufrir algo peor que la muerte. La visión del dios o de su imagen, como aseguraban las leyendas de Yuggoth, significaba una parálisis y petrificación de lo más sorprendente y extraño: la víctima se convertía en piedra y cuero por fuera, en tanto que, en su interior, el cerebro permanecía perpetuamente vivo... fijo y preso a través de los siglos, enloquecedoramente consciente del paso interminable de los años, en una irremediable pasividad, hasta que el azar o el tiempo consumasen la destrucción de la corteza pétrea que lo aprisionaba, exponiéndose a la muerte. La mayoría de esos cerebros, naturalmente, enloquecían muchísimo antes de que les llegara su último descanso, diferido a tantos evos después. Ningún ojo humano, se decía, había visto jamás a Ghatanothoa, aunque el peligro, en la actualidad, era tan grande como lo había sido en tiempos de la raza de Yuggoth.
Y así, había un culto en K'naa en el que se adoraba a Ghatanothoa, y cada año se sacrificaban doce guerreros y doce doncellas. Estas víctimas eran ofrecidas en los altares del templo de mármol, al pie de la montaña, ya que nadie se atrevía a subir la ladera de basalto del Yaddith-Gho y acercarse a la fortaleza ciclópea de su cresta. Inmenso era el poder de los sacerdotes de Ghatanothoa, porque de ellos dependía la protección de K'naa y de toda la tierra de Mu, contra la aparición petrificadora de la terrible divinidad.
Había en el territorio un centenar de sacerdotes del Dios Oscuro, que se hallaban bajo las órdenes de Imash-Mo, el Sumo Sacerdote, que incluso caminaba delante del Rey Thabou en las fiestas de Nath, y permanecía orgullosamente de pie, mientras el rey se arrodillaba ante el santuario. Cada sacerdote poseía una casa de mármol, un cofre de oro, doscientos esclavos y cien concubinas, a lo que se sumaba una completa inmunidad respecto a la ley civil y un poder absoluto sobre la vida y la muerte de todos los habitantes de K'naa, excepto los sacerdotes del rey. No obstante, a pesar de tales protectores, existía en esta tierra el temor de que Ghatanothoa surgiera de las profundidades y descendiese de la montaña para traer el horror y la petrificación del género humano. En los últimos años, los sacerdotes prohibieron a los hombres aun pensar o imaginar el espantoso aspecto que el dios pudiera tener.
Fue el Año de la Luna Roja (von Junzt lo estima entre el siglo 173 y 148 a. de J), cuando un ser humano se atrevió por vez primera a desafiar a Ghatanothoa y la tremenda amenaza que representaba. Este hereje temerario fue T'yog, Sumo Sacerdote de Shub-Niggurath y guardián del templo de cobre de la Cabra de los Mil Hijos. T'yog había meditado mucho sobre los poderes de los diferentes dioses, y había tenido extraños sueños y revelaciones sobre la vida de este mundo y de los mundos anteriores. Al final, convencido de que los dioses favorables al hombre podrían ser llamados a aliarse contra los dioses hostiles, creyó que Shub-Niggurath, Nug y Yeb, así como Yig, el Dios-Serpiente, estarían dispuestos a formar una coalición con el hombre y luchar contra la tiranía de Ghatanothoa.
Inspirado por la Diosa Madre, T'yog escribió una fórmula extraña en los caracteres hieráticos de la lengua naacal, con la que creía inmunizar al que la poseyera contra el poder petrificador del Dios Oscuro. Con esta protección -pensó- le sería posible a un hombre intrépido emprender la ascensión de la temible pendiente de basalto y penetrar, por primera vez en los anales de la historia, en la ciclópea fortaleza bajo la cual Ghatanothoa vivía en la muerte. Enfrentándose con el dios, y bajo la protección de Shub-Niggurath y de sus hijos, T'yog creía que podría vencerlo, salvando así al género humano de su latente amenaza. Una vez liberada la humanidad gracias a él, podría exigir honores sin límite. Todos los privilegios de los sacerdotes de Ghatanothoa le serían transferidos forzosamente a él, y aun la dignidad de rey o la del dios estarían al alcance de su mano.
T'yog escribió su fórmula protectora sobre una tira de membrana de pthagon (según von Junzt, epitelio interno del extinguido saurio Yakith), y la guardó en un cilindro hueco de metal lagh, desconocido hoy en toda la tierra, que habían traído los Dioses Arquetípicos desde Yuggoth. Este talismán, oculto entre sus vestiduras, sería una garantía contra Ghatanothoa. Pero, además, tendría la virtud de devolverles la vida a las víctimas petrificadas del Dios Oscuro, caso de que ese ser monstruoso surgiese y comenzase su obra devastadora. De este modo, se propuso subir a la montaña, irrumpir en la ciudadela y desafiarle en su propia madriguera. Era imposible saber lo que pasaría después, pero la esperanza de ser el salvador de la humanidad daba una fuerza irrefrenable a su voluntad.
Pero T'yog no había contado con la envidia y el interés de los sacerdotes de Ghatanothoa. No bien acabaron de oír el plan que se proponía, y viendo amenazados el prestigio y los privilegios de que gozaban si era destronado el Dios-Demonio, elevaron clamorosas protestas contra lo que calificaron de sacrilegio, y gritaron que ningún hombre podía vencer a Ghatanothoa, y que cualquier intento de ir en busca suya serviría únicamente para despertar su ira contra toda la humanidad, cosa que ninguna fórmula ni rito podría impedir. Con aquellas voces esperaban predisponer a las turbas contra T'yog. Sin embargo, era tal el anhelo del pueblo por liberarse de Ghatanothoa, y tal su confianza en la habilidad y celo de T'yog, que todas las protestas fueron inútiles. Incluso el rey, que generalmente era un títere de los sacerdotes, se negó a prohibir la atrevida aventura.
Fue entonces cuando los sacerdotes de Ghatanothoa hicieron en secreto lo que no habrían podido hacer abiertamente. Una noche, Imash-Mo, el sumo sacerdote, se introdujo clandestinamente en la cámara de T'yog y le sustrajo el cilindro de metal mientras dormía. Sacó en silencio el texto poderoso y colocó en su lugar otro muy parecido, pero totalmente ineficaz contra dioses ni demonios. Una vez restituido el cilindro, Imash-Mo se sintió satisfecho. No era probable que T'yog revisara el manuscrito. Al creerse protegido por el verdadero rollo, el hereje marcharía hacia la montaña prohibida, hasta la Presencia Maligna... Y Ghatanothoa, sin freno de magia alguna, haría lo demás.
Ya no era necesario predicar contra esa aventura. Que siguiese T'yog su camino, que él encontraría su perdición. En secreto, los sacerdotes guardarían siempre el rollo robado -el auténtico, el verdadero talismán- el cual pasaría de un sumo sacerdote a otro, pero si en el futuro se hiciera necesario alguna vez contravenir la voluntad del Dios-Demonio. Y así, Imash-Mo durmió el resto de la noche en una gran paz, con la fórmula auténtica bajo su poder.
Al amanecer del Día de las Llamas-Celestes (denominación convencional de von Junzt), T'yog, entre oraciones y cánticos del pueblo, y con la bendición del rey Thabou sobre su frente, comenzó la ascensión de la terrible montaña. Llevaba un bastón de vara de tlath en la mano derecha, y el estuche sepultado entre sus ropajes... No había descubierto la impostura. Ni tampoco descubrió la ironía que ocultaban las oraciones de Imash-Mo y los demás sacerdotes de Ghatanothoa, salmodiadas en pro de su protección y éxito.
Aquella mañana el pueblo contempló la diminuta silueta de T'yog, que se esforzaba en ascender por la lejana ladera de basalto. Y aún siguieron mirando después de haberle visto desaparecer tras un reborde peligroso de las rocas. Por la noche, los más imaginativos creyeron percibir un débil temblor convulsivo en la cumbre, aunque nadie quiso tomar en serio esta afirmación. Al día siguiente las muchedumbres no hicieron sino rezar y vigilar la montaña, preguntándose cuánto tardaría T'yog en regresar. Y lo mismo hicieron al otro día, y al otro. Durante varias semanas mantuvieron la esperanza y aguardaron. Después comenzaron a llorarle. Nadie volvió a ver a T'yog, el único que pudo haber salvado a la humanidad de sus terrores.
Después de eso, los hombres se estremecían al recordar la presunción de T'yog, y procuraban no pensar en el castigo que había encontrado su impiedad. Y los sacerdotes de Ghatanothoa sonreían ante los que se sentían contrariados por la voluntad del dios o discutían su derecho a los sacrificios. Años más tarde, la astuta jugada de Imash-Mo llegó a conocimiento del pueblo, pero la noticia no hizo cambiar la general convicción de que a Ghatanothoa era mejor dejarle en paz. Nunca más se atrevieron a desafiarle. Y así transcurrieron los siglos: un rey sucedió a otro rey, y un sumo sacerdote sucedió a otro; y surgieron naciones poderosas que se desmoronaron después, y emergieron de las aguas continentes que luego volvieron a sumergirse. Y con el transcurso de milenios sobrevino la decadencia de K'naa. Hasta que un día se desencadenó una tormenta terrible, los cielos se rasgaron, crecieron las olas, montañosas y enormes, y toda la tierra de Mu se sumergió para siempre.
No obstante, miles de años después, comenzaron a surgir algunos focos de secretas creencias inmemoriales. En lejanas tierras se reunieron los supervivientes de rostro gris que habían logrado escapar a la ira de los espíritus acuáticos, y extraños cielos acogieron el humo de los altares levantados en honor de dioses y demonios desaparecidos. Aunque nadie sabía en qué abismo se sumergiera la fortaleza sagrada, aún había quienes ofrecían abominables sacrificios para evitar que el dios emergiera del océano, entre burbujas, y derramara su ser en la tierra, propagando el horror y la petrificación.
Alrededor de los dispersos sacerdotes, fue desarrollándose el germen de un culto oscuro y secreto -secreto porque las gentes de las nuevas tierras tenían otros dioses y demonios, y sólo veían perversidad en los anteriores-, y dentro de ese culto se ejecutaban acciones espantosas, y se guardaban objetos extraños. Se decía que determinada línea secreta de sacerdotes conservaba aún el verdadero talismán contra Ghatanothoa, el que Imash-Mo había robado a T'yog mientras dormía, aunque no quedaba nadie que pudiera leer o entender las palabras secretas. Asimismo nadie sabía en qué parte del mundo estuvo situada la perdida tierra de K'naa, cuyo centro fue el terrible pico de Yaddith-Gho, coronado por la fortaleza titánica del Dios-Demonio.
Aunque había florecido principalmente en el Pacífico, en alguna región de la tierra de Mu, se decía que ese culto secreto y horrendo de Ghatanothoa había existido igualmente en la Atlántida y en la detestable meseta de Leng. Von Junzt afirmaba que se había practicado, además, en el fabuloso reino subterráneo de K'nyan, y que había penetrado en Egipto, Caldea, Persia, China, en los olvidados imperios semitas de Africa, y en Méjico y Perú, en el Nuevo Mundo. Aportaba una serie de pruebas sobre la íntima relación existente entre dicho culto y el movimiento de brujería que se dio en Europa, contra el cual los papas habían lanzado inútilmente sus anatemas. Con todo, el Occidente nunca fue propicio para su desarrollo. La indignación pública -que se encrespaba ante sus ritos espantosos y sus incalificables sacrificios- había ido podando muchas de sus ramificaciones. Finalmente. se convirtió en un culto clandestino, y nunca pudieron extirparlo por completo. Sobrevivió siempre de una manera o de otra. principalmente en el Lejano Oriente y en las islas del Pacífico, donde sus principios se fundían con la ciencia oculta de los Areoi polinesios.
Von Junzt daba a entender de manera inquietante que había mantenido contacto real con ese culto, de suerte que, al leerlo, me estremecí pensando en lo que se decía de su muerte. Hablaba de la propagación de ciertas ideas relacionadas con la aparición del Dios-Demonio -al que ningún hombre (excepto el malogrado T'yog, que no volvió jamás de su aventura) ha visto-. y ponía de relieve la diferencia entre esa afición a especular y el tabú que vedaba en el antiguo Mu todo intento de imaginar siquiera aquel horror. Aquellos relatos de fascinación y pavor estaban preñados de una curiosidad morbosa por conocer la índole del ser con que T'yog fue a enfrentarse en el edificio prehumano que coronaba la temida montaña, ahora sumergida bajo las aguas. Después, todo había. terminado (¿realmente?). Las insidiosas alusiones del erudito alemán me llenaban de un extraño desasosiego.
Las hipótesis que el mismo von Junzt formulaba sobre el paradero del rollo robado, del auténtico, y sobre el empleo que finalmente le habían dado, me producían casi la misma ansiedad. Pese a mi convicción de que todo aquel asunto era puramente imaginario, no podía evitar un estremecimiento al pensar si un día llegara a aparecer el dios monstruoso, y al imaginar el cuadro de una humanidad transformada repentinamente en una raza de estatuas deformes, cada una con su cerebro vivo, condenada a la conciencia inerte e irremediable por un número incalculable de milenios. El viejo sabio de Dusseldorf tenía una ponzoñosa manera de sugerir más de lo que afirmaba expresamente, cosa que me hizo comprender por qué habían perseguido su libro en tantos países, tachándolo de blasfemo, peligroso e impuro.
Ciertamente el texto aquel me producía malestar, aunque al mismo tiempo ejercía sobre mí una diabólica fascinación, de suerte que no pude dejarlo hasta haberlo terminado. Las reproducciones de dibujos y de ideogramas de Mu eran maravillosamente parecidas a los trazos del extraño cilindro y a los caracteres del rollo, y todo el libro estaba lleno de detalles que sugerían vagas, alarmantes sospechas de afinidad con muchas cuestiones relativas a la momia: el cilindro y el rollo... su hallazgo en el Pacífico... el testimonio insoslayable del viejo capitán Weatherbee, según el cual, la cripta ciclópea donde fue descubierta la momia había estado enclavada en los cimientos de un inmenso edificio... En cierto modo, me alegraba de que hubiera desaparecido aquella isla volcánica antes de que alguien consiguiera abrir la enorme trampa de su cripta.
IV
La lectura del Libro Negro vino a ser una preparación fatalmente idónea para lo que comenzó a sucederme después, en la primavera de 1932. No recuerdo cuándo empezaron a llamarme la atención las noticias cada vez más frecuentes sobre la intervención de la policía en la represión de ciertos cultos orientales. Lo cierto es que, por mayo o junio, me di cuenta de que en todo el mundo se registraba un desusado recrudecimiento de las actividades de determinadas asociaciones místicas de carácter clandestino y hermético, que habitualmente llevaban un vida tranquila.
Probablemente jamás habría llegado yo a relacionar esas noticias con el texto de von Junzt, o con el frenético entusiasmo del público por la momia y el cilindro del museo, de no ser por ciertas expresiones y analogías -la prensa se encargaba de subrayarlas continuamente- con los ritos y las declaraciones de sus dirigentes. Por decirlo así, no pude menos de advertir con inquietud la frecuencia con. que se repetía un nombre -en distintas formas de corrupción- que parecía constituir el núcleo central del mito y que era invariablemente pronunciado con una mezcla de respeto y terror. Algunas fórmulas textuales lo citaban como G'tanta, Tanotah, Than-Tha, Gatan y Ktan-Tan... Las sugerencias de los numerosos aficionados al ocultismo que me escribían eran innecesarias para hacerme ver en estas variantes un tremendo parentesco con el monstruoso nombre consignado por von Junzt: Ghatanothoa.
Había otros aspectos inquietantes, además. Una y otra vez los diarios hacían vagas alusiones a un «rollo auténtico», en torno al cual parecían girar tremendas consecuencias. Se decía que estaba custodiado por un tal «Nagob». Asimismo había una insistente repetición de un nombre que sonaba algo así como Tog, Tiok, Yog, Zob o Yob, que yo, cada vez más excitado, relacionaba involuntariamente con el nombre del desdichado hereje T'yog, como se le llamaba en el Libro Negro. Este nombre solía asociarse a frases enigmáticas tales como «No puede ser más que él», «Contempló su rostro», «lo sabe todo, y no puede ver ni tocar». «Ha prolongado la memoria a través de los evos», «El verdadero pergamino lo liberará», «El puede decir dónde se encuentra».
Algo muy raro había, indudablemente, en el ambiente, y no me extrañó que los ocultistas que me escribían y los periódicos sensacionalistas de los domingos comenzaran a relacionar las nuevas y sorprendentes revueltas religiosas con las leyendas de Mu, por una parte, y con la reciente explotación periodística de la momia, por otra. Los extensos artículos de los primeros momentos, sus insistentes comentarios sobre la momia, el cilindro y el rollo, su relación con el Libro Negro y sus fantásticas especulaciones sobre el asunto entero, muy bien podían haber despertado el fanatismo latente de aquellos centenares de grupos clandestinos, que tanto abundan en nuestro complejo mundo. La prensa, por su parte, no cesaba de echar leña al fuego.. Los relatos sobre las revueltas eran aún más atroces que las historias que yo había leído sobre el asunto.
Al acercarse el verano los vigilantes del museo observaron un curioso cambio en el público que -después de la calma que sucedió al primer impacto publicitario- comenzaba de nuevo a frecuentar el museo, en una segunda oleada de entusiasmo. Cada vez había más personas de aspecto exótico -asiáticos de piel morena, tipos indescriptibles de pelo largo, individuos de barba negra que parecían no estar acostumbrados a vestir a la europea- que preguntaban invariablemente por la sala de las momias y que, a continuación, eran vistos contemplando el ejemplar del Pacífico con verdadero arrobamiento. Había algo siniestro y latente en esa riada de estrafalarios extranjeros, que tenía a los guardianes impresionados. Yo mismo estaba muy lejos de sentirme tranquilo. No paraba de pensar que las revueltas religiosas se debían precisamente a tipos como aquellos... y que quizá había una relación entre dichas agitaciones y aquellas historias referentes a la momia y el manuscrito.
A veces casi me sentía tentado a retirar la momia de la sala, sobre todo cuando me dijo un vigilante que, a una hora en que los grupos de visitantes eran menos numerosos, había visto a varios extranjeros haciendo extrañas reverencias ante ella y susurrando una salmodia que parecía algo así como un canto ritual. Uno de los guardianes empezó a imaginar cosas raras sobre aquel horror petrificado y solitario en su vitrina. Afirmaba que venía observando, de día en día, ciertos cambios sutiles, casi imperceptibles, en la frenética flexión de las manos agarrotadas y en la expresión aterrada del rostro correoso. No podía apartar de sí la idea espeluznante de que aquellos ojos abultados se iban a abrir de repente.
A primeros de septiembre disminuyó la masa de gentes extrañas, y la sala de momias se llegó a encontrar vacía algunas veces. Hubo entonces un intento de apoderarse de la momia cortando el cristal de su vitrina. El delincuente, un atezado polinesio, fue sorprendido a tiempo por un guardián, y detenido antes de que pudiera causar ningún desperfecto. Realizadas las investigaciones pertinentes, el individuo resultó ser un hawaiano, conocido por su participación en determinados cultos secretos, y del cual poseía la policía abundantes antecedentes relacionados con ritos y sacrificios inhumanos. Algunos de los papeles encontrados en su habitación eran de lo más desconcertante, en particular un montón de cuartillas con jeroglíficos asombrosamente parecidos a los del rollo del museo y a las reproducciones del Libro Negro de von Junzt. Pero no se le pudo hacer hablar sobre este asunto.
Escasamente una semana después del incidente hubo otro intento de llegar hasta la momia, seguido de un segundo arresto. Esta vez el transgresor había intentado forzar la cerradura de la vitrina. Se trataba de un cingalés que tenía un historial tan largo como el del hawaiano y que, como él, se negó a hacer declaraciones a la policía. Lo curioso de este caso era que poco antes un guardián había sorprendido a nuestro hombre dirigiendo a la momia un canto muy singular, en el que repetía claramente la palabra «T'yog». En vista de todos estos desagradables incidentes redoblé la vigilancia en la sala de las momias, y ordené que, en adelante, no perdieran de vista el famoso ejemplar ni un solo momento.
Como es de comprender la prensa sacó partido del asunto. Volvió a repetir sus anteriores comentarios sobre la fabulosa tierra de Mu, y proclamó con osadía que la momia no era sino el temerario hereje T'yog, petrificado por la visión que había sufrido en la antiquísima ciudadela, conservándose en este estado durante 175.000 años de la turbulenta historia de nuestro planeta. Y puso de relieve y repitió hasta la saciedad que los extraños visitantes practicaban los ritos de Mu, y que acudían a venerar la momia... o quizá a intentar devolverla a la vida mediante hechizos y encantamientos.
Los periodistas referían continuamente la vieja leyenda según la cual el cerebro de las víctimas de Ghatanothoa permanecía consciente e intacto. Este tema servía de base para una serie de especulaciones inverosímiles y disparatadas. El asunto del «rollo auténtico» recibió también la debida atención. Según la opinión más generalizada, la fórmula que le fue robada a T'yog se hallaba en alguna parte, y los miembros de la secta que la conservaba estaban tratando de ponerse en contacto con el mismo T'yog, aunque no se sabía con qué fin. Consecuencia de este planteamiento del problema fue la tercera oleada de visitantes que nuevamente empezó a invadir el museo para admirar la momia infernal que servía de eje a todo este extraño e inquietante asunto.
Entre las personas que venían al museo -muchas de ellas hacían repetidas visitas- se comentaba cada vez más el cambio levísimo que había experimentado la momia. Me figuro -pese a la poco tranquilizadora observación que nuestro nervioso vigilante había hecho unos meses antes- que el personal del museo estaba excesivamente acostumbrado a ver formas extrañas, para prestar una estrecha atención a los detalles. En cualquier caso, los excitados comentarios de los visitantes hicieron que los vigilantes acabaran por advertir el cambio que, por lo visto, se iba produciendo. Casi al mismo tiempo la prensa volvió a coger el tema... con los escandalosos resultados que eran de esperar.
Naturalmente presté al caso una mayor atención, y, a mediados de octubre, me di cuenta de que se había iniciado en la momia un proceso de desintegración. Debido a algún factor químico o físico del ambiente, las fibras, mitad piedra y mitad cuero, parecían relajarse gradualmente, originando una modificación en la postura de los miembros y la expresión facial de terror. Después de cincuenta años de perfecta conservación este proceso resultaba extraordinariamente desconcertante, y varias veces le pedí al doctor Moore, taxidermista del museo, que pasase a ver el ejemplar aquel. Moore comprobó que sufría una relajación y un reblandecimiento generales, y le administró un baño astringente por medio de pulverizaciones, sin atreverse a intentar nada más por miedo a que sobreviniese una precipitada descomposición.
El efecto que produjo todo esto en las multitudes fue asombroso. Hasta entonces cada noticia publicada por prensa había atraído una marca de visitantes que venían a mirar y a murmurar en voz baja. Ahora, en cambio, aunque los periódicos hablaban sin cesar de los cambios sufridos por la momia, el público acusaba una sensación de temor que refrenaba su morbosa curiosidad. La gente parecía notar el aura que se cernía sobre el museo. En una palabra, el número de visitantes decreció notablemente, lo que puso de manifiesto que la afluencia de estrafalarios extranjeros seguía siendo la misma.
El dieciocho de noviembre, un peruano de sangre india sufrió un extraño ataque de histerismo delante de la momia. Más tarde, gritaba en el hospital: «¡Ha intentado abrir los ojos! ... ¡T'yog ha tratado de abrir los ojos para mirarme!» Por ese tiempo estaba yo decidido a ordenar que retirasen de la sala el siniestro ejemplar, pero quería esperar hasta la próxima reunión de nuestros directores. Me daba cuenta de que el museo comenzaba a gozar de una lamentable reputación en el tranquilo vecindario. Después de este último incidente di instrucciones para que no se le permitiera a nadie detenerse más de unos pocos minutos ante la monstruosa reliquia del Pacífico.
El veinticuatro de noviembre, después de cerrarse el museo, uno de los vigilantes observó una pequeñísima ranura abierta en los ojos de la momia. El fenómeno era muy ligero. Tan sólo se había hecho visible una finísima línea de córnea en cada ojo. Con todo, el fenómeno era de suma importancia. El doctor Moore, mandado llamar inmediatamente, estaba a punto de examinar la parte visible del globo del ojo con una lente de aumento, cuando al tocar los párpados de la momia se cerraron fuertemente otra vez. Todos los intentos de abrirlos -sin forzarlos demasiado- fueron en vano. El taxidermista no se atrevió a aplicar otros procedimientos. Me llamó por teléfono inmediatamente después. Cuando me lo contó sentí que me invadía un terror difícil de definir. Por un momento pude compartir la impresión popular de que algo perverso, sin forma, brotaba de insondables profundidades de tiempo y espacio y se cernía sobre el museo como una amenaza.
Dos noches más tarde un filipino mal encarado intentó esconderse en el museo a la hora de cerrar. Detenido y llevado a la comisaría, se negó a dar su nombre, quedando arrestado como persona sospechosa. Entretanto la estrecha vigilancia a la que era sometida la momia pareció disuadir a estos singulares extranjeros de proseguir su continuo acecho. Al menos disminuyó sensiblemente el número de aquellas gentes, cuando pusimos en vigor la orden de no detenerse ante ella.
Durante las primeras horas de la madrugada del jueves, 1 de diciembre, sobrevino el desenlace. A eso de la una se oyeron unos espantosos alaridos de terror y de agonía que salían del museo. Las frenéticas llamadas telefónicas de los vecinos hicieron que se presentara rápidamente una patrulla de policía en el lugar, al mismo tiempo que varios funcionarios del museo, incluido yo mismo. Algunos agentes rodearon el edificio, en tanto que los demás, junto con el personal del museo, entramos cautelosamente. En el corredor principal encontramos al vigilante nocturno estrangulado -tenía aún la cuerda de cáñamo anudada en la garganta- y comprobamos que, a pesar de todas las precauciones, alguno de aquellos criminales había logrado entrar en el edificio. Un silencio sepulcral lo envolvía todo. Casi teníamos miedo de subir a la sala fatal, donde sabíamos que íbamos a descubrir la explicación de aquella tragedia. Encendimos las luces del edificio desde las llaves centrales del corredor y nos sentimos algo más tranquilos. Finalmente subimos con cautela por la escalera circular y cruzamos el suntuoso umbral de la sala de las momias.
V
A partir de ese momento, las noticias que se publicaron sobre este caso han sido sometidas a censura. Todos coincidimos en que no era aconsejable dar a conocer al público la amenaza que implican para la Tierra estos hechos. He dicho ya que encendimos las luces de todo el edificio antes de subir. Bajo los focos que iluminaban las vitrinas con sus tremendos contenidos presenciamos un horror cuyos pormenores sugerían acontecimientos absolutamente ajenos a nuestra capacidad de comprensión. Había dos intrusos -después habíamos de comprobar que se ocultaron en el edificio antes de la hora de cerrar-, dos intrusos que no serían castigados jamás por el asesinato del vigilante, porque habían pagado ya su crimen.
Uno era birmano, y el otro, un nativo de las islas Fidji. Ambos eran conocidos de la policía por sus repugnantes actividades en relación con determinado culto. Estaban muertos los dos, y cuanto más los examinábamos, más horrible nos parecía aquella forma de morir. En los dos rostros se veía pintada la más frenética e inhumana expresión de horror. Con todo, entre el estado de ambos cuerpos había dIferencias significativas.
El birmano se había desplomado muy cerca de la vitrina de la momia, en cuyo cristal había cortado limpiamente un rectángulo. En su mano derecha sostenía un rollo de pergamino azulado, lleno de jeroglíficos grisáceos: era casi un duplicado del rollo que se guardaba abajo en la biblioteca. Más tarde, después de un examen detenido, llegué a descubrir ligeras diferencias entre los dos textos. No había señales de violencia en el cuerpo, de modo que, a juzgar por la expresión agónica, desesperada, de su rostro contraído, sacamos en conclusión que aquel hombre había muerto a consecuencia de una impresión irresistible de terror.
Pero fue el cuerpo del nativo de Fidji, que estaba allí cerca, lo que más nos impresionó. Uno de los policías fue el primero en verlo, y profirió un grito que debió de alarmar a la vecindad una vez más en aquella noche de espanto. Al ver las facciones contraídas y grisáceas de la víctima -cuyo rostro había sido negro- y la mano que apretaba todavía la linterna, podíamos habernos figurado que había sucedido algo horrible. Pero lo que descubrió el oficial nos cogió desprevenidos. Incluso ahora lo recuerdo con una repugnancia sin límites. En suma, el desdichado, que poco antes habría podido considerarse como un fornido tipo melanesio, era ahora una figura rígida, de color gris ceniza, petrificada... una mezcla de roca y tejido fibroso, idéntica en todos los aspectos a aquella cosa abominable, acurrucada, antiquísima, que se guardaba en la vitrina que acababan de violar.
Y no era eso lo peor. Superando los demás horrores, y acaparando nuestra atención antes de volvernos hacia los cuerpos tendidos en el suelo, vimos el estado de la espantosa momia. Ya no podía decirse que sus cambios fueran imperceptibles. De manera clara y evidente había variado de postura. Se había doblado y hundido a consecuencia de una extraña pérdida de rigidez. Sus manos agarrotadas habían descendido de suerte que ni siquiera tapaban parcialmente el contraído rostro, y - ¡que Dios nos asista! - sus infernales ojos abultados se habían abierto por completo y parecían mirar directamente a los dos intrusos que habían muerto de espanto tal vez.
Aquella mirada lívida, de pez muerto, era terriblemente fascinadora. Me pareció como si nos vigilara durante todo el tiempo que estuvimos examinando los cuerpos de los intrusos. El efecto que producía en nuestros nervios era verdaderamente asombroso porque, en cierto modo, nos hacía experimentar la curiosa sensación de que nos invadía una rigidez interior que hacía más penosa la ejecución del más simple movimiento, rigidez que más tarde desapareció sorprendentemente al pasarnos de uno a otro el rollo de los jeroglíficos para inspeccionarlo. A cada momento me sentía irresistiblemente inclinado a mirar aquellos ojos saltones. Cuando volví a examinarlos, después de haber reconocido los cuerpos, me pareció percibir algo muy singular sobre la superficie vidriosa de aquellas negras pupilas, maravillosamente conservadas. Cuanto más las miraba, más fascinado me sentía. Por último, bajé a la oficina -pese al extraño acartonamiento de mis miembros-, subí un amplificador muy potente y me puse a examinar con detenimiento aquellas pupilas de pez, mientras los demás se agrupaban a mi alrededor, esperando el resultado.
Yo siempre he sido escéptico respecto a la teoría de que pueden quedar grabados en la retina escenas y objetos, en caso de muerte o de coma. Sin embargo, tan pronto como me asomé al aparato, percibí como la imagen de una habitación, distinta por completo a aquella en que estábamos, reflejada en esos ojos vidriosos y remotos. En efecto, en el fondo de la retina había una escena oscuramente perfilada, que indudablemente era reflejo de lo último que aquellos ojos habían visto en vida... hacía millones de años quizá. Los contornos de la imagen parecían haberse desdibujado, de modo que empecé a manipular el amplificador con el fin de añadirle otra lente. El caso es que dicha imagen tenía que haber sido muy clara, aun en su infinita pequeñez, cuando -por efecto de algún diabólico sortilegio o manipulación ejecutada por los visitantes- éstos la contemplaron antes de morir. Con la lente adicional conseguí descubrir muchos detalles invisibles al principio. El atemorizado grupo que me rodeaba estaba pendiente del aluvión de palabras con que intentaba yo referir lo que veía
Porque lo cierto es que, en este año de 1932, yo, un ciudadano de Boston, estaba contemplando una escena perteneciente a un mundo desconocido y absolutamente extraño, a un mundo desaparecido de la vida y de la memoria de los tiempos. Vi un enorme recinto -una cámara de ciclópea sillería- como si se hallase en una de sus esquinas. En los muros había unos relieves tan horribles que, aun en esta imagen imperfecta, me produjeron náuseas por su bestialidad y perversión. Era imposible que fuesen seres humanos los que habían esculpido aquello: imposible, también, que conocieran las formas humanas cuando labraron aquellos motivos espantosos que subyugaban al que los contemplaba. En el centro de la cámara había una descomunal trampa de piedra, levantada para dejar paso a algo que surgía de las profundidades. Aquel ser que brotaba del mundo inferior debió de haber sido claramente visible antes. En realidad, tuvo que serlo cuando los ojos de la momia se abrieron por vez primera ante los intrusos sorprendidos por el terror. Pero bajo mis lentes sólo se distinguía una mancha monstruosa.
Así, pues, estaba examinando el ojo derecho, cuando introduje en el aparato una lente de mayor aumento. Después habría preferido que mi exploración hubiera terminado allí. Pero a la sazón me dominaba el ardor del descubrimiento, de modo que trasladé las lentes al ojo izquierdo de la momia con la esperanza de hallar menos borrosa la imagen de esa retina. Mis manos, temblando de excitación, acartonadas por algún influjo misterioso, manejaban con lentitud el amplificador. Un momento después pude comprobar que, efectivamente, la imagen era menos borrosa que en el otro ojo. Y entonces vi con relativa claridad la insoportable pesadilla que brotaba por la trampa de la cripta ciclópea, en aquel mundo primordial y olvidado... y caí al suelo profiriendo alaridos inarticulados.
Cuando me recobré no se veía ya ninguna imagen clara en ninguno de los dos ojos de la momia. Fue el sargento Keefe, el que miró con mis cristales; yo no me sentía con ánimo para acercarme otra vez al rostro de aquella cosa abominable. Daba gracias a todos los poderes del cosmos por no haber mirado antes. Me hizo falta todo el valor -y que me lo pidieran con insistencia- para decidirme a contar lo que había visto en aquellos momentos de espantosa revelación. En verdad, no pude hablar hasta que nos trasladamos al despacho, lejos de aquella monstruosidad que no debía existir. Por entonces ya había empezado yo a concebir los más terribles presentimientos sobre la momia y sus ojos abultados: me daba la impresión de que la momia tenía una especie de conciencia infernal, mediante la que percibía todo lo que ocurría ante ella, y que trataba en vano de comunicar algún espantoso mensaje desde los abismos del tiempo. Aquello era la locura... Consideré que, al menos, sería mejor estar lejos, si tenía que contar lo que había vislumbrado.
Después de todo, no era mucho lo que tenía que decir. Emergiendo, manando viscosamente de la trampa abierta de aquella cripta gigantesca, había visto una masa monstruosa, increíble, elefantina, del poder fulminador de cuya mirada no se me ocurría dudar. No me siento capaz de describirlo con palabras. Podría decir que era gigantesco, que estaba provisto de tentáculos, de probóscide, que se asemejaba a un pulpo, que era casi amorfo, y deforme, mitad cubierto de escamas y mitad rugoso... Ni de manera aproximada podría reflejar el nauseabundo, el abominable horror extragaláctico y la odiosa e indecible perversidad de aquel ser híbrido de caos y tiniebla. Mientras escribo estas palabras la asociación de ideas me hace volver a sentir debilidad y náuseas. Mientras les contaba en el despacho lo que había visto tuve que esforzarme por no volver a desmayarme.
No estaban menos impresionados los que me escuchaban. Cuando terminé, nadie se atrevió a decir una palabra durante más de un cuarto de hora... Luego hubo comentarios de voz baja, alusiones furtivas a la ciencia espantosa del Libro Negro, a las recientes agitaciones de orden religioso y a los siniestros acontecimientos del museo. Se habló de Ghatanothoa, cuya imagen, por pequeña que fuese, podía petrificar ; de T'yog, del falso pergamino, del héroe que nunca había regresado, del verdadero rollo que podía anular total o parcialmente la petrificación... ¿Había sobrevivido hasta nuestros días?.. Se recordaron los cultos horribles y las frases captadas al azar: «No puede ser nadie más que él», «contempló su rostro», «lo sabe todo, y no puede ver ni tocar», «ha prolongado la memoria a través de los evos», «el verdadero pergamino lo liberará», «él puede decir dónde se encuentra».
Solamente cuando apuntaba la primera luz del alba recobramos nuestro sentido común. Un sentido común que dio por asunto concluido lo que yo había vislumbrado... No había que volver más sobre esta cuestión.
Dimos a la prensa algunos datos parciales, y más adelante cooperamos con ella para censurar aun estos relatos incompletos. Por ejemplo, cuando la autopsia descubrió que tanto el cerebro como los demás órganos internos del individuo de las islas Fidji, petrificado, se conservaban en todo su frescor orgánico, aunque herméticamente cerrados por la petrificación de los tejidos exteriores -anomalía en torno a la cual los médicos siguen discutiendo aún-, lo mantuvimos en secreto por temor a provocar una nueva oleada pública de terror. Sabíamos demasiado bien -porque de las víctimas de Ghatanothoa se decía que conservaban intacto el cerebro y la conciencia- el partido que los periódicos sensacionalistas sabrían sacar de este incidente.
Tan sólo se dijo al público que el hombre que había llevado el rollo de los jeroglíficos -el que lo había intentado depositar sobre la momia por la abertura practicada en la vitrina- no estaba petrificado, en tanto que el que no lo había llevado, sí. Se nos pidió que realizásemos determinados experimentos -aplicar los dos pergaminos al cuerpo petrificado del de Fidji y a la misma momia-, pero nosotros nos negamos rotundamente a apoyar semejantes teorías supersticiosas. Como es natural, la momia fue retirada de la sala y trasladada al laboratorio del museo, en espera de un examen realmente científico, en presencia de alguna autoridad médica competente. Recordando los acontecimientos anteriores, mantuvimos una estrecha vigilancia. A pesar de eso hubo otro intento de entrar en el museo: el cinco de diciembre, a las dos veinticinco de la madrugada. El aparato de alarma funcionó inmediatamente, y el intento quedó frustrado, aunque por desgracia, el criminal (o los criminales) logró escapar.
Me siento profundamente agradecido de que no haya llegado hasta el público ninguna otra alusión al caso. También desearía fervientemente que no hubiese nada más que decir. Algo trascenderá, sin embargo. Es natural. Y si me ocurriese algo, no sé que es lo que mis albaceas harán con este manuscrito. En todo caso, si llegara a publicarse, el asunto ya no estará dolorosamente reciente en la memoria de todos. Me cabe la esperanza, además, de que nadie crea en los hechos si son finalmente revelados. Eso es lo curioso del público. Cuando la prensa sensacionalista lanza algún infundio, está dispuesto a tragarse lo que sea, pero cuando se lleva a cabo una revelación sorprendente y fuera de lo común, la apartan con una sonrisa, como si fuese pura invención. Para bien de la salud mental de las personas, tal vez sea mejor así.
He dicho que habíamos proyectado un examen científico de la momia. Esto sucedió el ocho de diciembre, exactamente una semana después de la horrible culminación de los acontecimientos, y fue dirigida por el eminente doctor William Minot, en colaboración con Wentworth Moore, doctor en Ciencias Naturales y taxidermista del museo. El doctor Minot había presenciado la autopsia del petrificado nativo de Fidji, la semana antes. También estuvieron presentes los señores Lawrence Cabot y Dudley Saltonstall, administradores del museo, los doctores Mason, Wells y Carver, del servicio técnico del museo, dos representantes de la prensa y yo. Durante el transcurso de la semana, el estado del horrible ejemplar no había cambiado visiblemente, aparte cierta relajación de las fibras que daban a la posición de los ojos abiertos una ligera variación de cuando en cuando. A todos nos causaba temor mirarla de frente, pues la impresión de que vigilaba consciente y en silencio se había hecho intolerable. Por mi parte, tuve que hacer un gran esfuerzo para asistir a la autopsia.
El doctor Minot llegó poco después de la una de la tarde, y a los pocos minutos comenzó su reconocimiento de la momia. Al manipular en ella comenzó a desintegrarse rápidamente, en vista de lo cual -y teniendo en cuenta lo que se le había dicho sobre el gradual reblandecimiento de los tejidos a partir del primero de octubre-, decidió que debía hacerse una disección completa antes de que fuera tarde. Preparado, pues, el instrumental necesario que teníamos en el equipo de laboratorio, se empezó inmediatamente la autopsia. La singularidad de aquel tejido grisáceo y momificado le dejó perplejo.
Pero su sorpresa fue mucho mayor cuando hizo la primera incisión profunda. Del corte aquel comenzó a gotear lentamente un líquido espeso y rojo, cuya naturaleza -pese al incalculable número de siglos que separaban a aquella momia de nuestro presente- era absolutamente inequívoca. Unos pocos cortes más, ejecutados con habilidad, dejaron al descubierto diversos órganos en un grado asombroso de conservación... En efecto, todo estaba intacto, excepto en algunos puntos donde la petrificación había penetrado, originando daños o deformaciones. El estado de la momia era tan semejante al del cuerpo del isleño de Fidji, que el eminente médico se quedó estupefacto. La perfección de aquellos ojos terribles y saltones era pavorosa, y su grado de petrificación, muy difícil de determinar.
A las tres y treinta de la tarde abrieron el cráneo... y diez minutos más tarde, nuestro grupo, horrorizado, juraba mantener en secreto el resultado de la autopsia, que sólo documentos custodiados, como este manuscrito, pueden llegar a revelar un día. Incluso los dos periodistas prometieron guardar idéntico silencio. Porque la trepanación acababa de dejar al descubierto un cerebro vivo y palpitante.
miércoles, 23 de marzo de 2011
EN LA NOCHE DE LOS TIEMPOS
Título original: The Shadow Out Of Time (1934)
Publicado en Astounding Stories (junio de 1936).
Primera edición en castellano: En la noche de los tiempos (1969), traducción de Francisco Torres Oliver. Madrid.
Después de veintidós años de pesadillas y
terrores, de aferrarme desesperadamente a la
convicción de que todo ha sido un engaño de
mi cerebro enfebrecido, no me siento con
ánimos de asegurar que sea cierto lo que
descubrí la noche del 17 al 18 de julio de
1935, en Australia Occidental. Hay motivos
para abrigar la esperanza de que mi experiencia
haya sido, al menos en parte, una
alucinación, desde luego justificada por las
circunstancias. No obstante, la impresión de
realidad fue tan terrible, que a veces pienso
que es vana esa esperanza.
Si no he sido víctima de una alucinación, la
humanidad deberá estar dispuesta a aceptar
un nuevo enfoque científico sobre la realidad
del cosmos, y sobre el lugar que corresponde
al hombre en el loco torbellino del tiempo.
Deberá también ponerse en guardia contra un
peligro que la amenaza. Aunque este peligro
no aniquilará la raza entera, acaso origine
monstruosos e insospechados horrores en sus
espíritus más intrépidos.
Por esta última razón exijo vivamente que
se abandone todo proyecto de desenterrar las
ruinas misteriosas y primitivas que se proponía
investigar mi expedición.
Sí, efectivamente, me encontraba despierto
y en mis cabales, puedo afirmar que ningún
hombre ha vivido jamás nada parecido a
lo que experimenté aquella noche, lo cual,
además, constituía una terrible confirmación
de todo lo que había intentado desechar como
pura fantasía. Afortunadamente no hay
prueba alguna, toda vez que, en mi terror,
perdí el objeto que -de haber logrado sacarlo
de aquel abismo- habría constituido una
prueba irrefutable.
Cuando me enfrenté con aquel horror estaba
solo, y hasta la fecha no lo he relatado a
nadie. No pude impedir que los demás continuasen
excavando en dirección a tal objeto,
pero la suerte y la arena evitaron accidentalmente
que lo encontraran. Ahora debo hacer
una relación completa de los hechos, no sólo
en beneficio de mi propio equilibrio mental,
sino como advertencia para todos los lectores
serios.
Estas páginas, muchas de las cuales -las
primeras sobre todo- resultarán familiares al
lector asiduo de la prensa general y científica,
están escritas en el camarote del barco que
me trae de regreso a casa. Se las entregaré a
mi hijo, el profesor Wingate Peaslee, de la
Universidad del Miskatonic, único miembro de
mi familia que ha permanecido a mi lado durante
la extraña amnesia que me afectó durante
tanto tiempo y la persona más al tanto
de las circunstancias y detalles que concurrieron
en mi caso. De todo el mundo, probablemente
será él quien menos se burle de lo que
voy a contar sobre aquella noche fatal.
No le he dicho nada antes de embarcar,
porque pienso que es mejor para él revelárselo
por escrito. Leyendo y releyendo estas páginas
con calma, podrá formarse una idea
mucho más exacta y convincente que la que
podría proporcionarle en cuatro palabras
atropelladas.
Que él haga de este relato lo que crea más
conveniente; no me importa que lo dé a conocer,
con las debidas aclaraciones, en donde
más convenga. Teniendo en cuenta, pues,
que quienes lleguen a leerlo pueden no estar
al corriente de la fase inicial de mi caso, he
hecho un resumen bastante detallado de los
antecedentes.
Me llamo Nathaniel Wingate Peaslee, y
quienes recuerden mis artículos periodísticos
de hace unos quince años -o los artículos, y
cartas que publiqué en revistas de psicología
hace un par de lustros- sabrán quién soy. En
la prensa aparecieron muchos detalles acerca
de la extraña amnesia que me sobrevino entre
1908 y 1913, amnesia que fue relacionada
en gran parte con las horrendas tradiciones
de brujería existentes en la pagana ciudad de
Arkham, Massachusetts que, como ahora,
constituía entonces mi lugar de residencia.
Con todo, me habría gustado saber si no
hubo algún elemento de locura hereditaria en
los primeros años de mi vida. Este es un
hecho de enorme importancia para mí, ya que
si no hubo tal cosa, la sombra de horror que
se abatió sobre mí procedía irremisiblemente
del exterior.
Puede que los pasados siglos de tinieblas
hayan hecho a la ruinosa ciudad de Arkham
particularmente vulnerable a ciertas amenazas
preternaturales; pero parece dudoso, a la
luz de los distintos casos que posteriormente
tuve ocasión de estudiar. Sin embargo, hasta
donde he podido indagar, mis antecedentes
familiares son normales por completo. Lo que
sobre mí se abatió provenía del exterior, estoy
persuadido de ello, pero aún no me atrevo
a afirmar de dónde.
Soy hijo de Jonathan Peaslee y de Hannah
Wingate, ambos procedentes de antiguas y
sanas familias de Haverhill. He nacido y me
he criado en Haverhill -en la vieja mansión de
Boardman Street, cerca de Golden Hill- y no
fui a Arkham hasta 1895, año en que ingresé
en la Universidad del Miskatonic como auxiliar
de economía política.
Durante los trece años que siguieron, mi
vida transcurrió apacible y feliz. En 1896, me
casé con Alicia Keezer, natural de Haverhill, y
mis tres hijos, Robert, Wingate y Hannah,
nacieron en 1898, 1900 y 1903, respectivamente.
En 1898 fui ascendido a profesor adjunto
y, en 1902, a catedrático. En ninguna
ocasión sentí el menor interés por el ocultismo
o la psicología patológica.
La extraña crisis de amnesia me sobrevino
un jueves, el 14 de mayo de 1908. Su comienzo
fue completamente repentino, aunque
más tarde recordé ciertas visiones breves y
caóticas que me habían turbado en gran manera
horas antes, y que sin duda constituían
los síntomas premonitorios. Sentía, además,
fuertes dolores de cabeza, y una extraña sensación,
totalmente nueva para mí: era como
si alguien tratara de apoderarse de mis pensamientos.
La cosa me ocurrió a eso de las diez y
veinte de la mañana, mientras dictaba una
clase de historia y tendencias actuales de la
economía política ante numerosos alumnos
de tercer año y unos pocos de segundo. Empecé
por ver extrañas formas danzantes y a
sentir que me encontraba en una habitación
desconocida que no era el aula de la Universidad.
Mis pensamientos y discurso se desviaron
del tema, y los estudiantes comprendieron
que algo grave me ocurría. Entonces, sentado
donde estaba, me sumí en un estupor del que
nadie podría sacarme. Pasaron cinco años,
cuatro meses y trece días, antes de recobrar
el uso de mis facultades.
Lo que voy a relatar a continuación, como
es natural, lo he sabido a través de otras personas.
Permanecí en un coma profundo por
espacio de dieciséis horas y media, a pesar
de ser trasladado a mi casa, Crane Street 27,
y de prestárseme una magnífica asistencia
médica.
A las tres de la madrugada del día 15 de
mayo, abrí los ojos y comencé a hablar; pero
el médico y mi familia no tardaron en alarmarse
vivamente por el cambio de mi expresión
y mi lenguaje. Estaba claro que yo no
recordaba mi identidad ni mi pasado, aunque
por alguna razón, parecía como si yo preten-
diera ocultar esta inmensa laguna de mi memoria.
Mi mirada expresaba extrañeza al contemplar
a las personas que me rodeaban, y
mis músculos faciales ejecutaban gestos desconocidos
por completo.
Incluso mi habla parecía torpe y extraña.
Empleaba mis órganos vocales de modo torpe
y vacilante, y mi dicción tenía un tono curioso,
como si pronunciase trabajosamente un
idioma aprendido en los libros. Mi acento era
bárbaro, como el de un extranjero, y mi lenguaje
abundaba en arcaísmos y expresiones
gramaticalmente incomprensibles.
Unos veinte años después, el más joven de
los médicos tuvo ocasión de recordar, impresionado
y hasta con cierto horror, una de
aquellas extrañas frases mías. Pues últimamente
la misma frase que entonces pronuncié
ha comenzado a ponerse de moda, primero
en Inglaterra y luego en Estados Unidos. A
pesar de tratarse de una expresión rebuscada
e indiscutiblemente nueva, reproduce hasta
en sus más nimios pormenores las mismas
palabras del extraño paciente que fui en
1908.
Después del ataque no tardé en recobrar la
fuerza física, aunque hube de necesitar numerosas
sesiones de reeducación antes de
lograr emplear coordinadamente mis manos,
piernas y aparato locomotor en general. A
causa de éste y otros obstáculos inherentes a
mi cuadro amnésico, estuve sometido durante
largo tiempo a rigurosos cuidados médicos.
Cuando observé que habían fracasado mis
intentos por ocultar la falta de memoria, lo
admití abiertamente, y me mostré ansioso de
recibir toda clase de información. En efecto,
los médicos pudieron comprobar que yo llegué
a perder todo interés por mi propia persona
tan pronto como me di cuenta de que el
caso de amnesia era aceptado como cosa natural.
Observaron que mi máximo interés se
orientaba hacia determinadas cuestiones de
la historia, de la ciencia, del arte, del lenguaje
y de las tradiciones populares -algunas
tremendamente oscuras y otras de una sim-
pleza pueril- que, en la mayoría de los casos,
yo desconocía por completo.
Al mismo tiempo observaron que poseía
ciertos conocimientos asombrosos, muchos de
ellos casi ignorados por la ciencia. Pero, al
parecer, yo trataba de ocultarlos, en vez de
exhibirlos. En ocasiones aludía, inadvertidamente
y con seguridad inusitada, a acontecimientos
ocurridos en edades oscuras, muy
anteriores a todos los ciclos aceptados por la
historia. Pero al ver la sorpresa que producían,
trataba de hacer pasar mis alusiones por
una broma. Y mi manera de referirme al futuro
causó pavor más de una vez.
Pronto dejé de manifestar esos misteriosos
destellos de asombroso saber. Algunos observadores
los atribuyeron a una hipócrita reserva
por mi parte, más que a una disminución
de los excepcionales conocimientos que se
vislumbraban tras de mis palabras. Por otra
parte, se mantenía mi desmesurada avidez
por asimilar la lengua, las costumbres y las
perspectivas del mundo en el futuro. Era co-
mo si yo fuese un investigador, venido de
tierras remotas y extrañas.
En cuanto me lo autorizaron comencé a
frecuentar asiduamente la biblioteca de la
Universidad. Poco después inicié los preparativos
de aquellos viajes extraordinarios y
aquellos cursos especiales que di en diversas
universidades americanas y europeas, que
tantos comentarios provocaron a continuación.
En ningún momento perdí contacto con sabios
y eruditos, aprovechando que mi caso
gozaba de alguna celebridad entre los psicólogos
de aquel tiempo. En varias conferencias
fui presentado como un caso típico de desdoblamiento
de la personalidad, a pesar de que,
de vez en cuando, sorprendía a los conferenciantes
con algunos síntomas inexplicables o
con cierta sombra de ironía cuidadosamente
velada.
No obstante, casi nadie me demostró simpatía
o afecto. Había algo en mi aspecto y en
mi manera de hablar, que suscitaba temor y
aversión en aquellos con quienes me relacio-
naba. Era como si yo fuese un ser infinitamente
alejado de todo lo equilibrado y normal.
Mi presencia les producía una vaga sensación
que les hacía pensar en abismos incalculables
de distancia.
Ni siquiera mi propia familia constituía una
excepción. Desde el momento en que me recobré
del colapso, mi mujer me miró con extremada
aversión y horror, jurando que yo
era un desconocido que usurpaba el cuerpo
de su marido. En 1910, obtuvo el divorcio
judicial, y no consintió en verme ni aun después
de haber vuelto a la normalidad, en
1913. Estos sentimientos eran compartidos
por mi hijo mayor y mi hija pequeña; desde
entonces, no he vuelto a ver a ninguno de
ellos.
Sólo mi hijo segundo, Wingate, fue capaz
de vencer el terror y la repugnancia que mi
cambio despertaba. Se daba cuenta, indudablemente,
de que yo era un extraño. Pero,
aunque tenía ocho años de edad, mantuvo la
firme confianza de que al fin recobraría mi
propia identidad. Cuando esto sucedió, vino a
buscarme, y los tribunales me confiaron su
custodia. Durante los años subsiguientes, me
ayudó en los estudios que emprendí, y hoy,
con sus treinta y cinco años, es profesor de
psicología de la Universidad de Miskatonic.
Pero, en verdad , no me sorprende el
horror que provocaba a los demás… Efectivamente,
el espíritu, la voz y la expresión del
semblante del ser que despertó el 15 de mayo
de 1908, no eran de Nathaniel Wingate
Peaslee.
No pretendo extenderme hablando de mi
vida entre 1908 y 1913, ya que los lectores
pueden averiguar los pormenores de mi caso
consultando -como he tenido que hacer yo
mismo- las columnas de periódicos y revistas
científicas de esa época.
Cuando se me autorizó a disponer de mis
propios recursos económicos, me dediqué a
viajar y a estudiar en diversos centros culturales.
Mis viajes, no obstante, eran en extremo
singulares, ya que a menudo suponían
prolongadas estancias en parajes remotos y
desolados.
En 1909 pasé un mes en el Himalaya. En
1911 llamé la atención sobremanera a causa
de la expedición que emprendí, en camello, a
los ignorados desiertos de Arabia. Nunca he
conseguido saber qué sucedía en aquellos
viajes.
Durante el verano de 1912 fleté un barco y
zarpé con rumbo al Artico, hasta el norte de
archipiélago de Spitzberg. A mi regreso di
muestras de decepción.
A finales de ese mismo año pasé unas semanas
solo, adentrándome por el vasto sistema
de cavernas de Virginia occidental, por
sus negros laberintos, más allá de donde
haya alcanzado jamás la huella del hombre.
Nadie se ha atrevido después a repetir esta
hazaña.
Mis estancias en las universidades se caracterizaban
por una asimilación de conocimientos
anormalmente rápida, como si mi
segunda personalidad tuviera una inteligencia
enormemente superior a la mía propia. He
descubierto también que mis capacidades de
lectura y de estudio eran extraordinarias. Me
bastaba con hojear un libro para dominarlo a
fondo. Mi habilidad para interpretar figuras
complicadas en un instante, era verdaderamente
asombrosa.
En ocasiones se llegó a rumorear que yo
poseía el poder de influir sobre el pensamiento
y la voluntad de los demás, aunque por lo
visto, procuraba yo disimular esta facultad.
También se habló de mis relaciones con los
dirigentes de diversas sectas ocultistas y con
eruditos sospechosos de mantener dudosos
contactos con los hierofantes de cultos abominables
tan antiguos como el mundo. Estos
rumores, cuyo fundamento no se pudo demostrar
entonces, se veían alentados por la
conocida temática de mis lecturas, puesto
que en las bibliotecas no se pueden consultar
libros raros sin que trascienda el secreto.
Hay pruebas palpables -mis anotaciones
marginales- de que estudié a conciencia libros
tales como el Cultes de Goules del conde
d'Erlette, De Vermis Mysteriis de Ludvig
Prinn, el Unaussprechlichen Kulten de von
Junzt, los fragmentos que se conservan del
enigmático Libro de Eibon, y el terrible Necronomicon
del árabe loco Abdul Alhazred. Y
es innegable, además, que durante el tiempo
de mi sorprendente cambio, renació una perversa
actividad en numerosos cultos secretos.
En el verano de 1913 comencé a dar
muestras de aburrimiento y desinterés, e insinué
a varias personas que cabía esperar en
mí un pronto cambio. Les dije que volvían a
mí algunos recuerdos de mi vida anterior,
pero me juzgaron insincero, considerando que
todos los detalles que yo mencionaba podían
proceder de mis antiguas notas personales.
Hacia mediados de agosto regresé a Arkham
y abrí mi casa de Crane Street, cerrada
durante todo este tiempo. Instalé allí un artefacto
de raro aspecto, cuyas piezas habían
sido construidas por diferentes fabricantes
americanos y europeos de aparatos de precisión,
y lo mantuve celosamente oculto de
toda persona inteligente que pudiera comprender
de qué se trataba.
Los pocos que llegaron a verlo -un obrero,
una sirvienta y la nueva ama de llaves- decí-
an que era como un armazón de varillas, ruedas
y espejos. Tenía unos sesenta centímetros
de alto, treinta de ancho y otros treinta
de espesor. En el centro tenía instalado un
espejo circular convexo. Todo esto ha sido
confirmado por los fabricantes de las distintas
piezas.
La noche del viernes 26 de septiembre
despedí al ama de llaves y a la criada hasta el
mediodía del día siguiente. Las luces de la
casa permanecieron encendidas hasta muy
tarde. Un hombre flaco, moreno, de aspecto
extranjero, llegó en un automóvil y entró.
Era alrededor de la una, cuando se apagaron
las luces. A las dos y cuarto, un policía
que pasaba por allí observó que reinaba la
tranquilidad más completa. El auto del extranjero
seguía estacionado junto a la acera.
Pero a eso de las cuatro ya no estaba allí.
A las seis de la mañana una voz titubean
te y exótica pidió por teléfono al doctor Wilson
que viniese a mi casa para sacarme del
extraño estado letárgico en que había caído.
Esta llamada -hecha desde larga distancia-
fue localizada más tarde. La efectuaron desde
un teléfono público de la Estación del Norte,
de Boston, pero no lograron descubrir el menor
rastro del flaco extranjero.
Cuando el doctor llegó a casa me encontró
inconsciente en el cuarto de estar, sentado en
una butaca, ante la mesa. En su pulimentada
superficie había unas arañazos que indicaban
el lugar donde se había colocado un objeto de
peso considerable. El extraño artefacto había
desaparecido y no volvió a saberse de él. Es
indudable que se lo había llevado el individuo
moreno y flaco que estuvo allí.
En la chimenea de la biblioteca hallaron
gran cantidad de ceniza: era todo cuanto
quedaba de las anotaciones tomadas por mí
durante el periodo de mi enfermedad. El doctor
Wilson comprobó que mi respiración era
agitada; pero después de una inyección hipodérmica,
volvió a hacerse regular.
A las once y cuarto de la mañana del día
27 de septiembre experimenté violentas sacudidas,
y mi semblante, hasta entonces rígida
coma una máscara, comenzó a dar mues-
tras de cierta expresividad. El doctor Wilson
advirtió que aquella expresión no correspondía
ya a mi segunda personalidad. Más bien
parecía como si recobrara mi identidad primitiva.
Alrededor de las once y media murmuré
unas cuantas palabras incomprensibles, sin
relación alguna con ningún lenguaje humano.
Daba la sensación de que me revolvía contra
algo. Luego, justo después de mediodía,
cuando ya habían regresada el ama de llaves
y la criada, empecé a decir en inglés:
-...De las economistas ortodoxos de ese
periodo, Jevons representa la tendencia predominante
a establecer correlaciones científicas.
Su intento de relacionar el ciclo económico
de prosperidad y crisis con el ciclo físico de
las manchas solares constituye, sin embargo,
la cúspide de...
Nathaniel Wingate Peaslee había regresado;
según su tiempo vital todavía se hallaba
en una mañana de 1908, ante sus alumnos
de economía política que le escuchaban con
atención.
II
Mi reintegración a la vida normal fue larga,
dolorosa y difícil. Perder cinco años crea más
complicaciones de las que se pueden imaginar,
y en mi caso, quedaba además un sinnúmero
de cuestiones por resolver.
Lo que me contaron sobre mis actividades
posteriores a 1908 me dejó anonadado, pero
traté de considerar el asunto lo más filosóficamente
posible. Finalmente, una vez lograda
la custodia de mi hijo Wingate, me instalé
con él en mi casa de Crane Street y procuré
reanudar mis tareas docentes, ya que la Facultad
me había ofrecido cariñosamente mi
antigua cátedra.
Me incorporé a mi trabajo en febrero de
1914, y a él me dediqué durante un año. En
este tiempo me di cuenta de que, después de
aquel largo periodo de amnesia, yo no era el
de antes. Aunque me hallaba mentalmente
sano -así lo creía, al menos-, y conservaba
íntegra mi propia personalidad, había perdido
el vigor y la energía de otros tiempos. Continuamente
me acosaban sueños vagos y extrañas
ideas, y cuando el estallido de la Guerra
Mundial orientó mi interés hacia temas
históricos, me di cuenta de que consideraba
las épocas y las acontecimientos de manera
sumamente extraña.
Mi concepción del tiempo -mi capacidad
para distinguir entre sucesión y simultaneidad-
había sufrido una sutil alteración, de
modo que me forjaba quiméricas ideas sobre
la posibilidad de vivir en una época determinada
y proyectar mi espíritu por toda la eternidad,
para conocer las edades pasadas y
futuras.
La guerra originó en mí extrañas impresiones:
era como si recordarse algunas de sus
últimas consecuencias, como si supiera cuál
iba a ser su desenlace, y pudiera contemplar
retrospectivamente los hechos que se desarrollaban
en el presente. Todos estos pseudo-
recuerdos venían acompañados de fuertes
dolores de cabeza, y la clara sensación de
que entre ellos y mi conciencia se alzaba alguna
barrera psicológica.
Cuando tímidamente confiaba mis impresiones
a los demás, observaba que reaccionaban
de la manera más diversa. Casi todos
me miraban can desconfianza. Los matemáticas,
en cambio, me hablaban de los últimos
adelantos de la ciencia que cultivaban: de la
teoría de la relatividad, que entonces sólo era
conocida en los medios científicos, pera que
más adelante llegaría a ser mundialmente
famosa. Según decían, el doctor Albert Einstein
había logrado reducir el tiempo a una
simple dimensión.
Sin embargo, los sueños y sentimientos
turbadores se apoderaron de mí hasta tal
extremo que en 1915 me vi obligado a abandonar
mis actividades docentes. Algunas de
mis sensaciones anormales fueron tomando
un cariz inquietante. En ocasiones, por ejemplo,
me sentía dominado por la convicción de
que, en el curso de mi amnesia, me había
sobrevenido un cambio espantoso; que mi
segunda personalidad procedía, sin duda, de
regiones ignoradas, como si una fuerza desconocida
y remota se hubiera aposentado en
mí, mientras mi verdadera personalidad era
desplazada de mi propio interior.
Este es el motivo de que entonces me entregase
a vagas y espantosas especulaciones
sobre cuál habría sido el paradero de mi auténtica
mismidad durante los años en que el
intruso había ocupado mi cuerpo. La singular
inteligencia y la extraña conducta de ese intruso
me turbaban cada vez más, a medida
que me enteraba de nuevos detalles, a través
de conversaciones, periódicos y revistas.
Las rarezas que tanto habían desconcertado
a los demás parecían armonizar terriblemente
con ese trasfondo de conocimientos
impíos que emponzoñaba los abismos de mi
subconsciente. Me dediqué a investigar todos
los datos y examiné escrupulosamente los
estudios y los viajes efectuados por el otro
durante mis años de oscuridad.
No todas mis inquietudes eran de índole
especulativa. Los sueños, por ejemplo, eran
cada vez más vívidos y detallados. Como sa-
bía la opinión que merecían a la mayor parte
de la gente, raras veces los mencionaba, excepto
a mi hijo o a algún psicólogo de mi confianza.
Pero finalmente comencé un estudio
científico de otros casos de amnesia, con el
fin de averiguar hasta qué punto las visiones
que yo parecía eran características de esa
afección. Con ayuda de psicólogos, historiadores,
antropólogos y especialistas en enfermedades
mentales, realicé un estudio exhaustivo
que comprendía todos los casos de
desdoblamiento de la personalidad recogidos
en la literatura médica desde los tiempos de
los endemoniados hasta el momento actual;
pero los resultados, más que consolarme, me
inquietaron doblemente.
No tardé mucho tiempo en comprobar que
mis sueños diferían radicalmente de los que
solían darse en los casos auténticos de amnesia.
No obstante, descubrimos unos pocos
casos que me tuvieron desconcertado durante
años por su semejanza con mi propia experiencia.
Algunos no eran más que relatos
fragmentarios de antiguas historias popula-
res; otros eran casos registrados en los anales
de la medicina. En una o dos ocasiones,
se trataba únicamente de confusas referencias
entremezcladas con historias bastante
vulgares por lo demás.
De este modo averiguamos que, pese a la
rareza de mi afección, se habían presentado
casos análogos, a largos intervalos, desde los
mismos orígenes de la historia. A veces, en
un periodo de varios siglos se presentaban
uno, dos y hasta tres casos; a veces, no se
presentaba ninguno. Al menos, ninguno de
que quedase constancia.
En esencia, se trataba siempre de lo mismo:
una persona de alto nivel intelectual se
veía dominada por una segunda naturaleza
que le obligaba a llevar, durante un periodo
más o menos largo, una existencia absolutamente
extraña, caracterizada al principio por
una torpeza verbal y motora, y más tarde por
la adquisición masiva de conocimientos científicos,
históricos, artísticos y antropológicos.
Este aprendizaje se llevaba a cabo con un
entusiasmo febril y denotaba una prodigiosa
capacidad de asimilación. Luego, el sujeto
regresaba a su propia personalidad, que, en
lo sucesivo, se veía atormentada por unos
sueños vagos, indeterminados, en los que
latían recuerdos fragmentarios de algo espantoso
que había sido borrado de su mente.
La enorme semejanza de aquellas pesadillas
con la mía -incluso en algunos detalles
insignificantes- no dejaba lugar a dudas sobre
su íntima relación. En dos de aquellos casos
por los menos, se daban ciertas circunstancias
que me resultaban familiares, como si, a
través de algún medio cósmico inimaginable,
hubiera tenido noticia de ellos. En otros, se
mencionaba claramente un desconocido artefacto,
idéntico al que había estado en mi casa
antes de mi regreso a la normalidad.
Otra cosa que llegó a preocuparme durante
la investigación fue la frecuencia con que
ciertas personas no afectadas por dicha enfermedad
sufrían parecida clase de pesadillas.
Estas últimas personas eran mayormente
de inteligencia mediocre o inferior, y algunas
tan primitivas, que no se las podía considerar
como vectores aptos para la adquisición de
una ciencia y unos conocimientos preternaturales.
Durante un segundo, se veían inflamados
por una fuerza ajena; pero en seguida
volvían a su estado anterior, quedándoles
apenas un recuerdo débil, evanescente, de
horrores inhumanos.
En los últimos cincuenta años se habían
presentado por lo menos tres casos de estos.
Uno de ellos hace tan sólo quince años. ¿Acaso
se trataba de una entidad desconocida que
tanteaba a ciegas, a través del tiempo, desde
el fondo de algún abismo insospechado de la
naturaleza? En tal caso, ¿no serían estos casos
las manifestaciones de unos experimentos
monstruosos, cuyo objetivo era preferible
ignorar para no perder la razón?
Estas eran las fantásticas divagaciones a
las que me entregaba continuamente, excitado
por las diversas creencias míticas que iba
descubriendo en el curso de mis investigaciones.
No cabía duda, pues, de que había determinadas
historias -persistentes desde la
más remota antigüedad y desconocidas, al
parecer, tanto por las víctimas de amnesia
como por los médicos que habían estudiado
sus casos más recientes- que formaban como
un plan asombroso y terrible destinado a raptar
la mente de los hombres, como había ocurrido
en mi caso. Aún ahora tengo miedo de
referir la naturaleza de esos sueños, y las
ideas que me asaltaban con mayor intensidad
cada vez. Era de locura. A veces creía que, de
verdad, me estaba volviendo loco. ¿Acaso era
víctima de algún tipo de alucinación que afectaba
a los que habían sufrido una laguna en
la memoria? En ese caso no sería del todo
inverosímil que el subconsciente, en un esfuerzo
por llenar un vacío confuso con pseudo-
recuerdos, diera lugar a extravagantes
aberraciones de la imaginación.
Aunque yo me inclinaba más bien por una
interpretación basada en los mitos populares,
las teorías basadas en dichos esfuerzos del
subconsciente gozaban de mayor preponderancia
entre los alienistas que me ayudaban
en mi búsqueda de casos similares al mío, y
que compartieron mi asombro ante el exacto
paralelismo que solíamos descubrir.
Para los psiquiatras mi estado no podía
diagnosticarse como verdadera enfermedad
mental, sino más bien como trastorno neurótico.
De acuerdo con las normas psicológicas
más científicas, alentaron todo intento por mi
parte de buscar datos que aportaran alguna
luz en este asunto, en vez de pretender inútilmente
soslayarlo, yo tenía en cuenta, especialmente,
la opinión de aquellos médicos
que me habían estudiado durante el tiempo
que estuve dominado por la otra personalidad.
Mis primeros trastornos no fueron de índole
visual, sino que se relacionaban con las
cuestiones abstractas que ya he mencionado.
Y experimenté, también al principio, un sentimiento
vago y profundo de inexplicable
horror: consistía en una extraña aversión a
contemplar mi propia figura, como si temiese
que mis ojos fueran a descubrir algo ajeno e
inconcebiblemente repugnante.
Cuando por fin me atrevía a mirarme, y
percibía mi figura humana y familiar, sentía
invariablemente un raro alivio. Pero para lograr
ese descanso tenía que vencer primero
un miedo infinito. Evitaba los espejos por
sistema, y me afeitaba en la barbería.
Pasé mucho tiempo sin relacionar estos
sentimientos inquietantes con las visiones
fugaces que pronto comenzaron a asaltarme
cada vez más, y la primera vez que lo hice,
fue con motivo de la extraña sensación que
tenía de que mi memoria había sido alterada
artificialmente.
Tenía la convicción de que tales visiones
poseían un significado profundo y terrible
para mí, pero era como si una influencia externa
y deliberada me impidiese captar ese
significado. Luego, empecé a sentir esas
anomalías en la percepción del tiempo, y me
esforcé desesperadamente por situar mis visiones
oníricas en sus correspondientes coordenadas
tempoespaciales.
Al principio, más que horribles, las visiones
propiamente dichas eran meramente extra-
ñas. En ellas, me hallaba en una cámara abovedada
cuyas elevadísimas arquivoltas de
piedra casi se perdían entre las sombras de
las alturas. Cualquiera que fuese la época o
lugar en que se desarrollaba la escena, era
evidente que los constructores de aquella
cámara conocían tanta arquitectura, por lo
menos, como los romanos.
Había ventanales inmensos y redondos,
puertas rematadas en arco y pedestales o
altares tan altos como una habitación ordinaria.
Sobre los muros se alineaban vastos estantes
de madera oscura, con enormes volúmenes
que mostraban incomprensibles descripciones
jeroglíficas en sus lomos.
En su parte visible, los muros estaban
construidos con bloques en los que había esculpidas
unas figuras curvilíneas, de diseño
matemático, e inscripciones análogas a las
que mostraban los enormes libros. La sillería,
de granito oscuro, era de proporciones megalíticas.
Los sillares estaban tallados de forma
que la cara superior, convexa, encajaba en la
cara cóncava inferior de los que descansaban
encima.
No había sillas, pero sobre los inmensos
pedestales o altares había libros desparramados,
papeles, y ciertos objetos que tal vez
fuesen material de escritorio: un recipiente de
metal purpúreo, curiosamente adornado, y
unas varas con la punta manchada. A pesar
de la gran altura de dichos pedestales, sin
saber cómo, los veía yo desde arriba. Algunos
de ellos tenían encima grandes globos de
cristal luminoso que servían de lámparas, y
artefactos incomprensibles, construidos con
tubos de vidrio y varillas de metal.
Las ventanas, acristaladas, estaban protegidas
por un enrejado de aspecto sólido.
Aunque no me atreví a asomarme por ellas,
desde donde me encontraba podía divisar
macizos ondulantes de una singular vegetación
parecida a los helechos. El suelo era de
enormes losas octogonales. No había ni cortinajes
ni alfombras.
Más adelante tuve otras visiones. Atravesaba
por ciclópeos corredores de piedra, y
subía y bajaba por inmensos planos inclinados,
construidos con idéntica y gigantesca
sillería. No había escaleras por parte alguna,
ni pasadizo que no tuviera menos de diez
metros de ancho. Algunos de los edificios, en
cuyo interior me parecía flotar, debían de
tener una altura prodigiosa.
Bajo tierra había, también, numerosas
plantas superpuestas, y trampas de piedra,
selladas con flejes de metal, que hacían pensar
en bóvedas aún más profundas, donde
acaso moraba un peligro mortal.
En tales visiones tenía la sensación de
hallarme prisionero, y en torno a mí flotaba
un horror desconocido. Me daba la impresión
de que los burlescos jeroglíficos curvilíneos de
los muros habrían significado la perdición de
mi espíritu, de haberlos sabido interpretar.
Luego, andando el tiempo, empecé a soñar
con grandes espacios abiertos. Desde los ventanales
redondos y desde la gigantesca terraza
del edificio, contemplaba extraños jardines,
y una enorme extensión árida, con una
alta muralla ondulada, a la que conducía una
rampa más elevada que las demás.
A uno y otro lado de las vastas avenidas,
que medirían unos setenta metros de anchura,
se aglomeraba un sinfín de edificios gigantescos,
cada uno de los cuales poseía su
propio jardín. Estos edificios eran de aspecto
muy variado, pero casi ninguno de ellos tenía
menos de trescientos metros de alto, ni más
de sesenta metros cuadrados de superficie.
Algunos parecían realmente ilimitados; sus
fachadas superaban sin duda los mil metros
de altura, perdiéndose en los cielos brumosos
y grises.
Todas las construcciones eran de piedra o
de hormigón, y la mayor parte de ellas pertenecía
al mismo estilo arquitectónico curvilíneo
del edificio donde me encontraba yo. En vez
de tejado, tenían terrazas planas cubiertas de
jardines y rodeadas de antepechos ondulados.
Algunas veces las terrazas eran escalonadas,
y otras, quedaban grandes espacios
abiertos entre los jardines. En las enormes
avenidas me pareció vislumbrar cierto movi-
miento, pero en mis primeras visiones me fue
imposible precisar de qué se trataba.
En determinados parajes llegué a descubrir
unas torres enormes, oscuras, cilíndricas, que
se elevaban muy por encima de cualquier
otro edificio. Su aspecto las distinguía radicalmente
del resto de las construcciones. Se
hallaban en ruinas y, a juzgar por ciertas señales,
debían ser prodigiosamente antiguas.
Estaban construidas con bloques rectangulares
de basalto, y en su extremo superior eran
ligeramente más estrechas que en la base.
Aparte de sus puertas grandiosas, no se veía
el menor rastro de ventana o abertura. Asimismo,
observé que había otros edificios más
bajos, todos ellos desmoronados por la acción
erosiva de un tiempo incalculable, que parecían
una versión arcaica y rudimentaria de las
enormes torres cilíndricas. En torno a todo
este conjunto ciclópeo de edificios de sillería
rectangular, se cernía un inexplicable halo de
amenaza, análogo al que envolvía a las trampas
selladas.
Los jardines eran tan extraños que casi
causaban pavor. En ellos crecían desconocidas
formas vegetales que sombreaban amplios
senderos flanqueados por monolitos cubiertos
de bajorrelieves. Predominaba una
vegetación criptógama que recordaba a una
especie de helechos descomunales, unos verdes
y otros de un color pálido enfermizo, como
los hongos.
Entre ellos se alzaban unos árboles inmensos
y espectrales que parecían calamites, y
cuyos troncos, semejantes a cañas de bambú,
alcanzaban alturas increíbles. También había
otros empenachados, como cicas fabulosas, y
arbustos grotescos de color verde oscuro, y
otros mayores que, por su aspecto, podrían
tomarse por coníferas.
Las flores eran pequeñas y descoloridas,
distintas de cualquier especie conocida, y se
abrían entre el verdor de los amplios macizos
geométricos.
En unas cuantas terrazas o jardines colgantes
se veían otras especies de flores, mucho
más grandes, de vivos colores y formas
mórbidas y complicadas, producto, seguramente,
de sabias hibridaciones artificiales. Y
había ciertos hongos de formas, dimensiones
y matices inconcebibles, cuya disposición ornamental
ponía de manifiesto la existencia de
una desconocida, pero indiscutible tradición
jardinera. En los grandes parques parecía
como si se hubiese procurado conservar las
formas irregulares y caprichosas de la naturaleza.
En las azoteas, en cambio, se hacía patente
el arte del podador.
El cielo estaba casi siempre húmedo y
plomizo, y algunas veces presencié lluvias
torrenciales. De cuando en cuando, no obstante,
aparecían fugazmente el sol -un sol
inmenso- y la luna, que era distinta de la
nuestra, aunque nunca llegué a apreciar en
qué consistía la diferencia. De noche, rara vez
se despejaba el cielo lo suficiente para dejar a
la vista las constelaciones, pero cuando esto
sucedió, me resultaron casi totalmente irreconocibles.
Sus contornos recordaban a veces
los de las nuestras, pero no eran iguales. A
juzgar por la posición de unas pocas que lo-
gré situar, debía hallarme en el hemisferio
sur de la tierra, no muy lejos del Trópico de
Capricornio.
El horizonte se veía siempre brumoso, como
envuelto en nieblas fantásticas, pero pude
vislumbrar que, más allá de la ciudad, se extendían
selvas de árboles desconocidos -
Calamites, Lepidodendros, Sigillarias-, que,
en la lejanía, parecían temblar engañosamente
entre los vapores cambiantes del horizonte.
De cuando en cuando, me parecía ver algún
movimiento en el cielo, pero en mis primeras
visiones no llegué nunca a determinar
de qué se trataba.
En el otoño de 1914 empecé a soñar que
flotaba por encima de la ciudad y sus alrededores.
Así descubrí que los temibles bosques
de árboles manchados, rayados o jaspeados
como animales, eran atravesados por larguísimas
carreteras que, en ocasiones, conducían
a otras ciudades parecidas a la que me
obsesionaba en mis sueños.
Vi también edificios fantásticos y lúgubres,
de piedra negra o iridiscente, situados en
regiones yermas donde reinaba un perpetuo
crepúsculo, y volé sobre unas calzadas ciclópeas
que atravesaban pantanos tan oscuros
que apenas podía distinguir medianamente su
vegetación húmeda y gigantesca.
Una vez pasé por una inmensa llanura salpicada
de ruinas de basalto, erosionadas por
el tiempo, y cuyo trazado recordaba el de las
oscuras torres sin ventanas de la ciudad que
era mi verdadera obsesión.
En otra oportunidad, al pie de una ciudad
inmensa de cúpulas y arcos fabulosos, batiendo
contra un muelle de rocas colosales,
contemplé la mar ilimitada y gris, sobre la
cual se movían grandes sombras informes y
cuya superficie se enturbiaba con inquietantes
burbujas.
III
Como he dicho, estas visiones no fueron
en un principio de carácter terrorífico. Sin
duda, muchas personas han soñado cosas
aún más extrañas, cosas que son el producto
de una mezcla inconexa de detalles de la vida
diaria, de cuadros y lecturas, fundidos fantásticamente
por los caprichos de sueño.
Durante un tiempo, aun cuando nunca
había tenido ningún sueño de este género,
acepté mis visiones como cosa natural. Me
dije que muchos de los elementos fantásticos
de esas visiones procedían de causas triviales,
aunque demasiado numerosas para poderlas
identificar; otros, en cambio, eran probablemente
una interpretación onírica de mis
conocimientos elementales sobre la flora y el
clima de hace ciento cincuenta millones de
años, es decir, de la Edad Pérmica o Triásica.
En el curso de algunos meses, no obstante,
el elemento terrorífico fue rápidamente en
aumento, a medida que mis sueños iban tomando
un aspecto inequívoco de recuerdos, y
yo los relacionaba cada vez más con mis preocupaciones
abstractas, con la sensación de
que en mi memoria había sido borrado algo
muy importante, con mi sorprendente concepción
del tiempo, con la impresión de que,
entre 1908 y 1913, había morado un intruso
en mí, y con la inexplicable aversión que me
causaba posteriormente mi propia persona.
Cuando comenzaron a aparecer determinados
detalles de mis sueños, mi horror se
centuplicó. En octubre de 1915 comprendí al
fin que debía hacer algo. Fue entonces cuando
emprendí el estudio intensivo de los casos
de amnesia y visiones. Pensé que así podría
objetivar mi estado de confusión y liberarme
de la ansiedad que me oprimía.
Sin embargo, como he dicho antes, el resultado
fue diametralmente opuesto a lo que
había previsto. Mi angustia aumentó al descubrir
que otras personas habían tenido idénticos
sueños a los míos, y que algunos casos,
además, se remontaban a épocas en que no
cabía admitir ninguna clase de conocimiento
geológico, y por consiguiente, ninguna idea
sobre el paisaje de las edades prehistóricas.
Y lo que es más, en muchos de estos casos
se especificaban ciertos pormenores y ciertas
explicaciones que se relacionaban con los
inmensos edificios y los selváticos jardines.
Mis propias visiones eran ya bastante terroríficas
en sí, pero lo que daban a entender o
afirmaban algunos otros soñadores era pura
locura y blasfemia. Lo peor de todo fue que la
lectura de aquellas experiencias que contaban
suscitó en mí nuevos sueños, aún más descabellados,
y un presagio de revelaciones venideras.
No obstante, casi todos los médicos
me aconsejaron proseguir mi investigación.
Estudié psicología sistemáticamente y, por
las mismas razones que yo, mi hijo Wingate
me secundó, iniciando entonces los estudios
que le llevaron por último a la cátedra que
ocupa actualmente. En 1917 y 1918 me matriculé
en varios cursos especiales de la Universidad
del Miskatonic. Entretanto, continué
examinando infatigablemente infinidad de
documentos médicos, históricos y antropológicos,
lo que me obligaba también a efectuar
diversos viajes a algunas bibliotecas apartadas
para leer los libros sobre artes ocultas y
prohibidas, en las cuales parecía tan febrilmente
interesada mi segunda personalidad.
Algunos de estos volúmenes eran, efectivamente,
los mismos que había consultado yo
durante mi periodo amnésico. Lo desconcertante
de estos libros eran las anotaciones
marginales y las correcciones en el texto,
escritas en una caligrafía y un lenguaje que,
en cierto modo, hacían pensar en algo ajeno
por completo al hombre.
Casi todas estas anotaciones estaban redactadas
en las lenguas respectivas de los
diferentes libros, lenguas que el misterioso
glosador parecía conocer sobradamente, aunque
de modo académico. Sin embargo, en el
Unaussprechlichen Kulten de von Junzt figuraba
una anotación que difería alarmantemente
de las anteriores. Consistía en unos
jeroglíficos curvilíneos, trazados con la misma
tinta que las correcciones en alemán, pero en
ellos no se reconocía ningún alfabeto humano.
Y estos jeroglíficos eran asombrosa e inequívocamente
análogos a los caracteres que
constantemente se me aparecían en sueños,
caracteres cuyo significado a veces, de mane-
ra fugaz, creía conocer o estaba a punto de
recordar.
Para completar mi total confusión muchos
bibliotecarios me aseguraron que, teniendo
en cuenta mis anteriores indagaciones y las
fechas en que había consultado los volúmenes
en cuestión, era muy posible que todas
estas notas hubiesen sido realizadas por mí
durante mi estado de enajenación. Sin embargo,
esto está en contradicción con el
hecho de que yo ignoraba, y todavía ignoro,
tres de aquellos idiomas.
Una vez reunidos los datos dispersos, antiguos
y modernos, antropológicos y médicos,
me encontré con una mezcla medianamente
coherente de mitos y alucinaciones, cuya índole
demencial me dejó completamente ofuscado.
Sólo una cosa me consolaba: el hecho
de que tales mitos existieran desde tiempos
remotos. No podía siquiera imaginar qué
ciencia olvidada había sido capaz de introducir
tan atinadas descripciones de los paisajes
paleozoicos o mesozoicos en aquellas fábulas
primitivas. Pero el caso es que allí estaban, y,
por lo tanto, existía una base real sobre la
que cabía elaborar un modelo fijo de alucinaciones.
La amnesia creaba sin duda los rasgos generales
de los mitos, pero después, los detalles
fantásticos con que los propios enfermos
enriquecían sus experiencias morbosas influían
en las víctimas posteriormente, adoptando
un extraño matiz de pseudo-recuerdo. Yo
mismo, durante mis años de enajenación,
había leído y oído infinidad de leyendas primitivas,
como puso de manifiesto mi ulterior
investigación. ¿No era natural, pues, que mis
sueños sufrieran la influencia de los datos
asimilados durante mi estado secundario?
Había mitos que se relacionaban con ciertas
leyendas oscuras sobre la existencia de
un mundo prehumano, y especialmente con
las de origen hindú, que hablan de espantosos
abismos de tiempo y forman parte del
saber de los actuales teósofos.
El mito primordial y los modernos casos de
amnesia coincidían en suponer que el género
humano es tan sólo una -quizá la más insig-
nificante- de las razas altamente evolucionadas
que han gobernado los misteriosos destinos
de nuestro planeta. Según esto, hubo
seres de forma inconcebible que habían levantado
torres hasta el cielo y ahondado en
los secretos de la naturaleza, antes que el
primer anfibio, remoto antepasado del hombre,
saliese de las cálidas aguas de la mar,
hace trescientos millones de años.
Algunos de aquellos seres habían bajado
de las estrellas; otros eran tan viejos como el
cosmos; otros se desarrollaron vertiginosamente
de gérmenes de la tierra, tan alejados
de los primeros orígenes de nuestro ciclo evolutivo,
como éstos de nosotros mismos. En
tales mitos se hablaba de miles de millones
de años, y de misteriosas relaciones con otras
galaxias y otros universos. En ellos, sin embargo,
no existía el tiempo tal como lo concibe
el hombre.
Pero la mayor parte de esas leyendas y
esas visiones se refería a una raza relativamente
tardía, de constitución extraña y complicada,
distinta de cualquier forma de vida
conocida por la ciencia actual, que se había
extinguido tan sólo cincuenta millones de
años antes de la aparición del hombre. Según
los mitos había sido la raza más poderosa de
todas, porque únicamente ella había. conquistado
el secreto del tiempo.
Esta raza conocía la ciencia de todas las
civilizaciones pasadas y futuras de la Tierra,
ya que sus espíritus más poderosos poseían
la facultad de proyectarse en el pasado y en
el futuro, salvando incluso abismos de millones
de años, con objeto de estudiar el saber
de cada época. De las conquistas de esta raza
derivaban todas las leyendas de profetas,
incluidas las pertenecientes a ciclos mitológicos
humanos.
Sus inmensas bibliotecas conservaban innumerables
textos y grabados que resumían
toda la historia de la Tierra. En ellos se describía
cada una de las especies que existieron
o llegarían a existir, con especial referencia a
sus artes, sus realizaciones, sus lenguas y su
psicología.
Gracias a esta ciencia incalculable, la Gran
Raza tomaba de cada era y de cada forma de
vida, las ideas, las artes y las técnicas que
mejor convinieran a sus propias condiciones y
circunstancias. El conocimiento del pasado,
logrado mediante una especie de proyección
mental que nada tenía que ver con nuestros
cinco sentidos, era más difícil de conseguir
que el del futuro.
El método para conocer el porvenir era
más sencillo y material. Con ayuda de ciertos
aparatos, la mente se proyectaba en el tiempo
futuro tanteando su camino por medios
extrasensoriales, hasta que localizaba la época
deseada. Luego, después de varios ensayos
preliminares, se apoderaba de uno de los
mejores ejemplares de la forma de vida dominante
en dicho periodo. Para ello, se introducía
en el cerebro del organismo escogido y
le imponía sus propias vibraciones, en tanto
que la mente así desplazada se hundía en la
noche de los tiempos, hasta la misma época
del intruso, en cuyo cuerpo permanecía hasta
que se efectuase el proceso inverso.
Entre tanto, la mente desplazada, se proyectaba
a su vez hacia la época y el cuerpo
del espíritu invasor, era cuidadosamente vigilada.
Se impedía que dañase el cuerpo que
ocupaba, y se le extraían todos los conocimientos
útiles por medio de interrogatorios
especiales, que a menudo se realizaban en su
propia lengua, cuando la Gran Raza era capaz
de expresarse en ella, merced a anteriores
exploraciones del futuro.
Si el espíritu secuestrado provenía de un
cuerpo cuyo idioma no podía reproducir la
Gran Raza por falta de órganos adecuados, se
recurría a unas máquinas ingeniosísimas, en
las cuales era posible reproducir cualquier
lengua extraña como en un instrumento musical.
Los miembros de la Gran Raza eran como
enormes conos rugosos de unos cuatro metros
de altura y tenían la cabeza y los demás
órganos situados en el extremo de unos tentáculos
retráctiles que les nacían en el mismo
vértice del cono. Se comunicaban entre sí por
medio de castañeteos y roces ejecutados con
las garras o pinzas en que terminaban dos de
sus cuatro miembros tentaculares, y avanzaban
dilatando y contrayendo una capa muscular
viscosa situada en la parte inferior de
sus bases, de unos tres metros de diámetro.
Una vez disipado el aturdimiento del espíritu
cautivo, y -suponiendo que viniese de un
cuerpo totalmente distinto a los de la Gran
Raza- perdido ya el horror por la forma extraña
de su nuevo cuerpo provisional, se le
permitía estudiar su situación y adquirir la
portentosa sabiduría de esa raza.
Con las debidas precauciones, y a cambio
de determinados servicios, se le permitía recorrer
aquel extraño mundo en gigantescas
aeronaves o en inmensos vehículos semejantes
a embarcaciones atómicas que surcaban
las grandes carreteras, y penetrar libremente
en las bibliotecas que guardaban documentos
sobre el pasado y el futuro del planeta.
Esto reconciliaba a muchos espíritus cautivos
con su destino. Y no era de extrañar,
puesto que se trataba únicamente de inteligencias
muy elevadas, para las cuales el des-
cubrimiento de los misterios insondables de la
Tierra -capítulos concluidos de un pasado
inconcebiblemente remoto y torbellinos vertiginosos
del tiempo por venir- constituye
siempre, a pesar de los horrores que puedan
salir a la luz, la suprema experiencia de la
vida.
En ocasiones, algunos eran autorizados a
reunirse con otras inteligencias cautivas procedentes
del futuro; de este modo, era posible
cambiar impresiones con otros seres inteligentes
de cien mil o un millón de años antes
o después de sus propias épocas. Y a todos se
les invitaba a escribir, cada uno en su lengua,
detallados informes de sus respectivos periodos,
los cuales pasaban a engrosar los grandes
archivos centrales.
Puede añadirse que había ciertos cautivos
cuyos privilegios eran infinitamente superiores
a los de los demás. Eran los desterrados a
perpetuidad, seres del futuro despojados de
sus cuerpos por los espíritus más elevados de
la Gran Raza que, abocados a la muerte, tra-
taban de evitar así la extinción de sus inteligencias.
Tales desterrados melancólicos no eran tan
numerosos como sería de esperar, ya que la
longevidad de la Gran Raza reducía su apego
a la vida, especialmente entre sus individuos
superiores, capaces de proyectarse indefinidamente
hacia tiempos remotos. De estos
casos de proyección permanente se habían
derivado muchos de aquellos desdoblamientos
duraderos de personalidad recogidos en la
historia, incluso en la del género humano.
En cuanto a los casos ordinarios de exploración,
cuando la mente proyectada en el
futuro había aprendido lo que deseaba, construía
un aparato como el que le había permitido
su viaje por el tiempo, e invertía el procedimiento
de proyección. Así regresaba a su
cuerpo y época, mientras el espíritu cautivo
recuperaba su correspondiente cuerpo orgánico
del futuro.
Sólo era imposible esta restitución cuando
uno u otro de los cuerpos fallecía durante el
periodo de intercambio. En tales casos, natu-
ralmente, el espíritu explorador -como el de
los que habían huido de la muerte- se veía
obligado a vivir la vida de un cuerpo extraño
del futuro, o bien el alma cautiva -como la de
los desterrados perpetuos- tenía que terminar
sus días en el pasado bajo la forma de la
Gran Raza.
Este destino era menos horrible cuando el
espíritu cautivo pertenecía también a la Gran
Raza, lo cual no era raro, ya que, como es
natural, dicha raza estaba profundamente
interesada en su propio futuro. El número de
desterrados perpetuos de la Gran Raza era
escaso, debido a las tremendas penas con
que castigaban a los moribundos que pretendían
usurpar un cuerpo futuro de su propia
estirpe.
Por medio de la proyección, dichas sanciones
se infligían a los espíritus transgresores
en sus propios cuerpos futuros recién invadidos.
A veces eran obligados incluso a efectuar
la restitución del cuerpo usurpado.
Se habían descubierto -y corregido- casos
muy complejos de desplazamiento de espíri-
tus exploradores, o mentes ya cautivas, provocados
por otros individuos procedentes de
diversas épocas del pasado. Desde el descubrimiento
de la proyección mental, había en
todas las épocas un porcentaje pequeño pero
reconocible de los individuos de la Gran Raza,
pertenecientes a edades pretéritas, que permanecían
en sus cuerpos prestados durante
un tiempo más o menos largo.
Cuando una mente cautiva de origen extranjero
era restituida a su propio cuerpo futuro,
se la purificaba mediante una complicada
hipnosis mecánica de todo cuanto hubiera
aprendido en la época de la Gran Raza. Esta
purificación se hacía en atención a ciertas
consecuencias catastróficas que podían acarrear
con el traslado de esas enormes cantidades
de saber a un mundo futuro.
Siempre que el saber de la Gran Raza se
había filtrado hasta otras edades, se habían
producido -y seguirían produciéndose en ciertos
momentos de la historia- grandes desastres.
Según las viejas crónicas, eran precisamente
dos de esas filtraciones, las que habían
permitido a la humanidad descubrir lo poco
que sabía acerca de la Gran Raza.
En la actualidad, de aquel mundo remoto y
distante apenas quedaban unas cuantas ruinas
ciclópeas en algún rincón apartado y en
los abismos oceánicos, y los textos fragmentarios
de los terribles Manuscritos Pnakóticos.
De esta forma, la mente liberada regresaba
a su propia época con una visión muy vaga
de su estancia en ese otro mundo. Se le
extirpaba la mayor cantidad posible de recuerdos,
de manera que en la mayoría de los
casos sólo conservaba un vacío de sueños
nebulosos de ese periodo. Algunos espíritus
recordaban más que otros, y el azar, conjuntando
a veces los recuerdos brumosos, había
permitido en ocasiones que el futuro vislumbrase
fugazmente su propio pasado prohibido.
Indudablemente en ninguna época de la
historia de la Tierra ha dejado de haber sectas
místicas o esotéricas que venerasen en
secreto esos vislumbres de otro mundo. En el
Necronomicon se menciona a este respecto
que entre los seres humanos ha existido un
culto de esta naturaleza, encaminado a facilitar
el regreso de los espíritus procedentes de
la época de la Gran Raza.
Y mientras tanto, la Gran Raza misma,
bordeando los límites de la omnisciencia, se
dedicaba a intercambiar sus espíritus con los
moradores de otros planetas, y a explorar sus
pasados y sus futuros. Asimismo, trataba de
remontarse, cara al pasado, hasta el origen
de aquel orbe negro, perdido en el espacio y
el tiempo, de donde procedía su propia
herencia intelectual, ya que sus espíritus eran
más viejos que sus estructuras orgánicas.
Los habitantes de un orbe agonizante e incalculablemente
antiguo, conocedores de los
últimos secretos, habían buscado en el porvenir
un mundo, unas especies nuevas capaces
de garantizarles larga vida. Una vez determinada
la raza del futuro que reunía las
condiciones más idóneas para albergarlos,
sus espíritus emigraron a ella en masa. Así
fue cómo se apoderaron de los seres cónicos
que habían poblado nuestra tierra hace un
billón de años.
De este modo surgió la Gran Raza en la
Tierra, en tanto que los espíritus desposeídos
fueron proyectados por millares hacia el pasado,
y se vieron condenados a morir en el
horror de unos organismos extraños que pertenecían
a un mundo extinguido. Más tarde,
la Gran Raza tendría que enfrentarse nuevamente
con la muerte, si bien lograría sobrevivir,
una vez más, lanzando al futuro a sus
espíritus más selectos, que ocuparían los
cuerpos de otra especie biológica de mayor
longevidad.
Tal era la epopeya que parecía desprenderse
del conjunto de mitos y alucinaciones
estudiados por mí. Cuando, en 1920, terminé
de poner en orden los resultados de mi investigación,
sentí un alivio en la ansiedad que
me había dominado al principio. Después de
todo, y a pesar de los desvaríos suscitados
por oscuras emociones, ¿no era explicable
todo lo que me pasaba?
Una eventualidad cualquiera pudo haberme
inclinado a estudiar las ciencias esotéricas
durante mi estado de amnesia, y de ahí que
leyese todas esas horrendas historias y me
relacionara con los miembros de cultos antiguos
y maléficos, lo cual me había proporcionado
material suficiente para los sueños y los
trastornos emocionales que llevaba padeciendo
desde que recobré la memoria.
Por lo que se refiere a esas notas marginales,
escritas en fantásticos jeroglíficos y lenguas
desconocidas para mí, que los bibliotecarios
me atribuían, tampoco eran decisivas.
Podía haber aprendido someramente esas
lenguas durante mi amnesia. En cuanto a los
jeroglíficos, sin duda los había forjado mi fantasía
a partir de las descripciones leídas en
las viejas leyendas, introduciéndolos después
en mis sueños. Traté de comprobar algunos
pormenores dirigiéndome a ciertos dirigentes
de cultos secretos, pero nunca conseguí establecer
relaciones satisfactorias con ellos.
A veces, el paralelismo existente entre
tantos casos de épocas tan distintas me pre-
ocupaba como al principio; pero me tranquilicé,
diciéndome que las leyendas terroríficas
estaban indudablemente más extendidas en
el pasado que en el presente.
Era probable que todas las demás víctimas
de crisis análogas a la mía hubiesen sabido a
fondo, y desde mucho tiempo atrás, los relatos
que llegaron a mi conocimiento durante
mi amnesia. Al perder la memoria se habían
tomado a sí mismos por los personajes de
tales fantasías, por los fabulosos invasores
que suplantaban el espíritu de los hombres, y
emprendían la búsqueda de un saber que
creían poder conseguir en un imaginario pasado
prehumano.
Después, cuando recobraban la memoria,
invertían el mismo proceso asociativo y ya no
se tomaban a sí mismos por espíritus intrusos,
sino por los propios cautivos. De ahí que
los sueños y pseudo-recuerdos se ajustasen
al modelo mitológico comúnmente admitido.
A pesar de que esta explicación resultaba
un tanto rebuscada, me pareció la más verosímil,
y a ella me atuve. Las demás no tenían
pies ni cabeza. Por otra parte, había un crecido
número de psicólogos y antropólogos eminentes
que coincidía conmigo.
Cuanto más reflexionaba, más convincente
me parecía mi razonamiento. Puede decirse
que, hasta el final, dispuse de un baluarte
realmente eficaz contra las visiones y las sensaciones
desagradables que todavía me asaltaban.
¿Que veía cosas extrañas durante la
noche? No eran más que producto de mis
lecturas y de lo que había oído. ¿Que tenía
sensaciones desagradables y pseudorecuerdos?
Se trataba solamente de un reflejo
de lo que había asimilado durante mi amnesia.
Ninguno de mis sueños, ninguna de
mis sensaciones, podían tener significado
real.
Fortalecido por esta filosofía mi equilibrio
nervioso mejoró considerablemente, aun
cuando las visiones se fueron haciendo más
frecuentes y circunstanciadas. En 1922 me
sentí capaz de reanudar mis actividades habituales.
Aprovechando mis conocimientos úl-
timamente adquiridos, me hice cargo de una
cátedra de Psicología en la Universidad.
Hacía tiempo que mi antigua cátedra de
Economía Política había sido cubierta. Además,
los métodos de enseñanza de esa disciplina
habían variado muchísimo desde mis
tiempos. Por si fuera poco, mi hijo se hallaba
a la sazón ampliando estudios, con vistas a
conseguir su actual cátedra, y con frecuencia
trabajábamos juntos.
IV
No obstante, continué tomando notas minuciosamente
de los sueños extravagantes
que me asaltaban, cada vez más frecuentes y
más vívidos. Me dije que tales descripciones
eran muy valiosas desde el punto de vista
psicológico. Mis visiones tenían ese horrible
no sé qué de recuerdos dudosos, pero yo
hacía lo posible por desechar esta impresión,
y lo conseguía.
Cuando hablaba de estos fantasmas en mis
notas, los trataba como si fueran reales; en
cambio, en cualquier otra circunstancia, los
apartaba de mí como caprichosos desvaríos
de la noche. Aunque jamás he mencionado
tales asuntos en mis conversaciones, lo cierto
es que -como suele suceder en estos casosla
gente había tenido noticia de ello y habían
corrido ciertas habladurías sobre mi salud
mental. Lo gracioso es que estas habladurías
circulaban sólo entre gentes de escasos conocimientos;
jamás en una tertulia de médicos
o psicólogos.
Poca cosa diré aquí sobre mis visiones posteriores
a 1914, ya que existen datos e informes
a disposición de los que deseen consultarlos.
Es evidente que, con el tiempo, iba
disminuyendo de algún modo la inhibición de
mi memoria, puesto que la extensión de mis
visiones fue gradualmente en aumento, aunque
seguían siendo fragmentos incoherentes,
inmotivados al parecer.
En mis sueños me pareció adquirir una
mayor libertad de movimientos. Flotaba a
través de muchos y extraños edificios de piedra,
yendo de unos a otros por unos pasadizos
subterráneos de inmensas proporciones
que parecían constituir su vía de acceso habitual.
A veces, en el piso de los recintos inferiores,
me tropezaba con aquellas gigantescas
trampas selladas, de las cuales emergía un
aura de amenaza.
Veía también unos estanques enormes,
pavimentados de mosaico, y unas estancias
repletas de curiosos e inexplicables utensilios
de mil clases diferentes. Recorría cavernas
colosales que contenían maquinarias complicadas,
cuyos contornos me resultaban enteramente
desconocidos y que producían un
ruido que llegué a percibir solamente después
de soñar con ellas durante muchos años.
Quiero hacer constar aquí que la vista y el
oído son los dos únicos sentidos que he utilizado
en ese mundo de quimeras.
El verdadero horror comenzó en mayo de
1915, cuando vi por primera vez un ser vivo.
Esto sucedió antes de que mis estudios pusieran
de manifiesto lo que cabía esperar de
aquella mezcla de pura ficción y de historias
clínicas. Al disminuir mis barreras mentales,
empecé a distinguir grandes masas vaporosas
en distintas partes del edificio y en las calles.
Las visiones se hicieron más consistentes y
nítidas, hasta que por fin fui capaz de percibir
sus monstruosos perfiles con inquietante facilidad.
Eran algo así como unos conos enormes,
iridiscentes, de unos tres o cuatro metros
de .altura y otros tantos de diámetro en
sus bases; parecían hechos de alguna sustancia
rugosa y semielástica. De su vértice nacían
cuatro tentáculos flexibles, cilíndricos, de
unos treinta centímetros de espesor, y de la
misma sustancia rugosa que el resto.
Estos tentáculos se retraían a veces hasta
casi desaparecer; otras veces, se alargaban
hasta alcanzar cuatro metros de longitud. Dos
de ellos terminaban en enormes garras o pinzas.
En el extremo del tercero había cuatro
apéndices rojos en forma de trompetas. El
cuarto terminaba en un globo irregular amarillento,
de medio metro de diámetro, provisto
de tres grandes ojos oscuros situados horizontalmente
en su mitad.
Esta cabeza estaba coronada por cuatro
pedúnculos delgados y grises, rematados a su
vez por unas excrecencias que parecían flores,
y en su parte inferior colgaban ocho antenas
o palpos verdosos. La gran base del
cuerpo cónico estaba orlada por una sustancia
gris, elástica y contráctil que constituía el
aparato locomotor de ese organismo.
Sus movimientos, aunque inofensivos, me
horrorizaban aún más que su apariencia. Resultaba
malsano ver unos objetos monstruosos
comportándose como seres humanos. Sin
embargo, esas criaturas estaban inequívocamente
dotadas de inteligencia: se movían por
las grandes habitaciones, cogían libros de los
estantes y los llevaban a las mesas o viceversa,
a veces escribían con presteza valiéndose
de una curiosa varilla que empuñaban con las
antenas verdosas de la parte inferior de la
cabeza. Sus enormes pinzas les servían para
coger los libros y también para comunicarse
mediante un lenguaje que consistía en una
especie de castañeteo.
Estos seres no usaban vestidos, pero llevaban
unas bolsas o alforjas colgando de la
parte superior del tronco... Normalmente llevaban
la cabeza y el miembro que la soportaba
a la altura del vértice del cono, pero la
bajaban y subían con frecuencia.
Los otros tres grandes tentáculos, cuando
se hallaban en estado de reposo, solían colgar
a los lados del cono, retraídos hasta la mitad
de su longitud. Por la velocidad con que leían,
escribían y manejaban sus máquinas -en las
mesas había varias de ellas que al parecer se
relacionaban de algún modo con el pensamiento-,
saqué la conclusión de que su inteligencia
era incomparablemente superior a la
del hombre.
Más tarde llegué a verlos en todas partes:
pululaban en salones y corredores, manejaban
sus máquinas en las criptas abovedadas,
recorrían sus vastas carreteras a bordo de
gigantescos vehículos en forma de barcos.
Dejé de tenerlos miedo, ya que resultaban
perfectamente naturales en su medio ambiente.
Luego empecé a ser capaz de percibir diferencias
entre distintos individuos. Algunos
parecían sufrir cierta invalidez; físicamente
eran idénticos a los demás, pero sus gestos y
costumbres los diferenciaban, no sólo de la
mayoría, sino incluso entre sí.
Escribían sin cesar; y sin embargo, no utilizaban
jamás los jeroglíficos curvilíneos tan
característicos de los demás, sino una gran
variedad de alfabetos. Con todo, no estoy
muy seguro de esto porque mis visiones
habían perdido mucha nitidez. Me pareció que
algunos empleaban nuestro habitual alfabeto
latino. La mayoría de estos individuos enfermos,
eso sí, trabajaba mucho más lentamente
que sus congéneres.
Durante mucho tiempo yo era en mis sueños
como una conciencia incorpórea dotada
de un campo visual más amplio de lo normal,
que flotaba libremente en el espacio, aunque
utilizaba para desplazarme los medios de
transporte y las vías de acceso habituales en
ese mundo. Hasta agosto de 1915 no me empezó
a atormentar el problema de mi existencia
corporal. Y digo atormentar porque, aunque
de manera abstracta al principio, dicho
problema se me planteó al reaccionar -
¡horrible asociación!- mi repugnancia a contemplar
mi propio cuerpo con el contenido de
mis sueños y visiones.
Durante algún tiempo mi principal preocupación
en sueños había sido evitar la visión
de mi propio cuerpo, y recuerdo cuánto agradecí
entonces la total ausencia de espejos en
aquellas extrañas habitaciones. Pero me sentía
muy turbado por el hecho de que siempre
veía las enormes mesas -cuya altura no sería
inferior a tres metros y medio- como si mis
ojos se encontrasen al mismo nivel, por lo
menos, que su superficie.
Y entonces comencé a sentir cada vez más
la morbosa tentación de mirarme. Una noche,
por fin, no pude resistir. Al primer golpe de
vista no vi absolutamente nada. Un momento
después supe por qué: mi cabeza estaba situada
al final de un cuello flexible de una lon-
gitud increíble. Encogiendo este cuello y mirando
atentamente hacia abajo, distinguí una
forma cónica y rugosa, iridiscente, cubierta
de escamas, de unos cuatro metros de altura
y otros tantos de diámetro en la base. Aquella
noche desperté a medio Arkham con mi alarido,
al saltar como loco de los abismos del
sueño.
Sólo después de repetir el mismo sueño,
una y otra vez, durante semanas enteras,
conseguí acostumbrarme a esta monstruosa
visión de mí mismo. Comprobé desde entonces
que, en mis visiones, me movía corporalmente
entre los demás seres desconocidos,
que leía como ellos en los terribles libros de
los estantes interminables, y que pasaba
horas enteras escribiendo en las grandes mesas,
con un punzón, manejado gracias a las
antenas que me colgaban de la cabeza.
En mi memoria perduraban retazos de lo
que leí y escribí entonces. Estudié las crónicas
horribles de otros mundos y otros universos,
y tuve conocimiento de las vidas sin forma
que palpitan más allá de todo universo. Leí
las historias de extraños seres que habían
poblado el mundo en tiempos olvidados, y los
anales de ciertas criaturas de prodigiosa inteligencia
y cuerpo grotesco, que lo habitarían
millones de años después que muriese el último
hombre.
Asimismo leí capítulos enteros de la historia
del hombre, cuyo contenido no sospecharía
jamás un erudito de nuestros días. La mayoría
de estos textos estaban escritos en los
caracteres jeroglíficos que estudiaba yo con
ayuda de unas máquinas zumbadoras, y que
correspondía a un lenguaje verbal aglutinante
de raíz diversa a la de cualquier idioma
humano conocido.
Había otros volúmenes que estaban redactados
en lenguas distintas, igualmente desconocidas,
que, sin embargo, aprendí por el
mismo método. De los idiomas utilizados en
aquel mundo, había poquísimos que conociese
yo. Las numerosas y muy expresivas ilustraciones,
intercaladas a veces en los textos
y, otras, encuadernadas en volúmenes aparte,
constituían para mí una ayuda inaprecia-
ble. Y si no recuerdo mal, durante toda aquella
temporada compaginé mis lecturas y estudios
con la redacción, en inglés, de una crónica
de mi propia época. Al despertar de tales
sueños, sólo recordaba algunos detalles mínimos
e inconexos de los idiomas desconocidos
que había dominado; en cambio, en mi
memoria quedaban flotando frases enteras de
la historia que yo escribía en inglés.
Aun antes de que mi personalidad vigil estudiase
los casos similares al mío o los viejos
mitos de donde sin duda procedían los sueños,
ya sabía yo que los seres de ese mundo
onírico pertenecían a la raza más grande del
mundo, a la raza que había conquistado el
tiempo y había enviado espíritus exploradores
a todas las eras del universo. Sabía también
que yo había sido arrancado de mi época,
mientras un intruso ocupaba mi cuerpo, y que
algunos de los demás cuerpos cónicos alojaban
mentes capturadas de manera similar. En
mis sueños, me comuniqué -mediante el castañeteo
de mis pinzas- con los espíritus exi-
liados que procedían de todos los rincones del
sistema solar.
Había un espíritu que viviría, en un futuro
incalculablemente lejano, en el planeta que
llamamos Venus, y otro que había vivido en
uno de los satélites de Júpiter hace seis millones
de años. Entre los moradores de la Tierra,
conocí varios representantes de cierta
raza semivegetal y alada, de cabeza estrellada,
que había dominado la Antártida paleocena;
a un espíritu perteneciente al pueblo reptil
de la legendaria Valusia; a tres de los seres
peludos que habían adorado a Tsathoggua
en Hiperbórea, antes de la aparición del género
humano; a uno de los abominables
Tcho-Tchos; a dos de los arácnidos que poblarán
la última edad de la Tierra; a cinco de
la raza de coleópteros que sucederá inmediatamente
al hombre, y a la cual un día, ante
una amenaza insoslayable y terrible, la Gran
Raza trasladaría en masa sus espíritus más
aventajados. Igualmente, conocí a varios individuos
procedentes de distintas ramas de la
humanidad.
Tuve ocasión de conversar con el espíritu
de Yiang-Li, filósofo del cruel imperio del
Tsan-Chan, que florecerá en el año 5000 de
nuestra era; con el de un general de cierto
pueblo moreno de cabeza enorme, que gobernó
en Africa del Sur 50.000 años antes de
Cristo; con el de un monje florentino del siglo
XII, llamado Bartolomeo Corsi; con el de un
rey de Lomar, que reinó en aquel terrible país
polar, cien mil años antes de que los amarillos
Inutos viniesen de Oriente a someterlo.
Conversé con el espíritu de Nug-Soth, mago
de los conquistadores negros que invadirán
el mundo en el año 16000 de nuestra
era; con el de un romano llamado Titus Sempronius
Blaesus, que había sido cuestor en
tiempos de Sila; con el de un egipcio de la
decimocuarta dinastía llamado Khephnés, que
me reveló el horrible secreto de Nyarlathotep;
con el de un sacerdote del reino central de
Atlantis; con el de James Woodville, señor de
Suffolk en tiempos de Cromwell; con el de un
astrónomo peruano del periodo preincaico;
con el de un médico australiano, Nevel Kings-
ton-Brown, que morirá en el año 2518 d. J.;
con el de un archimago del reino de Yhe, perdido
en el Pacífico; con el de Theodotides,
oficial greco-bactriano del año 200 a. J.; con
el de un anciano francés del tiempo de Luis
XIII, llamado Pierre-Louis Montagny ; con el
de Crom-Ya, caudillo cimerio del año 15000
antes de Jesucristo; y con tantos otros, que
no puedo retener los sorprendentes secretos
y las turbadoras maravillas que me revelaron.
Todas las mañanas me despertaba con fiebre.
Cuando los datos aprendidos en sueños
podían caer dentro del campo de la ciencia
actual, me lanzaba desesperadamente a los
libros para comprobar su veracidad o error.
Los hechos tradicionalmente conocidos adquirían
así nuevos y dudosos aspectos, y yo me
maravillaba ante aquellas fantasías oníricas
capaces de añadir detalles tan atinados y
sorprendentes a la historia de la ciencia.
Me estremecí ante los misterios que oculta
el pasado, y temblé por las amenazas que el
futuro nos depara. Prefiero no consignar aquí
lo que insinuaban los seres post-humanos
sobre el destino final de nuestra especie.
Después del hombre vendría una poderosa
civilización de escarabajos, de cuyos cuerpos
se apoderarían los miembros más selectos de
la Gran Raza, cuando se abatiera sobre su
mundo ancestral una terrible catástrofe. Después,
al concluir el ciclo de la Tierra, sus espíritus
emigrarían nuevamente a través del
tiempo y el espacio, y se alojarían en los
cuerpos de unos seres bulbosos y vegetales
que habitan el planeta Mercurio. Pero aun
después de su emigración, nacerían especies
nuevas que se aferrarían patéticamente a
nuestro planeta ya frío, y abrirían galerías
hasta su mismo centro, antes del desenlace
final.
Entre tanto, en mis sueños -impulsado en
parte por mi propio deseo, y en parte por las
promesas que se me habían hecho de concederme
mayor libertad de movimiento y más
oportunidades de estudio-, seguía escribiendo
infatigablemente la historia de mi propia época,
que habría de enriquecer la biblioteca
central de la Gran Raza. Esta biblioteca se
albergaba en una colosal estructura subterránea,
próxima al centro de la ciudad. La llegué
a conocer perfectamente gracias a mis frecuentes
consultas y visitas.
Concebido para durar tanto como la misma
raza que lo construyera, y para resistir las
más violentas convulsiones de la tierra, este
titánico archivo sobrepasaba a todos los demás
edificios en tamaño y solidez.
Los documentos, escritos o impresos en
grandes hojas de una especie de celulosa
extraordinariamente resistente, estaban encuadernados
en volúmenes que se abrían por
su parte superior y se guardaban en estuches
individuales de un metal grisáceo, inoxidable
e increíblemente ligero. Cada estuche estaba
decorado con motivos matemáticos y llevaba
el título grabado en los jeroglíficos curvilíneos
de la Gran Raza.
Los volúmenes, así protegidos, estaban ordenados
en hileras de cofres rectangulares,
fabricados con el mismo metal inoxidable,
que se cerraban mediante un complicado sis-
tema de cerrojos, La historia que yo estaba
escribiendo tenía ya asignado un lugar en uno
de los cofres de la parte inferior, reservada a
los vertebrados, en la sección dedicada a las
civilizaciones de la humanidad y de las razas
reptilianas y peludas que le habían precedido
en nuestro planeta.
Ningún sueño me proporcionó un cuadro
completo de la vida cotidiana de ese mundo.
Sólo capté retazos brumosos e inconexos que
ni siquiera guardaban orden de sucesión.
Tengo, por ejemplo, una idea muy imprecisa
de la forma en que se desarrollaba mi propia
vida en el mundo de los sueños; sin embargo,
me parece que tenía una gran habitación de
piedra para mi uso personal. Mis limitaciones
como prisionero fueron desapareciendo gradualmente,
de forma que algunas noches
soñé que viajaba por las titánicas calzadas de
la selva y que visitaba ciudades extrañas y
exploraba las enormes torres sin ventanas,
las torres negras y ruinosas que tan extraordinario
terror inspiraban a la Gran Raza. Hice
también largos viajes por mar en unos bu-
ques inmensos de muchas cubiertas e increíble
velocidad, y expediciones por regiones
salvajes en cohetes aerodinámicos de propulsión
eléctrica.
Más allá del vasto y cálido océano se alzaban
otras ciudades de la Gran Raza, y en un
lejano continente vi los toscos poblados de
unas criaturas aladas de negro hocico, que
evolucionarían como estirpe dominante cuando
la Gran Raza hubiese enviado a sus espíritus
más selectos hacia el futuro para huir del
horror que amenazaba. Los paisajes, siempre
llanos, se caracterizaban por un verdor fresco
y exuberante. Las pocas colinas que se destacaban
eran bajas y, a menudo, de naturaleza
volcánica.
Podría escribir libros enteros sobre los
animales que poblaban aquel mundo. Todos
eran salvajes, puesto que el elevado nivel
técnico de la Gran Raza había suprimido los
animales domésticos y permitía una alimentación
enteramente vegetal o sintética. Toscos
reptiles de gran tamaño surgían vacilantes
de las ciénagas brumosas, agitaban sus
alas en una atmósfera densa y pesada, o surcaban
los lagos y los mares. Entre ellos, me
pareció reconocer prototipos arcaicos y rudimentarios
de los pterodáctilos, laberintodontos,
plesiosaurios, y demás dinosaurios conducidos
por la paleontología. No descubrí
aves ni mamíferos.
En tierra y en las ciénagas rebullían serpientes,
lagartos y cocodrilos, y los insectos
zumbaban incesantemente entre la lujuriante
vegetación. Mar afuera unos monstruos insospechados
lanzaban altas columnas de espuma
al cielo vaporoso. En una ocasión descendí
al fondo del océano en un submarino
gigantesco, provisto de proyectores que permitían
contemplar unas torpes criaturas
acuáticas de pavorosa magnitud, y ruinas de
arcaicas ciudades sumergidas. Allá, en los
abismos más oscuros, abundaban también
corales, peces, crinoideos, braquiópodos y un
sinfín de formas de vida.
En mis sueños saqué muy poco en claro
sobre la fisiología, psicología, costumbres e
historia de la Gran Raza. Gran parte de las
observaciones que aquí hago, han sido deducidas
de mis estudios, más que de mis sueños
propiamente dichos.
En efecto, llegó el momento en que mis
lecturas e investigaciones rebasaron mis sueños
en muchos aspectos, de suerte que, en
ocasiones, no eran más que una corroboración
de lo que había estudiado.
La época en que se situaban mis sueños
correspondía al final de la Era Paleozoica o
principios del Mesozoico, hace unos ciento
cincuenta millones de años. Los cuerpos ocupados
por la Gran Raza no correspondían a
ningún estadio evolutivo conocido por la ciencia;
sin duda eran eslabones perdidos que no
habían dejado descendencia en nuestro planeta.
Biológicamente poseían una estructura
orgánica homogénea y diferenciada, a mitad
de camino entre el vegetal y el animal.
Su actividad celular y metabólica era de
tales características, que apenas sentían fatigas
y no necesitaban dormir. El alimento,
ingerido mediante unos apéndices rojos en
forma de trompeta que se alojaban en uno de
sus tentáculos retráctiles, era semilíquido y
en nada se parecía al de los animales hoy
existentes.
Sólo poseían dos órganos de los que llamamos
nosotros sensoriales: la vista y el oído.
Este último se localizaba en unas excrecencias
parecidas a flores que les crecían en
la parte superior de la cabeza. Pero, además,
poseían muchos otros sentidos, incomprensibles
para mí, que nunca sabían utilizar correctamente
los espíritus cautivos que habitaban
sus cuerpos. Sus tres ojos estaban situados
de tal modo que les proporcionaba un
campo visual mucho más amplio que el nuestro.
Su sangre era una especie de licor verde
oscuro muy espeso.
Carecían de sexo. Se reproducían por medio
de semillas o esporas que llevaban formando
racimos cerca de la base, y que germinaban
solamente bajo el agua. Para el desarrollo
de sus crías utilizaban grandes estanques
de escasa profundidad. Debo señalar
a este respecto que, en razón de la longevidad
de esa raza -unos 400 ó 500 años por
término medio- sólo permitían la germinación
de un número muy limitado de esporas.
Las crías defectuosas eran eliminadas tan
pronto como se manifestaba su anomalía. Al
carecer de tacto e ignorar el dolor, reconocían
la enfermedad y la proximidad de la muerte
mediante síntomas accesibles a la vista o al
oído.
El muerto se incineraba en medio de grandes
ceremonias. De cuando en cuando, como
he dicho anteriormente, un espíritu sagaz
escapaba de la muerte proyectándose hacia el
futuro; pero tales casos no eran frecuentes.
Cuando esto ocurría, el espíritu desposeído
era tratado con suma benevolencia hasta la
total desintegración de su recién adquirida
morada.
La Gran Raza constituía una sola nación,
aunque de características muy variadas, según
las regiones. Estaba dividida en cuatro
provincias que únicamente tenían de común
las instituciones fundamentales. En todas
ellas imperaba un sistema político y económico
que recordaba a nuestro socialismo, aun-
que con cierto matiz fascista. La riqueza se
distribuía racionalmente. El poder ejecutivo lo
detentaba una pequeña junta de gobierno
elegida mediante votación por los ciudadanos
capaces de superar ciertas pruebas psicológicas
y culturales. La estructura de la familia
era sumamente laxa, aunque se reconocía la
existencia de ciertos vínculos entre los individuos
del mismo linaje y los jóvenes eran educados
generalmente por sus padres.
Sus semejanzas con las actitudes e instituciones
humanas se ponían de relieve en el
terreno del pensamiento abstracto y en lo que
tienen de común todas las formas de vida
orgánica. Se parecían igualmente a nosotros
en aquello que nos habían copiado, ya que la
Gran Raza sondeaba el futuro para sacar de
él lo que le conviniese.
La industria, mecanizada en alto grado,
exigía muy poco tiempo de cada ciudadano;
las horas libres, que eran muchas, se empleaban
en actividades intelectuales y estéticas
de todas clases.
Las ciencias habían alcanzado un nivel increíble,
y el arte era un componente esencial
de la vida, aunque en el periodo de mis sueños
comenzaba ya a declinar. La tecnología
se veía enormemente estimulada por la constante
lucha por la supervivencia, y por la necesidad
de proteger los edificios de las grandes
ciudades contra los prodigiosos cataclismos
geológicos de aquellos días primigenios.
El índice de criminalidad era sorprendentemente
bajo; una policía eficaz se encargaba
de mantener el orden. Los castigos oscilaban
entre la pérdida de los privilegios y la pena de
muerte, pasando por el encarcelamiento y lo
que llamaban «penalización emocional». La
justicia nunca se administraba sin estudiar
minuciosamente los motivos del criminal.
Las guerras eran poco frecuentes, pero terribles
y devastadoras. Durante los últimos
milenios, aparte algunas guerras civiles, llevaron
a cabo grandes expediciones bélicas
contra los Primordiales, alados y de cabeza
estrellada, que ocupaban las regiones antárticas.
Había un ejército enorme, pertrechado
con unas terribles armas eléctricas parecidas
a nuestras actuales cámaras fotográficas, que
se mantenía siempre alerta por si surgiera
una amenaza concreta que jamás se mencionaba,
pero relacionada, evidentemente, con
las negras ruinas sin ventanas y las trampas
selladas de los subterráneos.
Jamás confesaban abiertamente el horror
que inspiraban aquellas ruinas de basalto y
aquellas trampas. A lo sumo, se referían a
esos lugares prohibidos de manera recelosa.
Era igualmente significativo el hecho de que
no encontrara ninguna referencia a este temor
en los libros que pude consultar. Creo
que era el único tabú de la Gran Raza, y me
dio la impresión de que tenía alguna relación,
no sólo con las luchas pasadas, sino también
con ese peligro futuro que un día forzaría a la
Gran Raza a enviar al futuro sus espíritus
más elevados.
Todo era confuso en mis sueños, pero este
asunto en particular estaba envuelto en sombras
aún más desorientadoras. Por otra parte,
las crónicas lo eludían... o habían eliminado
de ellas, por alguna razón, toda referencia a
esta cuestión. En mis sueños, como en los de
los demás, no era posible descubrir pista alguna.
Los miembros de la Gran Raza silenciaban
el problema, de manera que lo único que
sabía era lo que me habían contado algunas
mentes cautivas de singular perspicacia.
Según me dijeron, lo que tanto terror inspiraba
a la Gran Raza eran ciertos seres espantosos
y arcaicos, parecidos a los pólipos,
que llegaron desde unos universos inconmensurablemente
distantes, y dominaron la Tierra
y otros tres planetas más del sistema solar,
hace seiscientos millones de años. Poseían
una constitución sólo parcialmente material
-según lo que nosotros entendemos por
materia-, y su tipo de conciencia y medios de
percepción diferían muchísimo de los de cualquier
organismo terrestre. Por ejemplo, carecían
de vista, por lo que su mundo perceptible
era una extraña mezcla de impresiones no
visuales.
Sin embargo, estas entidades eran lo bastante
corpóreas para manejar objetos mate-
riales cuando se hallaban en aquellas zonas
cósmicas donde había materia, y necesitaban
alojamientos de un tipo muy peculiar. Aunque
sus sentidos podían atravesar todas las barreras
materiales, su propia sustancia no poseía
esta facultad. Determinados tipos de energía
eléctrica podían destruirlas totalmente. Podían
desplazarse por el aire, a pesar de carecer
de alas o de cualquier otro medio de vuelo.
Sus mentes eran de tal índole, que la Gran
Raza no había podido efectuar con ellas ningún
intercambio.
Cuando estas criaturas llegaron a la Tierra,
construyeron poderosas ciudades de basalto
con grandes torres sin ventanas, y devoraron
todos los seres vivos que encontraron. Entonces
fue cuando llegaron los espíritus de la
Gran Raza, procedentes de aquel oscuro
mundo transgaláctico que, según las turbadoras
y discutibles Arcillas de Eltdown, recibe el
nombre de Yith.
Merced a su prodigiosa técnica, no les fue
difícil a los recién llegados sojuzgar a las voraces
criaturas y recluirlas en las cavernas
subterráneas que, comunicadas con sus torres
de basalto, habían comenzado a habitar.
Luego sellaron las entradas y, abandonando
a su suerte a las criaturas ancestrales,
ocuparon la mayoría de sus grandes ciudades
y conservaron algunos de sus edificios principales
por temor más que por indiferencia o
interés científico o histórico,
Pero con el transcurso del tiempo, se comenzaron
a percibir ciertos signos ominosos
de que las entidades prisioneras crecían en
fortaleza y número, y ensanchaban su mundo
inferior. En algunas ciudades remotas habitadas
por la Gran Raza, y en ciertos pueblos
abandonados -lugares en que el mundo subterráneo
no había sido sellado o carecía de
una vigilancia eficaz- se llegaron a producir
irrupciones esporádicas que revistieron un
carácter especialmente horrible.
Después de aquellos conatos de invasión
adoptaron mayores precauciones y cerraron
casi todos los accesos a las regiones inferiores.
En algunas bocas de entrada se colocaron
trampas selladas con objeto de disponer
de ciertas ventajas estratégicas sobre los
monstruos, en caso de que consiguieran surgir
por algún lugar inesperado.
Las irrupciones de estas criaturas debieron
de ser espantosas, ya que habían llegado a
modificar de forma permanente la psicología
de la Gran Raza, a la que inspiraban tal
horror, que ninguno de sus miembros se
atrevía a hacer comentarios sobre ellos. Por
mucho que quise, no pude obtener ni la menor
descripción de su aspecto.
A lo sumo, se hacían alusiones veladas a
su proteica plasticidad, y a que atravesaban
temporadas en que se hacían visibles. En una
ocasión, alguien insinuó que eran capaces de
dominar los vientos y utilizarlos con fines bélicos.
Parece ser que con estos seres se asociaban
también ciertos ruidos sibilantes y
determinadas huellas de pies enormes, dotados
de cinco dedos, que aparecieron en algunos
parajes desolados.
Era evidente que el futuro cataclismo tan
desesperadamente temido por la Gran Raza -
cataclismo que un día arrojaría millones de
espíritus superiores a los abismos del tiempo
para invadir los cuerpos extraños de una especie
aún no existente- se relacionaba con
una última irrupción victoriosa de los seres
primordiales encarcelados.
Mediante sus proyecciones espirituales en
el tiempo, la Gran Raza había pronosticado
un horror tal, que supondría una insensatez
todo intento de afrontarlo. Los saqueos estarían
motivados por el deseo de venganza,
más que por un intento de reconquistar el
mundo exterior, como demostraba la historia
posterior del planeta: los espíritus sucesores
de la Gran Raza vivirían sin que su paz se
viera turbada por las entidades primordiales.
Quizás estos seres se habituasen a los
abismos interiores de la Tierra y, puesto que
la luz nada significaba para ellos, los prefiriesen
a la superficie, siempre castigada por las
tempestades. Quizá, también, se fuesen debilitando
en el transcurso de milenios. Pero
fuere cual fuese la causa se sabía que, para
cuando los espíritus de la Gran Raza encarnasen
en los escarabajos post-humanos, la te-
rrible amenaza habría desaparecido por completo.
Entre tanto, no obstante la radical eliminación
del tema en conversaciones y documentos,
la Gran Raza mantenía una prudente vigilada
armada. Y siempre, en todo momento,
la sombra de terror se cernía en torno a las
trampas selladas y las antiquísimas torres sin
ventanas.
V
Ese es el mundo del que, cada noche, mis
sueños me traían un caos de imágenes confusas.
No me creo capaz de dar una idea exacta
del horror y el espanto que tales imágenes
despertaban en mí, entre otras cosas porque
lo que sentía yo dependía de algo intangible y
puramente subjetivo: la viva apariencia de
pseudo-recuerdos.
Como he dicho mis estudios me fueron
protegiendo gradualmente contra esa impresión,
puesto que me suministraban toda clase
de explicaciones racionales e interpretaciones
psicológicas. Esta beneficiosa influencia se vio
fortalecida por la costumbre que engendra
siempre la repetición. A pesar de todo, el terror
vago y solapado me volvía de cuando en
cuando. Pero no me hundía en él como antes,
y a partir de 1922 inicié una vida normal de
trabajo y esparcimiento.
Con el paso de los años empecé a pensar
que mi experiencia -junto con los casos clínicos
y los mitos emparentados con el temadebería
ser resumida y publicada en beneficio
de la ciencia. Por esta razón preparé una serie
de artículos que referían brevemente todo
el asunto, y los ilustré con bocetos rudimentarios
de las formas, escenas, motivos ornamentales
y jeroglíficos que recordaba de mis
sueños.
Estos artículos aparecieron periódicamente,
durante los años 1928 y 1929, en la Revista
de la Sociedad Americana de Psicología,
pero no llamaron grandemente la atención.
Entretanto seguía tomando nota de mis sueños
con el mismo interés, aun cuando el ma-
terial que se me iba amontonando adquiría
dimensiones francamente excesivas.
El 10 de julio de 1934, la Sociedad de Psicología
me remitió una carta que vino a ser el
preludio al último acto de esta experiencia
enloquecedora. Traía matasellos de Pilbarra
(Australia occidental), y su remitente resultó
ser un ingeniero de minas sumamente acreditado.
El sobre contenía unas fotografías muy
curiosas y una carta cuyo texto reproduciré
íntegramente con el fin de que todos los lectores
comprendan el tremendo efecto que
produjo en mí.
Durante algún tiempo permanecí en tal estado
de perplejidad que no supe qué hacer.
Aunque más de una vez se me había ocurrido
que aquellas leyendas debían de tener alguna
base real en que apoyarse, no por ello estaba
preparado para enfrentarme, de repente, nada
menos que con una reliquia tangible de
ese mundo perdido en la noche de los tiempos.
Allí, en aquellas fotografías, sobre un
fondo arenoso, y con frío e incontrovertible
realismo, se veían unos bloques de piedra,
erosionados, roídos por las aguas, desgastados
por las tempestades, pero perfectamente
reconocibles: eran los sillares -convexos en la
cara superior, cóncavos por la inferior- de las
murallas gigantescas de mis sueños.
Al examinar las fotografías con una lupa,
descubrí en aquellas piedras los restos medio
borrados de motivos ornamentales y jeroglíficos
curvilíneos tan horriblemente significativos
para mí. Pero aquí reproduzco la carta,
que ya es elocuente por sí misma:
1
8 de mayo,1934.
Prof. N. W. Peaslee
c/o Soc. Americana de Psicología
30 E. 41st St.,
New York City, U.S.A.
Muy señor mío:
Una reciente conversación con el Dr. E. M. Boyle
de Perth, junto con los artículos publicados por
usted, me han decidido a escribirle esta carta para
ponerle al corriente de lo que he visto en el Gran
Desierto Arenoso, situado al este de nuestros distritos
auríferos. A juzgar por sus referencias a
ciertas leyendas que hablan de ciudades construidas
con sillares ciclópeos ornados con extraños
dibujos y jeroglíficos, debo haber realizado un
descubrimiento muy importante.
Los obreros indígenas siempre han hablado
mucho de unas «grandes piedras marcadas»; parece
que sienten gran temor hacia ellas y las relacionan
de algún modo con sus antiguas tradiciones
sobre Buddai, gigantesco anciano que, según ellos,
duerme desde hace siglos bajo tierra, con la cabeza
apoyada sobre uno de sus brazos, y que algún
día despertará y devorará el mundo.
En algunos relatos muy antiguos y casi olvidados
se mencionan enormes habitáculos subterráneos,
construidos con grandes piedras, de los que
nacen unos pasadizos que conducen a regiones
cada vez más profundas, donde han sucedido cosas
horribles. Los obreros indígenas pretenden
que, una vez, un grupo de guerreros fugitivos de
una batalla se introdujo por uno de esos pasadizos,
y no volvió a salir. Poco después de su desaparición
surgió un viento horrible por la boca de
la galería. Pero estos relatos, por lo general, suelen
ser muy poco fidedignos.
Lo que tengo que decirle es mucho más positivo.
Hace dos años, con motivo de unas prospec-
ciones que tuvimos que efectuar a ochocientos
kilómetros al este del desierto, descubrí numerosos
bloques de piedra labrada, muy erosionados,
cuyo volumen sería, aproximadamente, de
100X60X60 cms.
Al principio no logré ver ninguna de las señales
de que hablaban mis obreros, pero al examinarlos
con más detenimiento, descubrí unas líneas profundamente
cinceladas, todavía visibles a pesar de
la erosión. Eran unas curvas singulares que se
ajustaban a lo que los indígenas habían tratado de
explicar. En total, habría unos treinta o cuarenta
bloques, en un área de medio kilómetro a la redonda;
algunos de ellos estaban casi totalmente
enterrados en la arena.
A continuación inspeccioné el lugar, haciendo
un cuidadoso reconocimiento con mis instrumentos.
De los diez o doce bloques que me parecieron
más característicos, saqué varias fotografías. Las
incluyo en la carta para que usted se forme una
idea.
Di cuenta de mi descubrimiento al Gobierno de
Perth, pero no me han contestado. Poco después
conocí al Dr. Boyle, quien había leído sus artículos
en la Revista de la Sociedad Americana de Psicología
y, en el curso de una conversación, mencioné
las citadas piedras. En seguida se interesó por
aquello, y cuando le enseñé las fotos, me dijo muy
excitado que las piedras y las señales eran exactamente
iguales a las que usted describía.
Fue él quien pensaba haberle escrito a usted,
pero lo ha ido dejando. Mientras tanto, me envió
las revistas en donde aparecieron sus artículos.
Por sus dibujos y descripciones, me he dado cuenta
de que mis piedras son, sin ninguna duda, de la
misma naturaleza que las citadas por usted, como
podrá apreciar en las fotos que le envío. Más adelante
se lo ratificará el Dr. Boyle en persona.
Comprendo lo importante que todo esto es para
usted. No cabe duda de que nos hallamos ante las
ruinas de una civilización desconocida y anterior a
cualquier otra, que ha servido de base a las leyendas
que usted cita.
Como ingeniero de minas tengo conocimientos
de geología y puedo asegurarle que estos bloques
son tan incalculablemente antiguos que me llenan
de pavor. En su mayor parte son de arenisca y
granito, pero uno de ellos está formado, casi con
toda seguridad, por una especie de cemento u
hormigón.
Todos ellos muestran las huellas profundas de
la acción del agua, como si esta parte del mundo
hubiera permanecido sumergida durante muchos
siglos, para emerger nuevamente después. Esto
supone cientos de miles de años, o quizá más. No
quiero pensarlo.
En vista del interés con que usted ha investigado
las leyendas y todo lo que con ellas se relaciona,
no dudo que le interesará realizar una expedición
al desierto para efectuar excavaciones. El Dr.
Boyle y yo estamos dispuestos a colaborar en este
trabajo si usted o alguna organización pueden
aportar los fondos necesarios para esta empresa.
Podemos conseguir una docena de mineros para
llevar a cabo los trabajos de excavación. No hay
que contar con los indígenas, ya que sienten un
temor casi obsesivo hacia ese lugar. Boyle y yo no
hemos revelado nada a nadie porque consideramos
que es a usted, naturalmente, a quien corresponde
la prioridad de cualquier descubrimiento u
honor.
Desde Pilbarra, y en tractor, podremos tardar
unos cuatro días en llegar a la zona de las excavaciones.
El tractor es el medio de locomoción que
empleamos para transportar nuestros aparatos. El
punto exacto al que debemos dirigirnos está situado
al suroeste de la carretera de Warburton, construida
en 1873, y a unos doscientos kilómetros al
sudeste de Joanna Spring. También podríamos
embarcar la impedimenta y remontar el curso del
río De Grey, en lugar de partir de Pilbarra… Pero
todo esto puede hablarse más adelante.
Las piedras están situadas, sobre poco más o
menos a 22° 3’ 14’’ latitud Sur, y 125° 0’ 39" longitud
Este. El clima es tropical y las condiciones de
vida en el desierto son muy duras.
Si usted quiere, podemos mantener correspondencia
acerca de este tema. Por mi parte, estoy
verdaderamente deseoso de colaborar en cualquier
proyecto que usted decida emprender. Después de
haber leído sus artículos me siento hondamente
impresionado por el alcance de todo este asunto.
El Dr. Boyle le escribirá más adelante. Si desea
usted comunicarse rápidamente conmigo puede
cablegrafiar a Perth.
Con la esperanza de recibir prontas noticias de
usted, le saluda atentamente,
Robert B. F. Mackenzie.
Los resultados inmediatos de esta carta
pueden deducirse por la prensa. Tuve la suerte
de conseguir apoyo económico de la Universidad
del Miskatonic; por su parte, Mr,
Mackenzie y el Dr. Boyle resolvieron hábil-
mente todos los problemas que se plantearon
en la lejana Australia. No quisimos dar demasiadas
explicaciones a los periodistas sobre
nuestros propósitos, ya que el asunto podía
prestarse a comentarios socarrones por parte
de la prensa sensacionalista. Tan sólo se dijo
que partíamos para investigar ciertas ruinas
que acababan de descubrirse en alguna parte
de Australia. En otra crónica se dio cuenta de
nuestros preparativos.
Me acompañarían el profesor William Dyer,
del departamento de Geología de la Universidad
(que había sido jefe de la expedición a la
Antártida, organizada por nuestra Universidad
en 1930-31), Ferdinand C. Ashley, del departamento
de Historia Antigua, y Tyler M. Freeborn,
del departamento de Antropología.
Vendría, además, mi hijo Wingate.
Mr. Mackenzie vino a Arkham a primeros
de 1935, y colaboró en nuestros últimos preparativos.
Resultó ser un hombre de unos
cincuenta años, extraordinariamente competente
y afable, muy culto también y, sobre
todo, muy acostumbrado a viajar por Australia.
Había dejado varios tractores esperándonos
en Pilbarra, y fletamos un pequeño vapor
para remontar el río hasta dicha localidad.
Ibamos equipados para efectuar una excavación
seria y metódica; pretendíamos examinar
hasta la menor partícula de arena, sin
alterar la posición de ninguno de los objetos
que descubriésemos.
Zarpamos de Boston a bordo del Lexington,
el 28 de marzo de 1935. Tuvimos un
viaje apacible. Atravesamos el Atlántico y el
Mediterráneo, cruzamos el Canal de Suez, y
recorrimos el Mar Rojo y el Océano Indico,
hasta llegar a nuestro punto de destino. La
costa baja y arenosa de Australia occidental
me deprimió; también me produjo una impresión
desagradable la pequeña localidad
minera, lo mismo que la desolada zona aurífera
donde cargamos los tractores.
El Dr. Boyle, que salió a esperarnos, era un
hombre maduro, agradable e inteligente. Sus
conocimientos de psicología le permitieron
entablar largas e interesantes discusiones con
mi hijo y conmigo.
Cuando finalmente se puso en marcha
nuestra expedición, compuesta de dieciocho
miembros, por las áridas extensiones de arena
y rocas, todos nos sentíamos llenos de
esperanza y ansiedad. El viernes, 31 de mayo,
vadeamos un afluente del río De Grey y
nos adentramos en el reino de la absoluta
desolación. A medida que avanzábamos por
aquella región que había sido escenario del
mundo ancestral de mis leyendas, me empezó
a dominar un auténtico terror. Era como si
los sueños turbadores y los pseudo-recuerdos
me acosaran allí con fuerza renovada.
El lunes, 3 de junio, vimos por primera vez
los bloques medio enterrados. No puedo describir
la emoción con que toqué con mis manos
un fragmento de aquella sillería ciclópea,
idéntica en todos los conceptos a la de los
edificios soñados. En su superficie había huellas
inequívocas del cincel, y me estremecí al
reconocer el diseño curvilíneo que, después
de tantos años de atormentadas pesadillas y
de búsquedas penosas, se había convertido
en un símbolo de horror.
Al cabo de un mes de excavaciones habíamos
sacado a la luz 1.250 bloques, unos más
desgastados que otros. En su mayoría se trataba
de megalitos, convexos por arriba y cóncavos
por abajo. Había otros de menor tamaño,
más planos y de superficie lisa, que tenían
forma cuadrada u octogonal, como los de
los pavimentos de mis sueños; por último,
también descubrimos unos pocos bloques
curvados, extraordinariamente sólidos, que
bien podían proceder de bóvedas o arquivoltas,
o tal vez de arcos que enmascaran unos
ventanales redondos.
A medida que avanzábamos en la excavación,
ahondando en dirección noroeste, descubríamos
más bloques sueltos; pero no tropezamos
con ningún rastro de construcción.
El profesor Dyer estaba impresionado por la
desmesurada edad de aquellas piedras, en las
que Freeborn halló ciertos símbolos que parecían
coincidir con algunas leyendas papúes y
polinesias de tiempo inmemorial. El estado en
que se hallaban los bloques y lo enormemente
esparcidos que estaban, hacían pensar en
abismos vertiginosos de tiempo y cataclismos
geológicos de cósmica violencia.
Disponíamos de una avioneta y mi hijo
Wingate la utilizaba para inspeccionar, desde
alturas diferentes, el inmenso desierto de
roca y arena, en busca de contornos o desniveles
de terreno que denotasen la presencia
de nuevos bloques o estructuras arquitectónicas.
Sus resultados fueron, sin embargo, negativos,
pues siempre que creía haber observado
algún indicio interesante, al día siguiente
se encontraba con que había desaparecido
a consecuencia de los movimientos de la arena
arrastrada por el viento.
Una o dos de estas pistas efímeras, no
obstante, me afectaron desagradablemente.
Era como si armonizaran horriblemente con
algo que había soñado o había leído, aunque
no lograba recordar qué. Y se me despertó
una tremenda sensación de familiaridad, que
me hizo mirar con recelo aquel terreno estéril
y abominable.
En la primera semana de julio empecé a
sentir una inexplicable mezcla de emociones,
ante los parajes que se extendían al nordeste
del campamento. Era horror y curiosidad… y
algo más: era como una ilusión desconcertante
y tenaz de que todo aquello me era conocido.
Traté de quitarme esas ideas de la cabeza
con toda clase de argumentos psicológicos.
También empecé a padecer de insomnio, pero
esto casi me alegró, porque durmiendo menos,
tenía menos tiempo para soñar. Adquirí
la costumbre de dar largos paseos de noche,
yo solo por el desierto. Solía dirigirme adonde
mis extraños y nuevos impulsos me empujaban
inconscientemente: hacia el norte o el
nordeste.
Durante estos paseos me tropezaba, a veces,
con restos casi sepultados de antiguas
sillerías. Aunque en esta zona se veían menos
bloques que en el lugar donde habíamos empezado
nuestros trabajos, estaba seguro de
que debían abundar bajo tierra. El terreno era
más accidentado que en nuestro campamen-
to, y soplaban con fuerza unos vientos que
arrastraban las dunas, dejando al descubierto
porciones de rocas antiguas para ocultarlas
después.
Yo estaba ansioso por iniciar las excavaciones
en esta zona y, al mismo tiempo, tenía
miedo de lo que pudiéramos descubrir. Bien
claro veía que mi nerviosismo empeoraba
inexplicablemente.
Como muestra de mi pésimo equilibrio
mental, citaré la extraña reacción que tuve
ante un singular descubrimiento que hice en
uno de mis paseos nocturnos. Fue la noche
del 11 de julio. La luz de la luna inundaba el
paisaje con su misteriosa palidez sobrenatural.
Esa noche me alejé algo más que de costumbre
y descubrí una piedra grande, muy
distinta de los bloques que habíamos desenterrado
hasta entonces. Estaba casi totalmente
sepultada. Me agaché y aparté la arena
con las manos; luego la examiné atentamente
a la luz de mi linterna.
A diferencia de los demás sillares éste estaba
tallado en ángulos perfectamente rectos,
sin superficies cóncavas ni convexas. Parecía
de basalto, no de granito, ni de arenisca u
hormigón, como los otros.
Súbitamente me incorporé, di la vuelta y
eché a correr a toda velocidad hacia el campamento.
Fue una huida completamente inconsciente
e irracional, y sólo cuando estuve
cerca de mi tienda comprendí por qué había
huido. Entonces descubrí el motivo de mi
horror. Con piedras como aquélla había soñado
yo; a ellas se referían también las leyendas
ancestrales, y siempre aparecían vinculadas
a los más espantosos horrores de aquella
remota edad legendaria.
La piedra había formado parte de las ruinas
basálticas que inspiraban a la fabulosa
Gran Raza un santo temor; era un vestigio de
aquellas altas torres sin ventanas que construyeron
las terribles criaturas semimateriales,
las que dominaban los vientos, que luego
fueron confinadas en los abismos inferiores,
bajo losas selladas y vigiladas día y noche.
Permanecí sin poderme dormir hasta el alba;
al clarear el día, comprendí que era necio
dejarme dominar por la sombra de una quimera
imposible. En vez de asustarme debería
haber sentido entusiasmo ante un descubrimiento
capital.
Al levantarnos todos conté a los demás mi
hallazgo. Dyer, Freeborn, Boyle, mi hijo y yo,
salimos a ver el extraño bloque. Pero sufrimos
una decepción. Yo no podía precisar el
lugar exacto de la piedra, y el viento había
alterado por completo el paisaje de dunas
arenosas.
VI
Llego ahora a la parte crucial de mi aventura,
la más difícil de relatar, puesto que ni
siquiera estoy completamente seguro de que
sea cierta. A veces siento la penosa convicción
de que no fue un sueño ni una pesadilla,
y es esa duda, precisamente -habida cuenta
de las trascendentales consecuencias que
implicaría mi experiencia, de ser efectivamente
real-, la que me impulsa a escribir esta
relación.
Mi hijo -que es un psicólogo competente, y
que además ha estudiado el asunto a fondo y
con cariño- podrá juzgar mejor que nadie lo
que voy a decir.
Permítaseme, antes que nada, contar una
serie de hechos que mis compañeros de expedición
pueden corroborar. En la noche del
17 al 18 de julio, después de un día ventoso,
me retiré temprano, pero no pude dormirme.
Poco después de las once, decidí salir a dar
un paseo. Como de costumbre, impulsado por
mi extraña desazón, enderecé mis pasos
hacia el nordeste. Al abandonar el campamento
me crucé con uno de nuestros mineros
-un australiano llamado Tupper-, y nos saludamos.
La luna, en cuarto menguante ya, brillaba
en el cielo claro e inundaba aquellas arenas
ancestrales con un resplandor lívido, leproso,
que para mí tenía cierto matiz de perversidad.
Ya no hacía viento y, hasta unas cinco
horas después, no se volvió a levantar el más
ligero soplo, como pueden atestiguar Tupper
y los otros que me vieron caminar por las
dunas en dirección nordeste.
A eso de las tres y media de la madrugada
se levantó un furioso vendaval que despertó a
todo el mundo y derribó tres tiendas. El cielo
estaba despejado, y el desierto brillaba aún
bajo el resplandor enfermizo de la luna.
Cuando mis compañeros de expedición fueron
a reconocer las tiendas notaron mi ausencia;
pero conociendo mi costumbre de pasear no
se alarmaron. No obstante, tres de nuestros
hombres -precisamente australianos los tresdijeron
que notaban algo siniestro en el ambiente.
Mackenzie le explicó al profesor Freeborn
que tales presentimientos se debían a la influencia
de ciertas supersticiones de los nativos
relacionadas con los fuertes vientos que,
de tarde en tarde, azotaban las arenas bajo
un cielo claro. Según murmuraban tales vientos
surgían de grandes «cabañas» subterráneas
de piedra, donde habían sucedido cosas
terribles, y sólo soplaban en las proximidades
de las grandes piedras marcadas. A eso de las
cuatro cesó el viento tan repentinamente como
había empezado, dejando unas dunas de
formas insólitas y nuevas.
Eran las cinco pasadas. La luna, hinchada
y fungosa, se hundía ya en occidente cuando
me presenté en el campamento, tambaleante,
sin sombrero, sin linterna, con las ropas desgarradas
y el rostro arañado y cubierto de
sangre. La mayoría de los hombres se había
vuelto a acostar. Sólo el profesor Dyer estaba
fuera, fumando en pipa delante de su tienda.
Al verme en aquel estado, llamó al Dr. Boyle,
y entre los dos me acostaron en mi tienda. Mi
hijo se despertó al oír el alboroto y se unió
inmediatamente a ellos. Entre los tres, me
obligaron a permanecer echado hasta que
cogiera el sueño.
Pero no me pude dormir. Me hallaba en un
estado de excitación extraordinario. Lo que
me había sucedido en nada se parecía a mis
experiencias anteriores. Más tarde insistí en
relatárselo.
Les conté que, después de caminar un rato,
me sentí cansado y decidí tumbarme en la
arena y dormir un poco. Les dije que entonces
tuve unos sueños aún más espantosos
que los de otras veces, y al despertarme violentamente
el repentino huracán, mis nervios
sobreexcitados estallaron. Huí, preso de pánico,
tropezando con las piedras medio enterradas,
cayendo al suelo a cada paso y destrozándome
las ropas de ese modo. Debí
quedarme dormido mucho tiempo; de ahí mi
larga ausencia.
Gracias a un enorme esfuerzo de voluntad
conseguí no traicionarme. Así, pues, nada
dije que pudiera hacerles sospechar algo fuera
de lo normal. Sí les indiqué, en cambio,
que era necesario cambiar todos los planes de
trabajo y no seguir excavando en dirección
nordeste.
Las razones que aduje eran bien inconsistentes:
dije que en esa dirección había muy
pocos bloques, que no convenía contrariar a
los mineros supersticiosos, que quizá la Universidad
redujera su subvención, y otros mu-
chos desatinos y mentiras. Como es natural,
nadie prestó la menor atención a tales argumentos;
ni siquiera mi hijo, cuya preocupación
por mi salud era evidente.
Al día siguiente me levanté y estuve vagando
por el campamento, pero no tomé parte
en las excavaciones. A causa de mi estado
de nervios decidí regresar a casa lo antes
posible, y mi hijo me prometió llevarme en la
avioneta hasta Perth -a casi dos mil kilómetros
al sudoeste- en cuanto hubiera inspeccionado
la región que yo no quería de ninguna
manera que se inspeccionara.
Se me ocurrió que, si lo que yo había contemplado
estaba todavía a la vista, tal vez
aquello podía servir de advertencia a mis
compañeros, aun a costa de hacer yo el ridículo.
Era muy probable que me secundaran
los mineros, tan empapados de supersticiones
locales. Accediendo a mis deseos mi hijo sobrevoló
esa tarde todo el terreno por donde
había paseado yo la noche anterior. Pero ya
no había nada anormal.
Lo mismo que había sucedido con el bloque
de basalto, sucedió esta vez: la arena
había borrado toda señal de mi descubrimiento.
Por un instante casi lamenté haber perdido
cierto objeto espantoso en mi huida…, pero
ahora sé que debo dar gracias a Dios por
ello, ya que, así, aún me cabe la posibilidad
de explicar mi terrible aventura como una
simple ilusión, sobre todo si, como espero
fervientemente, no consiguen encontrar jamás
ese abismo diabólico.
Wingate me llevó a Perth el 20 de julio;
pero no quiso abandonar la expedición, y regresó
al desierto. Estuvimos juntos hasta el
25 de julio, día en que el vapor zarpó con
rumbo a Liverpool. Ahora, en el camarote del
Empress, después de mucho meditarlo, he
decidido que al menos mi hijo se entere de
todo.
Hasta aquí he hablado de hechos sabidos,
de hechos que se pueden comprobar. He querido
exponerlos de este modo para salir al
paso de cualquier eventualidad. Ahora contaré,
lo más brevemente posible, lo que yo viví
y sentí aquella noche, cuando me ausenté del
campamento.
Con los nervios de punta, dominado por
esa perversa ansiedad que me impulsaba
hacia el nordeste, caminé bajo el resplandor
maléfico de la luna. Por todas partes había
bloques de piedra medio sepultados por la
arena, abandonados desde tiempo inmemorial.
La edad incalculable del desierto, y la torva
amenaza que flotaba sobre él como un aura,
me oprimían más que nunca; sin poderlo evitar,
recordé mis sueños dislocados, las espantosas
leyendas en que se basaban, y el terror
que el desierto inspiraba, con sus cavernas de
piedra, a los nativos y a los mineros.
Y sin embargo, seguí caminando como si
acudiese a una cita horrible, cada vez más
acometido de turbadoras fantasías y pseudorecuerdos.
Pensé en algunas de las configuraciones
de ciertos montículos que había visto
desde la avioneta, y me pregunté por qué
razón me parecían tan siniestras y familiares.
Algo horrible pugnaba por forzar las puertas
de mi memoria, mientras otra fuerza desconocida
trataba de cerrarle el paso.
La noche estaba en calma, sin viento, y la
arena pálida ondulaba como las olas de una
mar inmóvil. Yo iba sin rumbo, pero como
empujado por la mano del destino. Mis sueños
se derramaban en el mundo vigil, y se
me antojaba que cada megalito clavado en la
arena pertenecía a alguno de los infinitos recintos
y corredores prehumanos, cubiertos de
bajorrelieves, jeroglíficos y símbolos, que tan
bien conocía yo.
A ratos me parecía ver incluso aquellos
monstruos cónicos, omniscientes, atareados
en sus trabajos cotidianos, y no me atrevía a
mirar mi cuerpo por miedo a verlo como el de
ellos. Alucinación y realidad se superponían.
Veía los bloques medio enterrados, y a la vez,
los aposentos y corredores; veía el malévolo
resplandor de la luna, y a la vez las lámparas
de luminoso cristal; y en el desierto, los helechos
ondulaban bajo las redondas ventanas.
Estaba despierto, y al mismo tiempo, soñaba.
No sé durante cuánto tiempo, o hasta dónde,
ni, verdaderamente, en qué dirección
exacta había caminado, cuando percibí por
primera vez el montón de piedras desenterradas
por el viento. Nunca había visto una
agrupación tan grande de piedras en el curso
de nuestras excavaciones, y me sentí tan impresionado,
que al punto se desvanecieron
todas mis visiones fabulosas.
Ya no vi más que el desierto, la luna malévola
y las ruinas de un pasado insospechado
y remoto. Me acerqué a examinarlas con la
luz de mi linterna. El viento había dejado al
descubierto una aglomeración chata y circular
de megalitos y rocas algo menores, de unos
quince metros de diámetro y unos dos metros
de altura.
Desde el primer momento me di cuenta de
que en estas piedras había algo que las diferenciaba
de todas las demás. Por una parte
eran más numerosas; pero además, mostraban
unas figuras grabadas en sus caras que
llamaban poderosamente la atención.
Pero los bajorrelieves eran muy parecidos
a los que habíamos estudiado en otros sillares.
La diferencia era mucho más sutil. Cada
bloque, aisladamente, no me decía nada; la
impresión me la producía el abarcar el conjunto
con una sola mirada.
Y por fin comprendí la verdad. Los dibujos
curvilíneos de aquellos bloques se relacionaban
entre sí, formando parte de un mismo
motivo ornamental. Por primera vez se me
daba el descubrir, en este desierto antiquísimo,
un núcleo arquitectónico que conservara
su emplazamiento original. La obra de sillería
estaba derruida y fragmentada, es cierto,
pero su unidad era evidente.
Comencé a trepar penosamente por el
montón de piedras. Aparté la arena con las
manos. Me esforcé por interpretar las variaciones
de tamaño, forma y estilo de los dibujos,
en busca del nexo que existía entre ellos.
Al cabo de un rato logré adivinar vagamente
la índole de la estructura desaparecida,
y recomponer mentalmente los dibujos
que un día cubrieron los muros primitivos. La
perfecta identidad de estos detalles con los de
algunos escenarios de mis sueños me dejó
mudo de horror.
Aquellas ruinas pertenecían a un corredor
ciclópeo de diez metros de ancho y otros tantos
de alto, pavimentado con losas octogonales
y cubierto por una sólida bóveda. A la
derecha se abrirían sin duda varias estancias
y, de su extremo más alejado, arrancaría uno
de aquellos planos inclinados que conducían a
otros sótanos más profundos aún.
Al ocurrírseme esta idea sufrí un violento
sobresalto. La verdad es que no podía
haberme venido a la cabeza por la sola visión
de aquellos bloques.
¿Cómo sabía yo que este corredor correspondía
a un sótano? ¿Cómo sabía que la
rampa de subida tenía que haberse hallado
detrás de mí? ¿Cómo sabía que el largo pasillo
subterráneo que conducía a la Plaza de los
Pilares debería estar situado a mi izquierda,
en el piso inmediatamente superior?
¿Cómo sabía yo que la sala de máquinas y
el túnel que llevaba hasta los archivos centra-
les debieron estar situados dos plantas más
abajo? ¿Cómo sabía que en el fondo, cuatro
plantas más abajo, habría una de aquellas
horribles trampas selladas? Aturdido por
aquella irrupción del mundo de mis sueños,
me di cuenta de que estaba temblando y bañado
en un sudor frío.
Luego, como último detalle intolerable,
sentí una débil corriente de aire frío que ascendía
a ras de suelo desde una depresión
cercana al centro del montón de rocas. Como
antes, mis visiones desaparecieron repentinamente
y me encontré nuevamente bajo la
luz perversa de la luna, en medio del desierto
severo, ante el túmulo arcaico y derruido. Me
hallaba, en verdad, en presencia de algo real
y tangible, aunque henchido de misterios infinitos,
ya que aquella corriente de aire sólo
podía significar la presencia de un abismo
enorme, oculto bajo los megalitos de la superficie.
Lo primero que me vino a la cabeza fueron
las leyendas locales sobre recintos subterráneos,
ocultos bajo las rocas talladas, en don-
de suceden cosas horrorosas y nacen los vendavales.
Después, volvieron mis sueños y
sentí que los oscuros pseudo-recuerdos se
agolpaban en mi mente. ¿Qué clase de lugar
había debajo de mí? ¿Qué fuente primaria e
inconcebible de ciclos mitológicos y de obsesionantes
pesadillas estaba a punto de descubrir?
Sólo vacilé un instante. Al momento se
apoderó de mí una fuerza más acuciante que
la curiosidad, el interés científico y más aun
que mi propio terror.
Tuve la sensación de que me movía casi
automáticamente, como impulsado por un
destino inexorable. Me guardé la linterna en
el bolsillo y, con una energía que jamás creí
poseer, arranqué un fragmento enorme de
roca, y luego otro, y otro, hasta que brotó de
las profundidades una fuerte corriente cuya
humedad contrastaba con el aire seco del
desierto. Comenzó a perfilarse una negra
hendidura, y al final, una vez apartadas todas
las rocas que pude mover, la leprosa luz de la
luna reveló una abertura lo bastante ancha
para darme paso.
Saqué mi linterna y enfoqué su luz en las
tinieblas. El caos de piedras desmoronadas
formaba una abrupta pendiente hacia abajo.
Entre ella y el nivel del desierto se abría,
bostezante, un abismo de impenetrable negrura.
En la parte superior se veía el arranque
de una bóveda de enormes proporciones, de
suerte que, en aquel punto, las arenas del
desierto se extendían directamente sobre una
de las plantas de un edificio gigantesco, construido
en los mismos albores de la Tierra…
Cómo se conservaba después de millones de
años, y después de tantas convulsiones geológicas,
es cosa que ni siquiera pretendí entonces
-ni ahora tampoco- adivinar.
Cada vez que lo pienso, la sola idea de bajar
a ese abismo así, de pronto, yo solo, y sin
que nadie conociese mi paradero, se me antoja
el colmo de la locura. Quizá lo fuese,
pero aquella noche me aventuré sin vacilar
por aquellas tinieblas subterráneas.
De nuevo se manifestó el impulso fatal que
parecía dirigir mis actos desde el principio.
Encendiendo la linterna a ratos para no gastar
pila, emprendí un descenso disparatado
por el tenebroso declive. Cuando encontraba
buen punto de sujeción para los pies y manos,
avanzaba de frente; si no, me volvía de
cara al montón de piedras para agarrarme a
tientas.
Con ayuda de la linterna descubrí a ambos
lados de la pendiente, oscuros y distantes, los
muros deshechos de la caverna. Frente a mí,
en cambio, sólo había oscuridad.
En el curso de mi bajada perdí la noción
del tiempo. Me encontraba tan agitado, tan
lleno de vagos recelos y sospechas, que la
realidad objetiva me parecía incalculablemente
alejada. No experimentaba ninguna sensación
física; incluso el miedo se había petrificado
como una gárgola inerte, incapaz de
despertar mi terror.
Por último llegué al suelo sembrado de
bloques caídos, pedazos de roca, arena y detritus
de todo género. A ambos lados, y a
unos diez metros, se alzaban los muros macizos
que culminaban en inmensas arquivoltas.
Aunque con dificultad, se veía que estaban
esculpidas, pero era imposible distinguir la
naturaleza de las esculturas.
Lo que más me impresionó fue el techo
abovedado. La luz de la linterna no conseguía
iluminarlo, pero sí permitía distinguir con claridad
el arranque de los monstruosos arcos. Y
tan exacta era su similitud con lo que había
soñado, que me estremecí violentamente,
sobrecogido de horror.
Allá arriba, en la abertura, una débil mancha
luminosa delataba el mundo exterior bañado
por la luz de la luna. Una vaga alarma
del instinto me aconsejaba no perderla de
vista, ya que era la única referencia para mi
regreso.
Avancé hacia el muro de la izquierda, cuyos
motivos ornamentales se conservaban
mucho mejor. El suelo, lleno de escombros,
ofrecía casi tantas dificultades como la pendiente
por la que acababa de descender, pero
me las arreglé para abrirme paso.
No recuerdo cuánto había avanzado cuando
me detuve, levanté unos bloques, aparté
con el pie los cascotes para ver el pavimento,
y me quedé estupefacto al reconocer las
grandes losas octogonales, que aún se mantenían
unidas.
Al llegar a una distancia conveniente del
muro, paseé detenidamente la luz de la linterna
sobre las desgastadas cinceladuras. Se
notaba que el agua había erosionado la piedra
arenisca, pero en su superficie se distinguían
unas incrustaciones muy curiosas que
no me sería posible explicar.
En algunos sitios las piedras estaban muy
sueltas, casi desprendidas. Me preguntaba
durante cuántos miles de años más podría
conservar su forma este edificio primigenio,
soportando las sacudidas de la tierra.
Pero fueron los motivos ornamentales lo
que más me impresionó. A pesar de su estado
de erosión podían distinguirse de cerca
con relativa facilidad, y fue una oleada de
pánico lo que sentí al ver lo familiares que me
resultaban. Pero, en fin de cuentas, no era
extraño que esta venerable obra arquitectónica
me resultara tan familiar.
En efecto, sus características esenciales
debieron impresionar terriblemente a los que
forjaron los mitos, quienes las incorporaron a
sus teorías esotéricas. El estudio de tales teorías,
que llevé a cabo durante mi periodo de
amnesia, había impreso imágenes muy vivas
en mi subconsciente.
Pero, ¿cómo explicar la absoluta exactitud
con que concordaba cada línea y cada espira
de esos dibujos extraños, con los motivos
ornamentales que había soñado yo durante
más de veinte años? ¿Qué oscura y olvidada
iconografía era capaz de reproducir, con todo
detalle, los dibujos que tan persistente, puntual
e invariablemente visitaban mis sueños
noche tras noche?
No se trataba, pues, de ninguna casualidad,
ni de un semejanza remota. Puedo afirmar,
sin la menor sombra de duda, que el
antiquísimo corredor en el que me encontraba,
me era tan familiar como mi propia casa
de Crane Street, en Arkham. Es cierto que
mis sueños me habían mostrado el lugar en
su estado original, aún no deteriorado, pero
no por eso era menos asombrosa la identidad.
En esta reliquia de un pasado real, me
podía orientar con sobrecogedora facilidad.
En una palabra sabía dónde estaba. Y no
sólo conocía la disposición del edificio, sino
también la situación de éste en aquella ciudad
soñada. Me daba cuenta con insoslayable
certidumbre de que era capaz de dirigirme a
cualquier punto de aquella construcción o de
aquella ciudad escapada al paso de los tiempos.
En nombre del Cielo, ¿qué significaba
todo aquello? ¿Cómo había llegado a saber lo
que sabía? ¿Qué tremenda realidad se ocultaba
tras aquellos relatos antiguos de seres que
habían vivido en este laberinto de rocas primordiales?
Las palabras sólo pueden expresar un pálido
reflejo del tumultuoso horror que me consumía
por dentro. Conocía este lugar. Sabía
lo que había debajo de mí, y recordaba las
innumerables plantas que se habían alzado
sobre el corredor en el cual me encontraba,
antes de que se desintegraran en polvo, ruinas
y desierto. Pensé con estremecimiento
que el débil resplandor lunar que se filtraba
por la abertura ya no me era tan necesario.
Me sentía desgarrado entre un deseo loco
de huir y una curiosidad febril por continuar
el camino que me señalaba mi fatalidad.
¿Qué había sucedido en esta megalópolis
monstruosa durante los millones de años
transcurridos desde la época remota en que
se centraban mis sueños? De todos los laberintos
subterráneos que habían minado la
ciudad, comunicando entre sí las torres gigantescas,
¿cuántos habían resistido las conmociones
de la corteza terrestre?
¿Había dado con todo un mundo primigenio,
enterrado bajo las arenas? ¿Sería capaz
de encontrar aún la casa del maestro escribano,
la torre donde S'gg'ha, cautivo de la raza
de carnívoros vegetales de cabeza estrellada,
procedente de la Antártida, había labrado
ciertas ilustraciones en los entrepaños vacíos
de los muros?
¿Estaría aún abierto y transitable, en el
segundo sótano, el corredor que daba acceso
a la sala de los espíritus cautivos? En aquella
sala, el espíritu de un ser increíble y semiplástico
que habitará en el vacío interior de
un desconocido planeta transplutoniano, dentro
de dieciocho millones de años, guardaba
una figurilla de terracota modelada por él
mismo.
Cerré los ojos y puse todo mi empeño en
un inútil y supremo esfuerzo por apartar de
mi conciencia estos residuos de sueños quiméricos.
Entonces percibí, inequívocamente,
una corriente de aire frío y húmedo que brotaba
de abajo. A mis pies, no muy lejos de
donde estaba, se abría, sin duda alguna, una
inmensa sucesión de negros abismos que
llevaban miles y miles de años silenciosos y
vacíos.
Pensé en las cámaras tenebrosas, en los
corredores y los planos inclinados, tal como
los había visto en mis sueños. ¿Estaría abierto
aún el paso a los archivos centrales? Al
evocar los terribles documentos que una vez
estuvieron guardados en aquellos estuches de
metal inoxidable, me sentí de nuevo impulsado
por la fuerza del destino.
Según mis sueños y las leyendas que conocía,
allí había reposado toda la Historia
pasada y futura del continuo tempo-espacial,
redactada por espíritus capturados en todo el
orbe y en todas las épocas del sistema solar.
Puro delirio, por supuesto; pero ¿acaso no
acababa de sumergirme en un mundo fantasmagórico,
tan loco como yo?
Pensé en los estantes metálicos y en sus
curiosas cerraduras, que sólo se abrían tras
complicados giros de sus manivelas. Incluso
me vino a la memoria el mío de manera muy
vívida. ¡Cuántas veces había llevado a cabo
aquella complicada rutina de giros y presiones,
en la sección del último sótano, dedicado
a los vertebrados terrestres! Cada detalle me
resultaba reciente y familiar.
De encontrar algún cofre como los de mis
sueños, sería capaz de abrirlo en un momento...
Y entonces perdí completamente el juicio.
La locura se apoderó de mí, y saltando
por encima de los escombros, tropezando en
la oscuridad, me lancé en busca de la rampa
que -bien lo sabía yo- conducía a las profundidades
inferiores.
VII
A partir de ese momento mis impresiones
son muy poco fidedignas. Realmente aún
abrigo la desesperada esperanza, por así decir,
de que todo haya sido un sueño, una
horrenda fantasmagoría provocada por el delirio.
Me acometió un furioso ataque de fiebre;
todo lo veía como a través de una especie
de neblina y, a veces, incluso de manera
intermitente.
Los rayos de mi linterna se proyectaban
débilmente en el abismo de las tinieblas, revelando
retazos fugaces, horriblemente familiares,
de muros y cinceladuras deteriorados
por el paso de los siglos. En un sitio se había
derrumbado una enorme porción de bóveda,
de manera que hube de trepar por encima del
montón de escombros, que casi llegaba hasta
el destrozado techo.
Avanzaba en un increíble estado de enajenación
empeorado aún más por aquel rapto
de furia. Una cosa me resultaba extraña, y
eran mis propias dimensiones en relación con
el tamaño de la construcción. Me sentía oprimido
por un inusitado sentimiento de pequeñez;
como si, vistas desde un cuerpo humano,
aquellas paredes ciclópeas tomaran un
carácter nuevo y anormal. Una y otra vez me
miraba vagamente desasosegado por mi propia
forma humana.
Continué avanzando en la negrura saltando
y sorteando obstáculos de todo género. En
varias ocasiones resbalé y caí, desgarrándome
la ropa. Una de las veces a punto estuve
de romper la linterna en pedazos. Cada piedra
y cada rincón de aquel abismo endemoniado
me resultaba conocido. A menudo me
detenía a pasear el haz de la linterna por los
pasajes abovedados, no por cegados y derruidos
menos familiares.
Algunos recintos se habían venido abajo
por completo; otros estaban desiertos o llenos
de escombros, En unos cuantos vi unas
masas de metal -algunas, relativamente intactas;
otras, rotas, y otras machacadas y
totalmente destruidas-, en las que reconocí
los ciclópeos pedestales o mesas de mis sueños.
Encontré la rampa descendente y comencé
a bajar... Un momento después me detuve
ante una grieta que tendría algo más de un
metro por su parte más estrecha. En aquel
punto el suelo se había hundido, revelando el
negro vacío de las profundidades inferiores.
Yo sabía que aún había dos plantas subterráneas
más en este edificio gigantesco, y me
estremecí con renovado pánico al recordar las
trampas selladas del más profundo de los
sótanos, Ya no había guardianes que las vigilaran.
Hacía muchísimo tiempo que las criaturas
encerradas bajo aquellas losas de piedra
habían cumplido su espantosa misión, y ahora
se hallarían cada vez más hundidas en su
larga decadencia. Para cuando llegase la era
de los escarabajos post-humanos, ya habrían
desaparecido por completo. Y sin embargo, al
pensar en lo que contaban los nativos, no
pude evitar otro estremecimiento.
Me costó un gran esfuerzo saltar aquella
hendidura. El suelo estaba lleno de escombros
y no me permitía tomar impulso. Pero
me seguía incitando la locura. Escogí un punto
cercano al muro de la izquierda, porque allí
la grieta era más estrecha y al otro lado había
poco cascote. Tras un instante de ansiedad
aterricé felizmente en la otra parte.
Por último llegué a la planta inferior y crucé
la sala de máquinas, llena de fantásticos
restos metálicos, medio enterrados bajo las
bóvedas desplomadas. Todo estaba donde yo
sabía que debía estar y, muy seguro de mí
mismo, escalé los escombros que obstruían la
entrada de un gran corredor transversal que
debía llevarme, por debajo de la ciudad, a los
archivos centrales.
Mientras avanzaba, saltando y tropezando
por aquel corredor, pareció desplegarse ante
mí el panorama de todas las edades del mun-
do. A cada paso descubría cinceladuras en los
muros desgastados por el tiempo: unas, familiares;
otras, añadidas seguramente en un
periodo posterior a mis sueños. Como se trataba
de un pasadizo subterráneo que comunicaba
diversos edificios sólo en las aberturas
que daban acceso a ellos había pórticos laterales.
En algunos de estos pórticos me asomé a
echar una mirada. Conocía los lugares aquellos
demasiado bien. Sólo en dos ocasiones
encontré cambios radicales con respecto a
mis sueños, pero en una de ellas pude descubrir
los contornos tapiados de la entrada que
recordaba yo.
Al pasar por la cripta de una de aquellas
grandes torres ruinosas, sin ventanas, cuya
extraña construcción de basalto indicaba su
espantoso origen, sentí que me invadía una
oleada de horror y eché a correr precipitadamente,
para atravesarla cuanto antes.
Esta cripta tenía una bóveda de medio
punto, de unos setenta y cinco metros de
parte a parte. No vi grabado alguno en sus
muros ennegrecidos. El suelo, totalmente
desnudo, aparte el polvo y la arena, me permitió
distinguir sendas aberturas, situadas en
el techo y en el suelo. No había escaleras ni
rampas, Verdaderamente, yo sabía por mis
sueños que aquellas torres negras no habían
sido habitadas jamás por la fabulosa Gran
Raza. Y sin duda quienes las habían construido
no necesitaban de escaleras ni de rampas.
En mis sueños la abertura del suelo había
estado bien sellada y custodiada celosamente.
Ahora estaba abierta como una boca inmensa,
bostezante, que exhalaba un aliento
frío y húmedo. No quise imaginar de qué
abismos de oscuridad eterna podía brotar
aquel hálito.
Después me abrí camino por un sector del
pasadizo que se hallaba en mal estado, y llegué
por fin a un punto donde la techumbre se
había hundido completamente. Los escombros
se elevaban como una montaña; trepé
hasta su cima, y me encontré, de pronto, ante
un espacio vacío, en el que la luz de mi
linterna no revelaba ni muros ni bóvedas.
Este -pensé- debe de ser un sótano de la casa
de los proveedores de metal. Estaba situada
en la tercera plaza, no lejos de los archivos.
No pude adivinar lo que había sucedido allí.
Al otro lado de la montaña de cascotes y
piedras volví a reanudar mi camino por el
corredor; pero, después de un corto trecho,
me encontré con que no podía pasar adelante:
los escombros casi tocaban el techo, peligrosamente
combado. No sé cómo me las
arreglé para extraer los bloques y apartarlos
violentamente hasta abrirme paso. Tampoco
sé cómo me atreví a quitar aquellos fragmentos
encajados firmemente, cuando la menor
ruptura del equilibrio podía haber provocado
el derrumbe de muchas toneladas de roca,
aplastándome irremediablemente.
Era sin duda la locura lo que me empujaba
y me guiaba... si es que aquella aventura
subterránea no fue -aunque yo así lo esperouna
ilusión infernal o el producto de una pesadilla.
Pero fuese sueño o realidad, el caso
es que logré abrirme paso y pude arrastrarme,
con la linterna en la boca, por encima del
montón de cascotes. Una vez al otro lado
sentí que me arañaban las fantásticas estalactitas
del techo.
Me encontraba ahora cerca del gran recinto
subterráneo de los archivos que, al parecer,
constituía mi objetivo. Me dejé caer por el
lado opuesto de la barrera, y reanudé la marcha
por el corredor, encendiendo sólo a ratos
la linterna para ahorrar pila. Por último llegué
a una cripta baja, circular, que se hallaba en
un maravilloso estado de conservación, y en
cuyos muros se abrían arcos en todas direcciones.
Los muros, al menos hasta donde alcanzaba
la luz de mi linterna, mostraban gran profusión
de jeroglíficos y ornamentos curvilíneos,
algunos de los cuales habían sido añadidos
después del periodo de mis sueños.
Seguí caminando, empujado por esa fuerza
inexorable de mi destino, y torcí inmediatamente
a la izquierda, por un acceso que me
era familiar. Estaba seguro de encontrar despejadas
las rampas de todos los pisos. Este
edificio subterráneo que albergaba los anales
de todo el sistema solar, había sido construida
con suprema habilidad, dándole una solidez
tal que duraría tanto como la Tierra misma.
Los bloques, de proporciones inmensas,
habían sido equilibrados con exactitud matemática
y unidos con cementos de dureza tan
grande, que constituían una mole firme como
el núcleo rocoso del propio planeta. Después
de incontables milenios esta mole enterrada
conservaba intactos sus contornos; sus vastos
pavimentos estaban cubiertos de polvo,
pero no había escombros por parte alguna.
La facilidad con que podía caminar, a partir
de este momento, se me subió a la cabeza.
Toda la frenética ansiedad, contenida hasta
aquí por los muchos obstáculos que me habían
impedido la marcha, se desbordó en una
especie de prisa febril, y eché a correr -
literalmente- por los pasillos de techo bajo
que se extendían más allá del arco de la entrada.
Ya no sentía ningún asombro al reconocer
todo lo que me rodeaba. A uno y otro lado se
distinguían las grandes puertas de los estantes
metálicos, cubiertas de jeroglíficos. Algunas
de ellas seguían en su sitio; otras estaban
forzadas, y otras, dobladas y retorcidas
por fuerzas geológicas del pasado que, sin
embargo, no habían conseguido destrozar la
titánica construcción.
Aquí y allá, al pie de los estantes abiertos,
se veían montones cubiertos de polvo que
señalaban el lugar donde habían caído los
estuches, derribados por las sacudidas de la
tierra. En diversos pilares había grabados
símbolos y letras que indicaban el tipo de
volúmenes allí clasificados.
Me detuve ante uno de los cofres abiertos,
en cuyo fondo descubrí algunos de los acostumbrados
estuches de metal, ordenados todavía,
pero cubiertos por la omnipresente
arena. Me acerqué, extraje uno de los ejemplares
más manejables y lo coloqué en el
suelo para examinarlo. El título estaba escrito,
como habitualmente, en jeroglíficos curvilíneos,
aunque en la ordenación de ésos me
pareció advertir un cambio sutil.
Su sencillo mecanismo de cierre, en forma
de gancho, me era perfectamente conocido.
Levanté, pues, la tapa, que no se había oxidado,
y saqué el volumen de su interior. Como
esperaba tenía unos cincuenta por treinta
y cinco centímetros de superficie, y como cinco
centímetros de grosor. Las cubiertas, de
metal delgado, se abrían por arriba.
Sus páginas, de celulosa dura, no parecían
afectadas por la acción del tiempo, y pude
estudiar los extraños signos garabateados en
ellas. No se parecían a los demás jeroglíficos
que había tenido ocasión de ver, ni a ningún
alfabeto conocido por la ciencia humana. Sin
embargo, despertaban en mí el eco de un
recuerdo que pugnaba por aflorar a mi conciencia.
Súbitamente tuve la seguridad de que era
el lenguaje de un espíritu cautivo con el que
había tenido cierta relación durante mis sueños:
se trataba del habitante de un gran asteroide
en el que había sobrevivido gran parte
de la vida y del saber del planeta original del
que era fragmento. Al mismo tiempo recordé
que el sótano en que me hallaba estaba dedicado
a los volúmenes relativos a planetas no
terrestres.
Cuando terminé de examinar este documento
increíble me di cuenta de que la luz de
mi linterna empezaba a agonizar, de modo
que le puse rápidamente la pila de repuesto
que siempre llevo conmigo. Entonces, provisto
de una luz más potente, reanudé mi carrera
febril por la interminable maraña de pasadizos
y corredores, reconociendo de una mirada
tal o cual estantería, y vagamente molesto
por la resonancia de aquellas catacumbas
que repetían mis pasos de modo incongruente.
Las huellas de mis propios zapatos en el
polvo milenario me hicieron temblar. Nunca
hasta ahora, si mis sueños vesánicos contenían
un ápice de verdad, habían pisado pies
humanos estos pavimentos inmemoriales.
Conscientemente no tenía la menor sospecha
de cuál era la meta de mi descabellada
carrera. Mi voluntad ofuscada y mi subconsciente
eran empujados por una fuerza demo-
níaca, de forma que presentía vagamente que
no corría al azar.
Me dirigí a una rampa y continué mi descenso
hacia las profundidades, corriendo ahora
vertiginosamente. En mi aturdido cerebro
había empezado a latir un pulso rítmico que
se propagó a mi mano derecha. Quería abrir
cierta cerradura y mi mano conocía todas las
complicadas vueltas y presiones necesarias
para ello, Era como una moderna caja fuerte
con cerradura de combinación.
Sueño o no yo había sabido esa combinación,
y la sabía aún. Preferí no plantearme la
cuestión de cómo era posible aprender un
detalle tan fino, tan intrincado y complejo, en
un sueño. Me sentía incapaz de pensar con la
menor incoherencia. Porque, ¿acaso no rebasaban
los límites de la razón todas estas coincidencias
entre lo que veía y lo que sólo
podía conocer por sueños o mitos fragmentarios?
Probablemente, incluso entonces -como
ahora, en mis momentos de cordura-, estaba
persuadido de que todo era un sueño, y de
que la ciudad enterrada era una mera alucinación
febril.
Finalmente llegué a la planta inferior y torcí
a la izquierda de la rampa. Por alguna oscura
razón traté de caminar con pasos silenciosos,
aun cuando esto me obligaba a avanzar
más despacio. En esta última planta subterránea
había una zona que temía cruzar.
A medida que me acercaba me daba cuenta
de la causa de mi temor. Se trataba de una
de aquellas trampas antaño precintadas, pero
ya sin vigilancia alguna. Caminaba de puntillas,
con el corazón encogido, lo mismo que al
atravesar las negras bóvedas de basalto,
donde vi abierta una trampa similar.
Como en aquella ocasión también sentí
una corriente de aire frío. Con toda mi alma
deseaba que mi camino me llevase en otra
dirección. Pero, ¿por qué, si no quería, tenía
que pasar precisamente por allí?
Al llegar vi la trampa brutalmente abierta.
Después comenzaron nuevamente las hileras
de estanterías. Junto a ellas, en el suelo, cubiertos
por una fina capa de polvo, había va-
rios estuches esparcidos, caídos sin duda recientemente.
En ese mismo instante me invadió
una nueva oleada de pánico que, de
momento, no me supe explicar.
Los montones de estuches caídos no eran
raros, pues en el transcurso de las eras, este
oscuro laberinto había sido maltratado por los
cataclismos geológicos, y sus paredes debieron
de resonar de manera ensordecedora al
derribarse todo aquello. Había recorrido la
mitad del espacio que me separaba de los
estantes, cuando descubrí el detalle que -
vagamente vislumbrado- había determinado
mi horror.
Tal detalle no estaba en el montón de estuches,
sino en el polvo del suelo. A la luz de
la linterna daba la impresión de que aquella
capa de polvo no era tan uniforme como debiera:
en algunos sitios parecía más fina, como
si la hubieran pisado en un tiempo relativamente
reciente, quizá unos meses antes.
De todos modos había también bastante polvo,
de forma que nada puedo asegurar con
certidumbre. Pero la mera sospecha de que
tales señales pudieran guardar cierta regularidad,
me llenó de una angustia indecible.
Acerqué la linterna para examinarlas mejor,
y no me gustó lo que vi: con la luz rasante
aún tomaron más aspecto de pisadas. Se
hallaban dispuestas de una forma relativamente
regular, agrupadas de tres en tres.
Cada una de dichas huellas tendría unos
treinta y cinco centímetros de diámetro, y
constaba de cinco impresiones casi circulares,
de siete u ocho centímetros de anchura, una
de las cuales se hallaba adelantada en relación
con las otras cuatro.
Estas supuestas pisadas se hallaban distribuidas
en dos series paralelas, pero en sentido
opuesto, como si algún animal hubiera ido
a un lugar determinado y hubiese regresado
después por el mismo camino. Naturalmente
eran muy débiles y podía tratarse de una mera
ilusión, o de una casualidad. Pero su doble
trayectoria -si es que de huellas se tratabasugería
un horror insoportable: uno de los
extremos del trayecto terminaba en el montón
de estuches, tal vez derrumbados no
hacía mucho, y el otro extremo moría en el
borde de la trampa siniestra que exhalaba su
soplo húmedo y frío, desguarnecida, abierta a
los abismos inferiores.
VIII
Tan fatal e ineludible era la fuerza que me
impulsaba a seguir adelante, que incluso prevaleció
sobre mi pavor. La presencia de aquellas
huellas sospechadas despertaron en mí
recuerdos tan palpitantes y terroríficos, que
ninguna consideración de índole racional me
habría determinado a proseguir mi camino.
No obstante, aun temblando de miedo, mi
mano derecha se me seguía contrayendo rítmicamente
en un ansia por manipular cierta
cerradura que esperaba encontrar. Antes de
darme cuenta de lo que hacía crucé el montón
de estuches y me lancé de puntillas por
los pasadizos cubiertos de polvo, hacia un
punto que parecía conocer sobradamente
bien.
Mi mente planteaba cuestiones cuya pertinencia
comenzaba entonces a vislumbrar.
¿Llegaría a alcanzar el estante, teniendo en
cuenta que mi cuerpo era humano? ¿Podría
mi mano de hombre ejecutar todos los movimientos,
perfectamente recordados, necesarios
para abrir la cerradura? ¿Estaría la cerradura
en buenas condiciones de funcionamiento?
¿Qué haría yo, qué me atrevería a hacer
con lo que -ahora empezaba a darme cuentaa
la vez esperaba y temía encontrar? ¿Hallaría
la prueba de que todo era espantosa y
enloquecedoramente cierto, de que existía
una realidad que rebasaba los límites de la
razón, o por el contrario, me convencería al
fin de que todo era una pesadilla?
Seguidamente me di cuenta de que había
dejado de correr. Estaba de pie, inmóvil, rígido,
ante una fila de estantes cubiertos de los
consabidos jeroglíficos. Se hallaban en un
estado de conservación casi perfecto. Solamente
había tres puertas forzadas.
El sentimiento que me inspiraron estos estantes
no se puede describir. Me parecía co-
nocerlos desde siempre. Miré hacia arriba, a
una fila próxima al techo, completamente
inalcanzable, y pensé en la manera de trepar
hasta allí. Una puerta que había abierta a
cuatro baldas del suelo podría servirme de
ayuda. Las cerraduras de las puertas cerradas
proporcionarían puntos de apoyo para mis
manos y mis pies. Cogería la linterna con los
dientes, como había hecho ya en otras ocasiones,
cuando necesitara ambas manos. Sobre
todo no debía hacer ruido.
Lo más difícil sería bajar el objeto que quería
coger. Quizá pudiera engancharlo por el
cierre al cuello de mi chaqueta, y echármelo a
la espalda a modo de mochila. Una vez más
me pregunté si funcionaría la cerradura. Estaba
seguro de recordar cada uno de los movimientos
necesarios, pero me daba miedo
que chirriara. Asimismo temía no poder hacer
los movimientos adecuadamente con la mano.
Mientras pensaba en todo esto tomé la linterna
con la boca y empecé a trepar. Las cerraduras
no me ofrecieron buenos puntos de
apoyo, pero como esperaba, el estante abierto
me sirvió de muchísima ayuda. Me agarré
a la hoja y al marco de la puerta, y me las
arreglé para no hacer demasiado ruido. Empinándome
sobre el borde superior de la
puerta, e inclinándome lo más posible a la
derecha, conseguí alcanzar la cerradura que
buscaba. Mis dedos, medio entumecidos por
el ascenso, estuvieron muy torpes al principio.
Pero al momento me di cuenta de que
obedecían. El ritmo del recuerdo se hizo intenso
en ellos.
Salvando inconmensurablemente abismos
de tiempo, los movimientos complicados y
secretos llegaron hasta mi cerebro con todos
sus detalles, ya que en menos de cinco minutos
sonó un chasquido cuya familiaridad me
resultó tanto más impresionante, cuanto que
no tenía conciencia previa de él. Un instante
después la puerta de metal se abría lentamente
con un roce apenas perceptible.
Miré deslumbrado la fila grisácea de estuches
puestos de canto, y sentí la tremenda
oleada de una emoción totalmente imposible
de explicar. Justo al alcance de mi mano derecha
había un estuche cuyos jeroglíficos me
hicieron temblar con una angustia infinitamente
más compleja que el mero terror.
Temblando aún me las compuse para sacarlo
de entre el polvo y la arena del estante, y
arrastrarlo en silencio hacia mí.
Igual que el otro estuche que había manejado,
éste medía unos cincuenta centímetros
de alto por treinta y cinco de ancho, y estaba
cubierto de curvos dibujos matemáticos en
bajorrelieve. En grosor excedía los ocho centímetros.
Lo encajé como pude entre mi pecho y la
pared por la que me había encaramado. Palpé
el pasador y solté, por fin, el gancho. Quité la
tapa, me eché el pesado objeto a la espalda y
sujeté el gancho al cuello de mi chaqueta.
Una vez las manos libres, fui bajando penosamente
hasta el suelo y me dispuse a examinar
mi botín.
Me arrodillé en el polvo y coloqué el estuche
ante mí. Me temblaban las manos; temía
sacar el libro de dentro y, a la vez, deseaba
hacerlo en seguida. Muy gradualmente empezaba
a darme cuenta de que sabía lo que iba
a encontrar, y esta certidumbre, casi paralizaba
mis facultades.
Si lo encontraba allí -si no estaba soñando-
, las consecuencias de mi descubrimiento
rebasarían por completo todo lo que el espíritu
humano puede soportar. Lo que más me
atormentaba era que, de momento, me resultaba
imposible convencerme de que estaba
soñando. Todo lo que me rodeaba me parecía
real… y me lo sigue pareciendo ahora al evocar
la escena.
Por último, saqué, temblando, el libro de
su receptáculo y contemplé con fascinación
los jeroglíficos de la cubierta. Estaba en excelente
estado. Las letras curvilíneas del título
me mantenían hipnotizado, como si fuera casi
capaz de leerlas. En verdad no puedo jurar
que no llegué a leerlas efectivamente en un
pasajero y terrible acceso de memoria anormal.
No sé el tiempo que pasó antes de atreverme
a quitar aquella delgada cubierta de
metal. Busqué mil pretextos para demorar o
eludir el momento fatal. Me quité la linterna
de la boca y la apagué para no gastar pila.
Luego, en la más completa oscuridad, hice
acopio de ánimo... y abrí el libro. Por último
enfoqué la luz sobre la página en que quedó
abierto, y traté de antemano de esforzarme
por sofocar cualquier exclamación involuntaria.
Miré allí. Luego, sintiéndome desfallecer,
me dejé caer en el suelo. Apreté los dientes,
no obstante, y contuve el grito. Tumbado en
el suelo me pasé una mano por la frente. Lo
que temía y esperaba estaba allí. Quizá estaba
soñando; de otro modo, el tiempo y el
espacio se habían convertido en una sombra
burlesca.
Debía estar soñando. Pero, para poner a
prueba la verdad de mi aventura me llevaría
ese libro para mostrárselo a mi hijo si, efectivamente,
era real. La cabeza me daba vueltas,
aun cuando nada veía en la oscuridad
reinante. Y toda suerte de ideas e imágenes
aterradoras -suscitadas por las posibilidades
que mi descubrimiento acababa de abrir- comenzaron
a danzar en mi mente nublando
mis sentidos.
Recordé las hipotéticas huellas impresas
en el polvo, y sentí miedo de mi propia respiración.
Una vez más encendí la luz y miré la
página del libro, como la víctima de una serpiente
mira los ojos y los colmillos de su destructor.
Después, en la oscuridad, cerré el libro con
manos torpes, lo metí en su estuche y cerré
la tapa con el pasador en forma de gancho. A
toda costa debía sacarlo al mundo exterior, si
es que el tal libro existía realmente... si el
abismo entero existía realmente... si yo, y el
mundo mismo, existíamos en realidad.
No recuerdo exactamente cuándo me puse
en pie y comencé mi regreso. Me sentía tan
alejado de mi universo normal que, durante
aquellas horas espantosas que pasé en el
subterráneo, no se me ocurrió consultar el
reloj ni una sola vez.
Linterna en mano, y con el siniestro estuche
bajo el brazo, reanudé finalmente mi
marcha cautelosa. De puntillas, preso de un
mudo terror, pasé de nuevo junto a la trampa
abierta y junto a aquellas señales sospechosas,
impresas en el polvo. Disminuí mis precauciones
al subir por las interminables rampas,
pero ni aun entonces pude desechar cierto
recelo que no había sentido al bajar.
Me horrorizaba tener que atravesar de
nuevo aquella cripta de basalto negro, más
vieja aún que la misma ciudad, en donde soplaba
un viento helado procedente de las profundidades
insondables. Pensé en el terror de
la Gran Raza, y en la causa de ese terror que,
aunque débil y agonizante, acaso palpitaba
aún en el fondo de aquellas tinieblas. Igualmente
pensé en las cinco huellas circulares
que acababa de ver, y en lo que mis sueños
me habían revelado sobre ellas. Y en los extraños
vientos y los silbos ululantes que lo
acompañaban. Y recordé asimismo los relatos
de los indígenas, que expresaban constantemente
un horror sin límites a los grandes
vientos y a las ruinas sin nombre.
Cierto signo grabado en el muro de la caverna
me indicó el camino correcto y -
después de pasar junto al otro libro que había
examinado anteriormente- llegué al gran espacio
circular rodeado de arcos que daban
acceso a distintos corredores. Inmediatamente
reconocí, a mi derecha, el arco por donde
había penetrado en el edificio de los archivos.
Me metí por allí sabiendo que, al salir de dicho
edificio, mi camino sería más penoso debido
a los derrumbamientos. Mi carga metálica
me pesaba, y cada vez me resultaba más
difícil no hacer ruido al caminar a tropezones
entre escombros de todo género.
Después llegué al montón de piedras que
alcanzaba hasta el techo a través del cual
había practicado un paso angosto. Al encontrarme
de nuevo ante él sentí pavor. La primera
vez había hecho algo de ruido. Y ahora
-vistas aquellas posibles huellas-, lo que más
me asustaba era hacer ruido. Además, el estuche
dificultaba mi paso por la estrecha
abertura.
No obstante, trepé lo mejor que pude a lo
alto del obstáculo, y empujé la caja por la
abertura. Luego, con la linterna en la mano,
me metí gateando destrozándome la espalda
con las estalactitas, como me había ocurrido
antes.
Al intentar asir la caja de nuevo se me cayó
por la pendiente con un estrépito que llenó
el recinto de ecos y resonancias, lo cual me
cubrió de un sudor frío. Me precipité inmediatamente
tras ella y logré recuperarla; pero
unos momentos después algunos bloques
resbalaron bajo mis pies, produciendo un repentino
y estrepitoso desmoronamiento.
Todo este ruido fue mi perdición. Porque,
erróneamente o no, me pareció oír, como
respuesta, y procedente de alguna lejana galería,
un silbido agudo, ululante, distinto de
cualquier otro sonido terrestre, que rebasa
con mucho mi posibilidad de describirlo. Si oí
bien entonces, lo que ocurrió a continuación
fue como un sarcasmo del destino, ya que, de
no haber sido por el pánico que aquel fenó-
meno me produjo, el segundo hecho no
habría sucedido jamás.
El caso es, que enloquecí de terror. Cogí la
linterna con la mano, agarré la caja casi sin
fuerzas, y salté salvajemente, sin más idea
que un loco deseo de correr, de alejarme de
aquellas ruinas de pesadilla, de salir al mundo
exterior -el desierto bajo la luna- que ahora
se hallaba tan lejos.
Sin saber cómo, llegué ante el segundo
montón de escombros, que se elevaba en la
negrura bajo el techo desplomado. Tropecé y
me lastimé una y otra vez al gatear por la
pendiente de bloques y rocas cortantes.
Y entonces sobrevino el gran desastre. Al
cruzar a ciegas la cumbre del montículo, ignorando
que al otro lado la pendiente caía
bruscamente, perdí pie y resbalé, envuelto en
un alud de piedras y cascotes que se desmoronaban
en medio de un estruendo ensordecedor,
cuyos ecos retumbaron por todos los
rincones.
No tengo idea de cómo salí de ese caos;
sin embargo, tengo un recuerdo vago de que,
a continuación, me lancé a correr por el corredor,
sin esperar a que se apagaran los
ecos. Llevaba la caja y la linterna conmigo.
Luego, al acercarme a aquella cripta de
basalto que tanto temía, la locura completa
se apoderó de mí, Al apagarse ya todos los
ruidos, nuevamente se hizo audible aquel
silbido espantoso que me había aparecido oír
antes. Esta vez no cabía duda. Y, lo que era
peor, no provenía de atrás, sino de delante de
mí.
Me parece que grité con todas mis fuerzas.
Tengo la vaga idea de que atravesé a todo
correr aquella bóveda de basalto construida
por criaturas anteriores a la Gran Raza. De la
trampa abierta seguía brotando el silbido ultraterreno.
Y también se levantó viento. No
una mera corriente de aire frío y húmedo,
sino una ráfaga violenta, casi deliberada, que
procedía de la misma boca negra que el
horrible silbido.
Recuerdo vagamente haber saltado y sorteado
obstáculos de todo género, perseguido
por aquella ráfaga helada y aquel estridente
silbido que crecía por momentos y parecía
enroscarse y retorcerse en torno mío.
A pesar de que soplaba a mis espaldas, el
viento, en vez de empujarme, me impedía
avanzar, igual que si me hubieran trabado
con un lazo sutil desde las tinieblas. Sin preocuparme
ya de no hacer ruido, salté una
gran barrera de bloques y me encontré de
nuevo en la bóveda que me conducía a la
superficie.
Recuerdo que eché una mirada a la sala de
máquinas, y a punto estuve de gritar al ver el
plano inclinado que conducía a una sala, dos
pisos más abajo, donde había otra de esas
trampas abominables, probablemente abierta.
Pero en vez de gritar comencé a repetirme
entre dientes, una y otra vez, que todo era un
sueño del que pronto despertaría. Quizá me
hallaba en el campamento, tal vez, incluso,
en Arkham. Este razonamiento me tranquilizó
un tanto, y empecé a subir por la rampa que
conducía al mundo exterior.
Sabía, naturalmente, que aún me quedaba
por salvar una grieta de más de un metro de
anchura; pero iba demasiado preocupado por
otros temores para darme cuenta del horror
que suponía aquel obstáculo antes de enfrentarme
con él. En efecto, a la ida, cuesta abajo,
el salto me había resultado relativamente
sencillo. Pero ahora, ¿podría saltarlo cuesta
arriba, lastrado por el terror, el agotamiento y
el peso de la caja, retenido por el viento embrujado
que tiraba de mí hacia atrás? Todo
esto se me ocurrió en el último momento, y
también pensé en aquellos seres sin nombre
que acaso acechasen, vivos aún, en los abismos
tenebrosos que se abrían bajo la grieta
del suelo.
La luz de mi linterna se iba debilitando,
pero un vago recuerdo me advirtió de que me
encontraba en el borde de la grieta. Las ráfagas
de viento frío y los silbidos ululantes que
sonaban atrás actuaron en mí como una droga
bienhechora que tuvo la virtud de apartar
de mi imaginación el horror de aquel abismo
abierto a mis pies. Pero, en el mismo instante,
percibí una nueva ráfaga y un nuevo silbi-
do, que brotó ante mí a través de aquella
misma grieta.
Entonces fue cuando realmente llegó lo
más alucinante de mi pesadilla. Perdido el
juicio, olvidado de todo, excepto del deseo
animal de huir, me lancé a trepar por la pendiente
de cascotes, como si ninguna sima
hubiera existido detrás. De pronto, vi el borde
de la grieta, salté frenéticamente, con todas
las fuerzas de mi ser, y en el acto, me sumí
en un torbellino infernal de ruidos inmundos y
de negrura materialmente tangible.
Que yo recuerde éste es el final de mi
aventura. Todas mis impresiones posteriores
caen de lleno en el dominio del delirio y la
fantasmagoría. Los sueños, la locura y los
recuerdos se fundieron en un caos de alucinaciones
fantásticas y visiones fragmentarias
que no pueden tener relación alguna con la
realidad.
En primer lugar sentí que caía por un
abismo sin fondo; por un abismo de tinieblas
vivas y viscosas, de ruidos absolutamente
ajenos a toda naturaleza terrena.
En mí despertaron sentidos hasta entonces
dormidos, que me revelaron precipicios y vacíos
poblados de horrores flotantes, abismos
que conducían a simas insondables, a océanos
tenebrosos y a negras ciudades de torres
basálticas donde nunca brilló luz alguna.
Los misterios de los orígenes de nuestro
planeta y sus ciclos inmemoriales cruzaron
por mi mente sin ayuda de la vista ni el oído,
y comprendí cosas que ni siquiera el más disparatado
de mis sueños anteriores había llegado
a sugerir. Durante todo ese tiempo me
sentí atrapado por los dedos fríos de un vapor
húmedo, mientras el silbido enloquecedor y
monótono seguía taladrando la vorágine de
tinieblas.
Después tuve visiones de la ciudad ciclópea
de mis sueños, pero no en ruinas, sino tal
como la había soñado. Me vi nuevamente en
mi cuerpo cónico, inhumano, rodeado de numerosos
miembros de la Gran Raza y de espíritus
cautivos que llevaban libros de un lado a
otro por los interminables corredores y las
rampas inmensas.
Superponiéndose a estas visiones, tuve fugaces
destellos de percepciones no visuales,
de las que sólo recuerdo mis esfuerzos desesperados
y mis violentas contorsiones para
zafarme de los tentáculos del viento ululante.
Me parece recordar, también, como un vuelo
de murciélago a través de una atmósfera
densa, y un forcejeo febril por abrirme paso
en la oscuridad azotada por el huracán; por
fin, me sentí correr frenéticamente entre muros
derruidos y derrumbados pilares de piedra.
Hubo un momento en que me pareció vislumbrar
algo, en aquel mundo de noche eterna;
un leve resplandor azulado en las alturas.
Luego soñé que, perseguido por el viento,
trepaba y me arrastraba hasta salir a un espacio
bañado por la luna, entre ruinas y escombros
que se desmoronaban tras de mí
bajo los embates furiosos del huracán. Fueron
las oleadas monótonas de aquella luz lunar
las que me indicaron que, al fin, había regresado
a mi antiguo mundo objetivo y vigil.
Me hallaba boca abajo, con las manos clavadas
como garras en la arena del desierto
australiano, Alrededor de mí aullaba un viento
huracanado, mucho más violento que cualquier
vendaval. Mi ropa estaba hecha jirones;
mi cuerpo entero era un amasijo de arañazos
y magulladuras.
La plena lucidez me fue volviendo tan paulatinamente,
que no sé decir en qué momento
terminó mi sueño delirante y empezaron mis
verdaderos recuerdos. Sé que mi aventura ha
tenido relación con un montón informe de
ruinas de piedra, con abismos subterráneos,
con una monstruosa revelación del pasado, y
sé que mi pesadilla terminaba con horror.
Pero, ¿cuánto hay en ella de verdad?
Había perdido la linterna, y la caja de metal
que podía haber aducido como prueba.
¿Pero había existido en realidad tal caja? ¿Y
el abismo? ¿Y las ruinas de piedra? Levanté la
cabeza y miré hacia atrás. No se veía más
que la estéril, la ondulante arena del desierto.
El viento demoníaco se había calmado, y la
luna, hinchada y fungosa, se fundía roja en el
oeste. Me puse en pie con dificultad y comencé
a caminar, tambaleante, en dirección al
campamento. ¿Qué me había sucedido en
realidad? Tal vez había sufrido un mareo en
el desierto, y había arrastrado, a lo largo de
kilómetros y kilómetros de arena y bloques
enterrados, mi cuerpo torturado por las pesadillas.
Y si no era así, ¿cómo podría soportar
el resto de mi vida?
En efecto, ante esta nueva incertidumbre,
toda mi anterior confianza basada en el origen
mitológico de mis visiones, se disolvió
una vez más en las dudas que ya otras veces
me habían asaltado. Si aquel abismo era real,
la Gran Raza también lo era, y las proyecciones
y secuestros efectuados en cualquier
momento y lugar del cosmos no eran tampoco
un mito ni una pesadilla, sino una terrible
realidad.
¿Había sido, pues, arrastrado efectivamente
durante mi amnesia hacia un mundo prehumano
que existió hace ciento cincuenta
millones de años? ¿Había sido mi cuerpo ve-
hículo de una conciencia espantosamente
extraña, surgida del origen de los tiempos?
¿Había conocido realmente, en mi calidad
de espíritu cautivo, los días de esplendor de
aquella ciudad de piedra, y era cierto que me
había deslizado por aquellos corredores, en el
repugnante cuerpo de mi propio raptor?
¿Acaso aquellos sueños que me habían atormentado
durante más de veinticinco años no
eran sino consecuencias de mis horribles
,recuerdos?
¿Era cierto que había conversado realmente
con espíritus procedentes de los rincones
más remotos del tiempo y el espacio? ¿Llegué
a conocer de verdad los secretos pasados y
futuros del universo, y a redactar los anales
de mi propio mundo para enriquecer aún más
aquellos archivos infinitos? Y aquellas criaturas
inmundas -vientos helados y silbos demoníacos-
que moraban en las entrañas de la
tierra, ¿seguían constituyendo una amenaza
real, a pesar de su lenta agonía, mientras las
distintas formas de vida proseguían su evolución
en la superficie del planeta?
No lo sé. Si ese abismo -y lo que conteníaera
real, no hay esperanza. Entonces, verdaderamente,
se cierne sobre la humanidad una
increíble y sarcástica sombra, procedente de
más allá del tiempo.
Pero felizmente no hay prueba alguna de
que mi última aventura no haya sido más que
el postrer episodio de una serie de sueños
basados en remotas leyendas: perdí el estuche
de metal, y hasta ahora, nadie ha descubierto
los corredores subterráneos.
Si las leyes del universo son misericordiosas
nadie los descubrirá. Pero debo contar a
mi hijo lo que vi -o creí ver- y dejarle que,
como psicólogo, juzgue cuanto hay de objetivo
en mis vivencias, y si se debe dar publicidad
a este documento.
Ya he dicho que el tema de mis sueños encajaba
perfectamente con lo que creí descubrir
en aquellas ciclópeas ruinas enterradas.
Me ha costado un gran esfuerzo consignar
esta revelación final que, como el lector habrá
sospechado ya, se refiere al libro, guardado
en un estuche de metal, que yo extraje de
entre el polvo de millones de siglos.
Ningún ojo ha contemplado ese libro, ninguna
mano lo ha tocado, desde el advenimiento
del hombre a este planeta. Y no obstante,
cuando en el fondo de aquel abismo
enfoqué la linterna sobre él, vi que las letras
trazadas con extraños colores sobre las quebradizas
páginas de celulosa tostadas por el
tiempo, no eran desconocidos jeroglíficos de
épocas remotas. Eran, al contrario, letras de
nuestro alfabeto corriente, que formaban vocablos
en lengua inglesa, escritas por mi propia
mano.