Lorenzo Luengo. |
El pasado 5 de abril, en la revista digital española Zenda, fundada en 2016 por, entre otros, el afamado escritor Arturo Pérez-Reverte, en la que se publican textos de creación y crítica literaria, y además también edita libros, apareció un artículo titulado H.P. Lovecraft, desmontador de estrellas, del escritor madrileño Lorenzo Luengo (n. 1974). Es un extenso texto en el que su autor, con motivo de la publicación del volumen El Astronomicón por la editorial El Paseo, diserta sobre algunos aspectos biográficos de Lovecraft y su acusado interés por la astronomía. Aunque podéis leer el artículo completo en este enlace, bajo estas líneas lo tenéis completo:
Hace algún tiempo comencé a traducir, por pura diversión —pero en realidad no hay otra manera de hacer estas cosas—, un largo intercambio de cartas entre Robert E. Howard, joven escritor de relatos de “espada y brujería”, y Howard Philips Lovecraft, también escritor (también joven) y misterioso caballero de Providence. Todo comenzó con algunas observaciones filológicas de Howard, que señalaban un error en un relato de Lovecraft, “Las ratas de las paredes”, publicado en marzo de 1924 en la revista Weird Tales y reimpreso en el número de junio de 1930, que fue la versión que Howard leyó. Para su historia Lovecraft había tomado unas frases en gaélico de un cuento de Fiona Macleod, “El comepecados”, y, como explicó en una carta a su amigo Frank Belknap Long, autor de un relato absolutamente genial titulado “Los perros de Tíndalos” —que Stephen King recreó muy bien en la narración titulada “El perro de la Polaroid”—, su aparente desliz se trataba en realidad de un daño controlado: “Si alguna objeción se le puede poner a esa frase es que está en gaélico y no en címrico, que sería lo suyo en el sur de Inglaterra. Pero, como sucede en la antropología, los detalles no cuentan. Nadie se parará a advertir la diferencia”. ¿Nadie? Lo cierto es que aquel veinteañero de Texas sí lo hizo.
Lovecraft era un genio, y aportó algo novedoso y radical a la literatura que, por ejemplo, el crítico Edmund Wilson no acertó a ver hasta muchos años después de considerar sus obras como “pérdidas de tiempo” y a sus lectores como “individuos de mal gusto”; pero como a Wilson, que tampoco era tonto, a Lovecraft no se le debería juzgar por el tipo de opiniones que, a causa de una muerte demasiado temprana, no tuvo ocasión de reconsiderar (murió en 1937, dos años antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial). Mucho menos —oh tiempos de la cancelación— se le debería dejar de leer por eso. Pero creo que quien deja de leer a un gran autor por sus opiniones en realidad dejaría de leer por cualquier cosa.
Algo que a mí particularmente más me fascina de Lovecraft (uno de los muchos aspectos de su genialidad) es que en todas sus obras planea sobre nosotros la presencia física de un universo literalmente oscuro que deja ver, como un desgarro en la página escrita, la amenaza de esos dioses y monstruos que lo habitan desde mucho antes de que se pusiera vacilantemente en pie el primer hombre nacido de mujer sobre la tierra. Hay un relato en especial, “El ceremonial”, en el que esa aprensión se convierte para mí en un estado acelerado de tensión nerviosa, que me hace temer que el suelo que se va descorriendo para el narrador descenso abajo, en galerías cada vez más claustrofóbicas y retorcidas, se abrirá también para mí, y que de pronto me hallaré en medio de esa oscuridad tachonada de plantas fosforescentes pero sin una tierra a mis pies, flotando a la deriva de un espacio que, como todo lo demás, será devorado por una boca dentada infinitamente más profunda y oscura que él. Esta, por lo menos, suele ser mi experiencia lectora con Lovecraft. Y pese al conocimiento que Lovecraft mostraba en las cartas que yo iba traduciendo en mis “horas de ocio” acerca de las religiones paganas y la historia antigua, siempre imaginé que el universo en sí, su origen, sus posibles dimensiones, la naturaleza de sus esferas suspendidas, la nebulosa icónica o el ansia monumental del agujero negro, le eran por completo indiferentes (a la manera en que el propio universo era indiferente a su existencia: razón de ser, dicho sea de paso, de sus cuentos y de sus poemas). Es verdad que de tarde en tarde dejaba caer en un pasaje de su correspondencia una referencia astronómica, un comentario que permitía ver un conocimiento cuando menos singular, pero yo lo atribuía a un tipo de saber desordenado, a la codicia del lector no sistemático al que todo le interesa y que todo lo asimila hasta el punto de convertir su mente en una especie de abadía de Pirchiriano, en una inclasificable biblioteca.
Bien, pues nada de eso. Los artículos aquí recogidos, bajo el acertado título de El astronomicon —un doble guiño tanto a la obra de Manilio como al espantoso Necronomicon, cuyo nombre Lovecraft concibió con aquel poema sobre los fenómenos celestes como referencia—, demuestran que sus conocimientos eran muy superiores a los del simple observador aficionado. Todos ellos fueron escritos entre 1903 y 1917, para los periódicos The Providence Tribune, el Gazette-News de Asheville, The Providence Sunday Journal, Scientific American y The Pawtuxet Valley Gleaner, es decir, periódicos en general locales en los que Lovecraft colaboró entre los trece y los veintisiete años. Sus escritos más tempranos ya los habíamos podido leer gracias principalmente a las labores de rastreo de su mayor estudioso en la actualidad, S. T. Joshi, traducidos por Francisco Torres Oliver y José María Nebreda (“La botellita de cristal”, “La cueva secreta”, “El misterio del cementerio”, “El buque misterioso” y “La bestia de la cueva”) y recogidos —dentro de las referencias que manejo— en la monumental recopilación narrativa que Valdemar publicó dentro de su colección gótica. Los relatos —dos de ellos escritos a los ocho años, el resto entre trece y catorce— eran, más o menos, lo que cabría esperar de un niño imaginativo y cuidadoso con las palabras. En cambio, los artículos astronómicos escritos a los trece años sorprenden por su capacidad de síntesis y el entendimiento tan temprano que Lovecraft mostraba de asuntos en ese tiempo tan debatidos como el de los canales de la Luna y la orografía marciana. “Personalmente”, escribe Lovecraft en sus observaciones sobre los canales lunares (recordemos: trece años), “los considero formaciones análogas a los rayos o marcas radiales que convergen hacia los cráteres principales (…) En cuanto a la teoría del profesor William H. Pickering, según la cual los canales son franjas de vegetación, nada tengo que decir salvo que cualquier astrónomo inteligente la consideraría indigna de atención, pues nuestro satélite carece tanto de agua como de atmósfera (…) Por su parte, la teoría debida al profesor Percival Lowell, que afirma que los canales son de origen artificial, es absolutamente ridícula.” Un niño imaginativo se habría arrojado de cabeza a abrazar cualquiera de esas disparatadas teorías; no así un niño imaginativo y ya rematadamente materialista como era aquel pequeño solitario, que fantaseaba con un cosmos habitado por unas inteligencias arcanas que nos hablaban a través de esfinges y de sueños, como respuesta o compensación a un universo indiferente a nuestro destino en el que el niño Lovecraft ya echaba a faltar todo eso.
Como libro didáctico, y más allá de la divertida adenda que supone la inclusión del acalorado debate epistolar que Lovecraft mantuvo con un astrólogo de nombre J. F. Hartmann (Lovecraft abominaba de la astrología), El astronomicon es sencillamente una maravilla, puede que en algunos puntos superada por las observaciones más recientes (no hay que olvidar que se trata de artículos escritos hace ya más de un siglo), pero sin duda no en cuanto a estilo y pasión por el detalle. Los lectores habituales de Lovecraft no cabe duda de que disfrutarán de él, así como sus lectores más irregulares, aunque yo envidio enormemente al niño que aún podría comenzar a sentir la fascinación de estar vivo bajo esta serena cúpula de lucecitas dispersas aprendiendo a desmontar el cielo de la mano del hombre que nos trajo la locura de los dioses primigenios (y a montar —véanse las páginas finales antes de la adenda— un telescopio con él). Termino con un apunte más, que no quiero pasar por alto: la edición de este libro corre a cargo de Óscar Mariscal, uno de los mejores conocedores de Lovecraft con que tenemos la suerte de contar en lengua española, y con la primorosa edición de la editorial El Paseo, que ha cuidado todos los detalles para que la obra —desde la ilustración de cubierta hasta el cada vez más olvidado arte de las guardas— posea personalidad propia, algo que deberíamos agradecer más a menudo quienes amamos los libros no sólo por lo que cuentan sino también como piezas de arte.
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