A continuación os dejo un breve ensayo del filólogo español José Luis Fernández Arellano (n.1959), conocido poeta y traductor de obras de terror y autor también de relatos (Diez cuentos, Ed. Libertarias, 1994), que trata sobre la particular "maldición" que a lo largo de la historia se ha cebado sobre los escritores de literatura fantástica y de terror: enfermedades mentales, adicciones al alcohol y a las drogas, depresiones que incluso, en algún caso, condujeron al suicidio,etc. En Wikipedia se pueden consultar otros ensayos del autor (por ejemplo, en esta interesante entrada: http://es.wikipedia.org/wiki/Cuento_de_terror ).
Pese a que el infortunio, uno de los ingredientes fundamentales del malditismo literario, no se ha cebado a lo largo de la historia con particular virulencia en los escritores de terror, sí lo hizo señaladamente en algunos de los más importantes: Edgar Allan Poe, John William Polidori, Gustavo Adolfo Bécquer, Margaret Oliphant, Guy de Maupassant, Richard Middleton, Ambrose Bierce, Frank Belknap Long, discípulo de Lovecraft; el uruguayo, imitador de Poe, Horacio Quiroga... Poe y Long padecieron directamente la más indigna pobreza. El poco conocido pero excelente escritor de fantasmas inglés Middleton, así como el secretario de Lord Byron, Polidori, y Quiroga, no sabiendo o pudiendo aprovechar el singular talento de que disfrutaban, optaron por el suicidio, con el fin de reparar por la vía rápida sus muchos complejos, miedos y crisis personales. Bierce, “el amargo”, precursor de Lovecraft como Poe, fue escritor raro y tampoco muy bien visto en su tiempo, y ante el cada vez más exigente engorro que encontraba en la vejez, parece ser que tomó la cómoda determinación de hacer que otros lo “suicidaran”, adentrándose en Méjico justo cuando había estallado la revolución. Oliphant (autora de la muy recomendable novela corta “La puerta abierta”, 1882), viuda prematura, trabajó siempre a destajo con la pluma para mantener a su familia, asistiendo, no obstante, durante años, impotente, a las sucesivas pérdidas de sus más allegados, lo que finalmente la mató de pena. Bécquer constituye el epítome del poeta romántico, relegado a segundo plano por sus contemporáneos y muerto prematuramente de tuberculosis. El francés Maupassant, escritor flaubertiano de éxito en su juventud, debido a la sífilis y a su natural neurótico, acabó perdiendo posición y cordura, hallando la muerte asimismo apenas adentrado en la madurez.
No tan luctuosas pintan las cosas entre los autores actuales; se sabe, al menos, que no es una vida de enfermedad o estrecheces lo que inspira los espantos de Stephen King, Dean Koontz, Ramsey Campbell, Peter Straub o Clive Barker. Tampoco les fue nada mal en su día a muchos de los grandes creadores universales del género: los Robert L. Stevenson, Henry James, Arthur Conan Doyle, Nathaniel Hawthorne, Rudyard Kipling, M. R. James, autores todos ellos que disfrutaron en vida de prestigio social y una posición económica más o menos desahogada. Ninguno de estos grandes escritores de lo siniestro, pues, responde al modelo de poeta maldito genuino, que encarnan básicamente, además de Poe, Maupassant y algún otro, los franceses Baudelaire, Verlaine y Rimbaud, y el hispano César Vallejo.
Caracteres comunes a tales atormentados semidioses suelen ser: neurosis constitucional o sobrevenida; historial de bohemia y marginación social, con abuso de alcohol y estupefacientes; actitud de rebeldía e insubordinación contra el poder establecido, ya sea en el terreno social o estético; seducción por el mal o los abismos; muerte temprana; y, en consonancia con todo ello, desarrollo de una obra majestuosa, modélica y revolucionaria, tanto en la forma como en el contenido.
Poe, paradigma original de Lovecraft, cumplía sobradamente con todos los requisitos. En cuanto a marginación social, la malevolencia acaso envidiosa de Stevenson nos recuerda que incluso «el hambre llamó con demasiada frecuencia a su puerta». Difícilmente se hace comprensible dicha circunstancia en un escritor tan prodigiosamente dotado (aspecto en que también se le asemeja el de Providence). Pero, avivado por el alcohol y la justa soberbia artística, el espíritu de la «perverseness» que con tan escalofriante agudeza analizó en varios de sus relatos –la coartada del malditismo por excelencia–, abortó siempre en su mente todo viso de sentido común, con lo que no fue nunca capaz de estructurar, para sí y para su desventurada familia, una vida decente. Da la impresión de que los Middleton y Maupassant sucumbieron a la debilidad, y Poe a la grandeza.
La pregunta en este punto es obvia: el motivo de encuadrar a Lovecraft en tan patibulario círculo. La única característica, si bien se piensa, que el sobrio y altanero creador de Abdul Alhazred no comparte con sus colegas abiertamente malditos, es la dependencia del alcohol y los narcóticos. Dicha carencia, sin embargo, se encuentra de sobra compensada simplemente por su malsana afición a la vida nocturna, a la soledad y al demente regodeo en su deslumbrante capacidad onírica. Si persistimos en la comparación con Poe, Lovecraft igualaba muchas de las dotes intelectuales de éste (al menos en erudición, posiblemente lo superaba, según su biógrafo L. Sprague de Camp), y en cuanto a potencia imaginativa y creadora, ambos llegaban por fuerza, de uno u otro modo, un poco más lejos que cualquier otro autor. Ambos, también, fuera de las publicaciones periódicas, apenas vieron algún libro publicado en vida (Lovecraft, La sombra sobre Innsmouth, de 1932), y económicamente, en efecto, pasaron toda la vida grandes dificultades.
En el terreno literario, las muchas coincidencias (la deuda de Lovecraft) han sido señaladas repetidamente por los estudiosos. Uno de los más importantes, Rafael Llopis (Los mitos de Cthulhu, Alianza Editorial), afirma que, entre otras obras, el Gordon Pym de Poe fue «releído o repensado o resentido» por su discípulo a la hora de abordar la que fue quizá su obra capital, En las montañas de la locura. Michel Houellebecq, por su parte, en su sentida declaración de amor H. P. Lovecraft, contra el mundo, contra la vida, establece tácitamente dos acusados paralelismos literarios entre uno y otro, por cuanto lo que afirma de HPL cabe decirse en igual medida de Poe. Así, ambos destruyen «a sus personajes sin sugerir nada más que el desmembramiento de una marioneta», tratando los dos también a esos personajes como «proyecciones de la verdadera personalidad de su autor».
Esta factura de caracteres (cualquiera de los míseros asesinos anónimos de Poe o de los osados “profesores” de Lovecraft), autorreferente y obsesiva (Houellebecq la valora en Lovecraft como virtud, puesto que «contribuye a reforzar la fuerza de convicción de su universo»), ¿no invita a pensar en una especie de reivindicación artística del ego herido por parte del creador? ¿No derivará, por vía simbólica, de la vivencia de marginalidad social experimentada tan larga e intensamente por ambos escritores? Lovecraft llevó su malditismo en este punto aún más lejos que Poe, ya que, pese a intentarlo con ahínco –así lo recuerda Sprague de Camp, refiriéndose a la breve época de su matrimonio–, fue siempre incapaz de dar, siquiera, con un primer empleo “normal”. Sus relaciones con el mundo se reducían al rancio círculo familiar (su madre, sus viejas tías), y al cómodo y distante trato epistolar (se dice que escribió ¡unas cien mil cartas!). Lovecraft, por último, murió joven y solo, a los 46 años; únicamente vivió seis años más que su mentor de Boston y, como él, fuera de algunos destellos de gloria, en su día fue valorado apenas por un exiguo grupo de amigos y admiradores.
Pero lo que hace de verdad “maldito” al taciturno caballero de Nueva Inglaterra, como a Poe, es la honda seducción que obraba en él por lo siniestro y maligno. Materialista y ateo confeso, vemos a través de sus tremendos poemas e historias que fue capaz de extraer de sus penurias, prejuicios e inadaptaciones, de sus lecturas y sueños distorsionados y enloquecidos, del aparentemente nada vergonzante “amateurismo” literario que le perseguiría siempre, toda una simbología, probablemente compensatoria, insistimos, de los mismos; hasta una mitología completa, de la A a la Z. El ominoso culto a que dio origen (consúltese, si no, en Internet), al contrario que su, decimos, ateo creador, sí que admitía dioses, extraterrestres como todos los dioses, pero los suyos no podían ser del tipo bondadoso y compasivo que adoraban sus contemporáneos acomodados en sus iglesias puritanas de altos pináculos; los de Lovecraft, dotados de nombres fonéticamente tan sugerentes como Cthulhu, Yog-Sothoth, Nyarlathotep…, eran apocalípticos monstruos de crueldad y horror indecible, atrapados en precarias dimensiones siempre prestas a desbordarse infernalmente en la nuestra.
Habría que preguntarse, por último, qué Necronomicon hubiese escrito Lovecraft de haberse atrevido, como muchos todavía sugieren, a seguir el ejemplo de Poe también con el alcohol y el láudano.
En mí despertaron sentidos hasta entonces dormidos, que me revelaron precipicios y vacíos poblados de horrores flotantes, abismos que conducían a simas insondables, a océanos tenebrosos y a negras ciudades de torres basálticas donde nunca brilló luz alguna.
No tan luctuosas pintan las cosas entre los autores actuales; se sabe, al menos, que no es una vida de enfermedad o estrecheces lo que inspira los espantos de Stephen King, Dean Koontz, Ramsey Campbell, Peter Straub o Clive Barker. Tampoco les fue nada mal en su día a muchos de los grandes creadores universales del género: los Robert L. Stevenson, Henry James, Arthur Conan Doyle, Nathaniel Hawthorne, Rudyard Kipling, M. R. James, autores todos ellos que disfrutaron en vida de prestigio social y una posición económica más o menos desahogada. Ninguno de estos grandes escritores de lo siniestro, pues, responde al modelo de poeta maldito genuino, que encarnan básicamente, además de Poe, Maupassant y algún otro, los franceses Baudelaire, Verlaine y Rimbaud, y el hispano César Vallejo.
Caracteres comunes a tales atormentados semidioses suelen ser: neurosis constitucional o sobrevenida; historial de bohemia y marginación social, con abuso de alcohol y estupefacientes; actitud de rebeldía e insubordinación contra el poder establecido, ya sea en el terreno social o estético; seducción por el mal o los abismos; muerte temprana; y, en consonancia con todo ello, desarrollo de una obra majestuosa, modélica y revolucionaria, tanto en la forma como en el contenido.
Poe, paradigma original de Lovecraft, cumplía sobradamente con todos los requisitos. En cuanto a marginación social, la malevolencia acaso envidiosa de Stevenson nos recuerda que incluso «el hambre llamó con demasiada frecuencia a su puerta». Difícilmente se hace comprensible dicha circunstancia en un escritor tan prodigiosamente dotado (aspecto en que también se le asemeja el de Providence). Pero, avivado por el alcohol y la justa soberbia artística, el espíritu de la «perverseness» que con tan escalofriante agudeza analizó en varios de sus relatos –la coartada del malditismo por excelencia–, abortó siempre en su mente todo viso de sentido común, con lo que no fue nunca capaz de estructurar, para sí y para su desventurada familia, una vida decente. Da la impresión de que los Middleton y Maupassant sucumbieron a la debilidad, y Poe a la grandeza.
La pregunta en este punto es obvia: el motivo de encuadrar a Lovecraft en tan patibulario círculo. La única característica, si bien se piensa, que el sobrio y altanero creador de Abdul Alhazred no comparte con sus colegas abiertamente malditos, es la dependencia del alcohol y los narcóticos. Dicha carencia, sin embargo, se encuentra de sobra compensada simplemente por su malsana afición a la vida nocturna, a la soledad y al demente regodeo en su deslumbrante capacidad onírica. Si persistimos en la comparación con Poe, Lovecraft igualaba muchas de las dotes intelectuales de éste (al menos en erudición, posiblemente lo superaba, según su biógrafo L. Sprague de Camp), y en cuanto a potencia imaginativa y creadora, ambos llegaban por fuerza, de uno u otro modo, un poco más lejos que cualquier otro autor. Ambos, también, fuera de las publicaciones periódicas, apenas vieron algún libro publicado en vida (Lovecraft, La sombra sobre Innsmouth, de 1932), y económicamente, en efecto, pasaron toda la vida grandes dificultades.
En el terreno literario, las muchas coincidencias (la deuda de Lovecraft) han sido señaladas repetidamente por los estudiosos. Uno de los más importantes, Rafael Llopis (Los mitos de Cthulhu, Alianza Editorial), afirma que, entre otras obras, el Gordon Pym de Poe fue «releído o repensado o resentido» por su discípulo a la hora de abordar la que fue quizá su obra capital, En las montañas de la locura. Michel Houellebecq, por su parte, en su sentida declaración de amor H. P. Lovecraft, contra el mundo, contra la vida, establece tácitamente dos acusados paralelismos literarios entre uno y otro, por cuanto lo que afirma de HPL cabe decirse en igual medida de Poe. Así, ambos destruyen «a sus personajes sin sugerir nada más que el desmembramiento de una marioneta», tratando los dos también a esos personajes como «proyecciones de la verdadera personalidad de su autor».
Esta factura de caracteres (cualquiera de los míseros asesinos anónimos de Poe o de los osados “profesores” de Lovecraft), autorreferente y obsesiva (Houellebecq la valora en Lovecraft como virtud, puesto que «contribuye a reforzar la fuerza de convicción de su universo»), ¿no invita a pensar en una especie de reivindicación artística del ego herido por parte del creador? ¿No derivará, por vía simbólica, de la vivencia de marginalidad social experimentada tan larga e intensamente por ambos escritores? Lovecraft llevó su malditismo en este punto aún más lejos que Poe, ya que, pese a intentarlo con ahínco –así lo recuerda Sprague de Camp, refiriéndose a la breve época de su matrimonio–, fue siempre incapaz de dar, siquiera, con un primer empleo “normal”. Sus relaciones con el mundo se reducían al rancio círculo familiar (su madre, sus viejas tías), y al cómodo y distante trato epistolar (se dice que escribió ¡unas cien mil cartas!). Lovecraft, por último, murió joven y solo, a los 46 años; únicamente vivió seis años más que su mentor de Boston y, como él, fuera de algunos destellos de gloria, en su día fue valorado apenas por un exiguo grupo de amigos y admiradores.
Pero lo que hace de verdad “maldito” al taciturno caballero de Nueva Inglaterra, como a Poe, es la honda seducción que obraba en él por lo siniestro y maligno. Materialista y ateo confeso, vemos a través de sus tremendos poemas e historias que fue capaz de extraer de sus penurias, prejuicios e inadaptaciones, de sus lecturas y sueños distorsionados y enloquecidos, del aparentemente nada vergonzante “amateurismo” literario que le perseguiría siempre, toda una simbología, probablemente compensatoria, insistimos, de los mismos; hasta una mitología completa, de la A a la Z. El ominoso culto a que dio origen (consúltese, si no, en Internet), al contrario que su, decimos, ateo creador, sí que admitía dioses, extraterrestres como todos los dioses, pero los suyos no podían ser del tipo bondadoso y compasivo que adoraban sus contemporáneos acomodados en sus iglesias puritanas de altos pináculos; los de Lovecraft, dotados de nombres fonéticamente tan sugerentes como Cthulhu, Yog-Sothoth, Nyarlathotep…, eran apocalípticos monstruos de crueldad y horror indecible, atrapados en precarias dimensiones siempre prestas a desbordarse infernalmente en la nuestra.
Habría que preguntarse, por último, qué Necronomicon hubiese escrito Lovecraft de haberse atrevido, como muchos todavía sugieren, a seguir el ejemplo de Poe también con el alcohol y el láudano.
En mí despertaron sentidos hasta entonces dormidos, que me revelaron precipicios y vacíos poblados de horrores flotantes, abismos que conducían a simas insondables, a océanos tenebrosos y a negras ciudades de torres basálticas donde nunca brilló luz alguna.
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