sábado, 5 de diciembre de 2009

EL ROSTRO TRAS LA VENTANA

Como humilde aficionado a la literatura y gran apasionado de la obra de Lovecraft, os dejo aquí un breve relato basado en la temática del maestro de Providence que escribí en noviembre de 2004. Espero que os guste.



EL ROSTRO TRAS LA VENTANA
A la memoria de H. P. Lovecraft,
el maestro de Providence.



¿Quién sabe lo que puede acontecer en lugares donde el hombre se siente incómodo, donde nunca ha estado y donde nunca debería estar? ¿Quién sabe lo que habita en esos lugares oscuros y malditos, en esas cuevas de tiempos pretéritos, o en esas casas deshabitadas y sombríamente solitarias, o en esos montículos siniestros carentes de vegetación? Algunas personas llegaron a descubrirlo, pero el precio fue muy alto, y perdieron la razón o la vida; y yo, Juan Herrero, llegué a vislumbrar apenas un atisbo del verdadero horror, lo suficiente para ser ingresado en este hospital psiquiátrico donde me piden que relate lo que me aconteció en la casa de la calle Pizarro. No sé si seré capaz, si podré volver a revivir esos momentos, pero si no lo hago, ese horror volvería a manifestarse, y cuán terrible y apocalíptico sería entonces el mundo, privado de luz y de verdad. Lo haré, pues ahora yo, Juan Herrero, soy el único que sé lo que crece tras las ventanas de esa casa maldita, lo haré...
Aquella casa era una mansión solariega del siglo XV, con una austera fachada de sillares de granito, una robusta puerta con un pesado dintel y pequeñas ventanas enrejadas. Un discreto escudo de la Orden de Alcántara dominaba el conjunto, y viendo la amplia fachada y el alto tejado, se suponía que la casona era grande, de numerosas habitaciones y espaciosas salas, amén de un sótano de considerable extensión. La primera vez que la vi fue de noche, mientras volvía en tren de Madrid, ya que la vía férrea atravesaba los suburbios, donde en una zona antigua de edificaciones del siglo XV se levantaba aquella mansión, apenas a cien metros del casco viejo de la ciudad. Las desgastadas murallas grises bordeaban las casas renacentistas, y la calle Pizarro ascendía hacia el casco viejo y el centro urbano. Pero allí, sobre el resto de viviendas, destacaba aquella mansión, con la amplia fachada sumida en sombras, y las ventanas superiores mostrando sus cristales sucios, cubiertos de telarañas, dejando entrever un interior sombrío y siniestro, carente de vida, en total silencio. El tren, al acercarse a las primeras casas adosadas a la muralla medieval, disminuyó casi imperceptiblemente la velocidad, pero casi lo suficiente para que yo pudiese contemplar la magnífica mansión envuelta en la oscuridad y enhiesta sobre la calle Pizarro.
Entonces, sin creerlo, lo vi.
Fue casi como un destello de una figura, como cuando te encuentras en el campo y por el rabillo del ojo apenas ves el fugaz cuerpo de una liebre que huye. Era en una de las ventanas superiores, la más cercana a una farola que derramaba su luz amarillenta sobre la calle, y al mirarla fijamente, pude ver por unos segundos un rostro sombrío asomado tras los cristales. Tal vez pudo ser el cansancio del viaje, o las propias sombras dentro de la casa, o una vaga ilusión óptica, pero estaba convencido de que tras aquella ventana, apenas en cuestión de segundos, un rostro blancuzco, pálido y alargado se había mostrado casi con temor y velozmente había retornado a las espesas sombras que todo lo envolvían.
Sacudí la cabeza como si quisiera borrar de mi mente la imagen fugaz que había vislumbrado, y mi acompañante, un anciano de mirada dulce y espeso bigote, me miró con curiosidad.
-¿Estaba usted mirando esa casa?- me preguntó con un tono de voz misteriosamente bajo, y no obstante, no me dio tiempo a responder, diciendo:- Es una casa maldita, no se le ocurra acercarse a ella. Allí ocurrieron hechos que es mejor no conocer, y dicen que todavía hay algo... pero no se acerque, ¿me oye? Es un consejo.
Le miré profundamente asombrado y a la vez con curiosidad, y en ese instante iba a preguntarle sobre tan extraña casa, cuando el tren llegó a la estación. Acto seguido, el anciano se levantó, se fue y no volví a verle jamás.
Las palabras de aquel hombre, al contrario de lo que pretendían, no hicieron sino interesarme aun más por la misteriosa mansión de la calle Pizarro, y de una manera harto desconocida creía ver una relación entre el consejo del taimado anciano y el aberrante rostro (si es que en verdad lo era) que había vislumbrado en la ventana de la vieja casa. Dejando de lado los asuntos que me habían llevado a la ciudad, visité la biblioteca municipal y consulté algunos libros de historia local.
Al parecer, aquella casa fue edificada en tiempos de los Reyes Católicos, poco después de acabar la guerra civil en Castilla, por un caballero llamado Ponce de Abarcas, un hidalgo de mediana edad y considerable fortuna. La mansión fue vivienda de los Abarcas hasta 1809, cuando los franceses la saquearon por completo y la utilizaron como cuartel general en aquella región. El rey Fernando VII se la concedió como merced a Antonio de Leiva, conde de Pozoblanco, un noble afrancesado miembro de la camarilla leal al Deseado, pero al morir Leiva sin descendencia en 1833, pasó a manos de un pariente lejano, Diego Salcedo, marinero y capitán de fragata, que acababa de retornar de un viaje al Índico cuando recibió la mansión... y todo lo que ella contenía.
El tal Salcedo, según las crónicas, era un hombre huraño y solitario, que se dedicaba a trabajar en el sótano a altas horas de la noche en "extraños experimentos que solo el Diablo conoce", hasta que una noche de noviembre del año 1851 Diego Salcedo desapareció, sin que se lograra saber a dónde había ido, o qué había ocurrido. En un legajo amarillento, con fecha de 20 de noviembre del citado año y firmada por el notario Juan de Arosa, se contaba que aquella mañana el criado José Núñez se dirigió a la habitación de su señor, situada en el piso superior, con el propósito de despertarlo, cuando oyó unas voces que "no eran las de su buen amo" hablando en una lengua críptica y desconocida, unos golpes repetidos en las paredes, y luego un aullido tan estremecedor, que obligó a Núñez a detenerse y santiguarse, aterrado por completo. Cuando pudo reunir el valor suficiente, el criado entró en la amplia habitación, y lo que vio lo relató posteriormente entre sollozos y espasmos de terror. En el suelo yacía lo que parecía ser el cuerpo amorfo y blancuzco de un ser desconocido, un simio enorme muerto a hachazos, y en la pared de enfrente, de donde colgaba un tapiz florentino, José Núñez vio, o creyó ver, otra de esas criaturas pálidas, gruesas, de largos brazos, como un humanoide carente de vello y horriblemente deforme; pero ésta criatura se movía, y el criado aseguró ante el notario, tal y como reflejaba aquel manuscrito que se agitaba en mis temblorosas manos, que la bestia semihumana atravesó la pared y desapareció de su vista, al tiempo que escuchaba la voz quebrada de Salcedo demandando auxilio.
Así pues, las autoridades cerraron la mansión, y como Salcedo no dejó herederos directos, la antiquísima casa permaneció deshabitada hasta hoy, como un monumento más de aquella ciudad histórica y medieval.
Después de leer aquel documento de 1851 y todas las referencias a la casa en cuestión, y sabiendo lo que había visto (Dios del Cielo, estaba convencido de haberlo visto, aunque el rostro no fuera corpóreo), desentrañar el misterio que rodeaba ese edificio se convirtió en mi tarea prioritaria, y ahora me maldigo a mí mismo por no haber hecho caso del sabio consejo del anciano, pues ahora sería más feliz, y no sabría lo que nadie debería nunca ni siquiera conocer.
Al día siguiente, una espléndida mañana de mayo, me dediqué a reunir ciertos utensilios que necesitaría para entrar en la casa, pues ya había tomado la firme decisión de explorarla, y cuando menos, recorrer la habitación de Salcedo, la habitación desde cuya ventana había apenas visto fugazmente un rostro deforme y de pesadilla.
Decidí visitar la mansión por la noche, ya que no veía otro modo de que la policía ni los vecinos alertasen de la presencia de un desconocido dentro de la casa, y pudiese acabar con los huesos en una prisión. Llegó, pues, la noche, la del citado 17 de mayo, y alcancé la calle Pizarro sin ningún problema. No había nadie en los alrededores, las viviendas colindantes parecían desiertas o en silencio, y la mala iluminación contribuía a ocultar mis actos a ojos demasiado curiosos. Después de un forcejeo, logré abrir una de las ventanas de madera de roble gracias a una palanca, ventana que carecía curiosamente de rejas, pues en otros tiempos fueron arrancadas para otros menesteres no tan diferentes del mío. Abrí lo suficiente la hoja de madera, me introduje furtivamente en el interior y cerré a mis espaldas. La atmósfera, si es que se le podía llamar asía a esa sensación de olor malsano y amenaza oculta, no era nada semejante a la de una casa enorme y vieja, húmeda y fría; el aire enrarecido y fétido era, parecía más antiguo, como si aquellos muros encerrasen un espacio de cientos de miles de años, más viejo que el hombre y todo lo que el hombre conoce. Era como si me sintiera fuera de sitio, inferior, en un mundo ya olvidado, pero la luz de la linterna y la figura familiar de los muebles iluminados por ella me devolvieron a la realidad, y fui de nuevo Juan Herrero dentro de una mansión abandonada.
Avancé por un pasillo abovedado de anchos muros, donde en algunos puntos temblaban oscuras telarañas, y se extendían manchas de humedad y montoncitos de polvo y tierra acumulados por el paso de los años. Vi muebles apolillados y desvencijados, tristes como huesos; un cuadro oscuro de algún olvidado discípulo de Murillo; unas cortinas cuyo color había tornado de un verde profundo a un gris macilento y decadente; una rata peluda que se escabulló por una madriguera hedionda, y por fin unas anchas escaleras de granito que llevaban al piso superior.
Subí lentamente, aguzando el oído, pero sabía que nada iba a escuchar, o tal vez sentía el inevitable temor de que algún sonido horriblemente desconcertante iba a sonar de un momento a otro, y no pude evitar recordar las extrañas voces y los ásperos ruidos que José Núñez oyó en la habitación de su amo, la habitación a la que me dirigía con paso vacilante e inseguro.
Cuando por fin entré en la ruinosa habitación, la linterna tembló en mi mano y la luz arrojó sombras de espanto sobre las paredes desnudas. Porque en los segundos en que tardé en pasear mi mirada por la estancia a la par que el lechoso haz de luz, vislumbré en una esquina un ser antropomorfo, terriblemente deforme y blanco como la nieve. Pero cuando recobré la calma, dirigí mi linterna hacia ese lugar, y solo vi unas cajas amontonadas, y espesas telarañas cual barbas plateadas y arcaicas. No puedo describir con palabras el horror que me invadió en ese instante, pero bastará decir que el ser estaba inclinado espiando por la ventana, y en cuestión de segundos fugaces, atravesó la pared de roca, y desapareció ante mis incrédulos ojos.
Sentíame como una mosca atrapada en la trampa de una telaraña, pues me hallaba en la entrada de la habitación, ante un horror que no deseaba siquiera saborear, y a mis espaldas sentía la ominosa presencia de unos ojos inquisitivos que devoraban toda sombra y toda pared. Paseé de nuevo la luz de la linterna por los muebles carcomidos, las cortinas espectrales, el tapiz florentino con una escena de la batalla de Pavía, y entonces vi las pintadas vigorosas en la pared de la izquierda, opuesta a las ventanas exteriores. Una blasfemia arcaica en caracteres nerviosos, un conjuro medieval escrito en sangre, una invocación cósmica y antigua en una lengua obscena con letras escarlatas... fuera lo que fuera, aquellas palabras gritaban al silencio y a la noche, y se remontaban a edades remotas.
Iä! Iä! Shub- Niggurath! Cthulhu fhtagn!
No sabía lo que significaban esas palabras escritas en rojo (podía ser sangre, tal vez lo era), pero en algún lugar aislado de mi mente, en zonas nunca exploradas de mi subconsciente, afloraron recuerdos dormidos, y mitos antiguos como la ajardinada Babilonia, y sueños que se repetían como los cantos orgiásticos de una ceremonia herética y secreta. Lo que ocurrió después quiero creer que fue un sueño, porque tal vez abandoné la casa y soñé con entes de pesadilla y dioses maléficos, pero me vi envuelto por una bruma más espesa que la sombra más negra, y no me moví de la habitación, pero sé que crucé distancias inconmensurables y espacios infinitos, y viajé por vórtices y túneles nunca visitados, sin principio ni final para la estimación razonable de un ser humano.
Entonces lo vi todo claro, al menos la parte que ellos quieren que sepamos, pues la Verdad en sí sería tan terrible que la humanidad caería en un abismo de dolor y desesperación. Pues ahora sé que desde tiempos inmemoriales, antes de las edades y las eras que conocemos, unos Dioses llegaron a la Tierra, y se asentaron en distintos lugares como soberanos de gloria y poder. Pero estos Dioses primordiales fueron encerrados en sus propias moradas por otros seres más inteligentes, en túmulos y en cuevas, y en islas sumergidas y en mundos paralelos, mas su culto sobrevivió aquí y allá encarnado en mitos y leyendas de dudoso origen, y en ritos desconocidos y secretos, y sus adoradores lo conservaron con el paso de los eones y de las eras, y esperan con impaciencia el momento propicio para liberar a sus Dioses, y que nazca un nuevo mundo.
Se me mostraron piezas fantasiosas y terribles de un gran tablero que los hombres no deben, no pueden conocer, y ahora sé que Diego Salcedo era uno de los fieles, pero algo muy horrible ocurrió y un pueblo de esclavos (¡oh, Dios mío, esos seres, ese rostro!) se lo llevó de este mundo, a un lugar que no quiero imaginar, pues de saberlo me daría muerte sin dudarlo.
Desperté en la cama de este hospital, y mi mente evocaba escalofriantes imágenes, retazos de pesadilla, y palabras, y lugares que más valdría olvidar para siempre. Ahora estoy convencido de que he visto más de lo que debería, de que hay lugares siniestros que no deben ser molestados ni violados, y toda una raza de la que formo parte depende de que ciertas verdades no salgan a la luz, y ciertos lugares no vuelvan a ser visitados. Es la supervivencia de la Humanidad la que está en juego y yo, Juan Herrero, me sacrificaré para que la Verdad oculta nos permita vivir sin amenazas ni miedos. Esta noche, después de que los doctores lean estas notas, las quemarán por ser fruto de una persona sin razón, y yo me quitaré la vida en mi celda, y todo acabará, este horror, la pesadilla, ese rostro tras la ventana...

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