sábado, 25 de marzo de 2017

ARTE Y LITERATURA FANTÁSTICAS





En 1960 el filósofo francés Louis Vax (n. 1924), profesor de la Universidad de Nancy, publicó un breve ensayo titulado L’Art et la Littérature fantastiques, que al poco tiempo, en 1965, fue editado en español por la Editorial Universitaria de Buenos Aires (Argentina) bajo el título Arte y Literatura Fantásticas. Se trata de una obra de 144 páginas en la que su autor hace un acertado análisis de la literatura fantástica y de terror, desde sus orígenes hasta los autores contemporáneos, además de disertar sobre los aspectos y elementos más destacados del género. Entre los autores, como no podía ser menos, destaca a Lovecraft, al que dedica un par de páginas de su libro, como podéis leer bajo estas líneas:

Howard Phillips Lovecraft (1890-1937). Ignorado en vida, después de su muerte ha conocido una  súbita popularidad. En su obra, el horror y el terror alcanzan un nivel casi insoportable y difícil de sobrepasar. Se apoderan de nosotros desde las primeras líneas y no nos abandonan casi hasta el fin. Preocupado por expresar el horror absoluto, Lovecraft se vale a menudo del superlativo, recurso fácil que nos mueve a sonreír. Cuando Poe ha cesado de espantarnos nos deja aún la posibilidad de gozar estéticamente de la obra. Al estremecimiento que produce el terror sucede el que nace de lo bello. Lovecraft no nos deja nada: sus procedimientos aparecen crudamente, y el lector sonríe con ironía. Los monstruos son más grotescos que convincentes. Las advertencias para imaginar aquello que supera los límites de la imaginación son de una monotonía fastidiosa.
 Pero el autor utiliza procedimientos más sutiles. Así, un personaje que ha experimentado todos los espantos posibles deja que su compañero vaya más lejos que él en la búsqueda y muera: el horror imaginable desemboca en un horror inimaginable al cual no se puede sobrevivir. Se encuentra también en la obra de Lovecraft una especie de teología negativa invertida. De la misma manera que el místico niega sucesivamente todos los atributos de la divinidad a fin de alcanzar lo inefable, el héroe-víctima de Lovecraft experimenta espantos cada vez más fuertes que lo aproximan al polo negro de lo sagrado.
  Así como el malestar, en un neurótico, deja deja de ser sentido como interior para transformarse en una especie de enfermedad del mundo, enfermedad que se apodera de regiones cada vez más vastas, el horror, al principio ligero en el narrador, provoca más atracción que repulsión, se hace luego cada vez más fuerte y acaba por sumergirlo. Lo arrastra hacia las lejanías del espacio y el tiempo, cavernas cada vez más vastas y cada vez más antiguas, cultos cada vez más secretos y cada vez más horribles.
 Dios está ausente de este universo corrompido. Dulzura, justicia, humanidad, se manifiestan totalmente frágiles ante las fuerzas del mal. Muy a menudo el maleficio se apodera del propio narrador. Lo que él suponía curiosidad es el atractivo lejano, oculto, del horror. El monstruo que llevaba dentro se desprende de él. Su mentalidad cambia poco a poco. Su cuerpo sufre transformaciones. Termina por convertirse en rata como las ratas que perseguía con ahínco, monstruo como los monstruos marinos que le horrorizaban.
 Y principalmente Lovecraft ha sabido, mejor que ningún otro, hacer surgir de la materia y de los lugares la poesía mórbida que en ellos se oculta. Hay un horror especial que vaga alrededor de las moradas abandonadas, y este horror no es el mismo junto a las construcciones de madera entregadas a la soledad del aire y del polvo, ni junto a las construcciones de piedra corrompidas por una vegetación enferma. Está también la poesía de las campiñas de Nueva Inglaterra entregadas al abandono, la de las soledades antárticas y los desiertos australianos, la de la selva congolesa, el océano, las buhardillas de líneas extravagantes, los caracteres desconocidos, los cultos secretos.
Y cada uno de los cuentos de Lovecraft, más que un relato anecdótico es un esfuerzo casi siempre feliz por fijar un nuevo matiz poético.






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