El día de Wentworth (Wentworth's Day) es un relato de terror del escritor August Derleth, escrito en colaboración con Lovecraft, y publicado en la colección de cuentos fantásticos de 1957 El superviviente y otros (The Survivor and Others).En realidad,como gran parte de los cuentos indicados como colaboración entre Derleth y Lovecraft, el primero se dedicó a desarrollar una historia completa a partir de anotaciones del autor de Providence.
Al norte de Dunwich hay un vasto territorio abandonado que, tras sucesivas ocupaciones por gente de Nueva Inglaterra, canadienses de origen francés que vinieron después de ellos, italianos, y finalmente polacos, ha recuperado en gran parte su estado salvaje. Los primeros habitantes vivieron de la tierra pedregosa y de los bosques que, entonces, cubrían aquella tierra. Pero no se cuidaron de repoblarla, ni de conservar sus recursos, y las generaciones sucesivas acabaron con la poca riqueza que quedaba. Los que vinieron después, pronto se cansaron de intentar hacerla fértil y se marcharon a otros lugares.
Es una parte de Massachusetts que no atrae demasiado a la gente. Las casas que un día se levantaron orgullosas están hoy tan abandonadas que resultaría imposible vivir en la mayoría de ellas con una cierta comodidad. En las laderas menos abruptas quedan algunas granjas con tejados a la holandesa, viejos edificios que, encaramados sobre plataformas rocosas, meditan acerca de los secretos de muchas generaciones de Nueva Inglaterra; pero las huellas del abandono se ven por todas partes: En las desmoronadas chimeneas, en las abombadas paredes, en las ventanas rotas de las casas y los establos. Varias carreteras cruzan aquel territorio, pero nada más desviarse de la general, que atraviesa el gran valle al norte de Dunwich, se encuentra uno con caminos que no son más que senderos, tan poco utilizados como la mayoría de las casas del territorio.
Se respira en este lugar una inconfundible atmósfera de vejez y soledad, pero también de maldad. Existen zonas de bosque jamás tocadas por el hacha; existen sombrías cañadas con enredaderas y arroyos sumidos en una oscuridad ininterrumpida, incluso en días de deslumbrante sol. En todo el valle hay pocas señales de vida, aunque existen unos cuantos habitantes recluidos en algunos de las granjas ruinosas. Incluso los halcones que vuelan a lo lejos en las alturas, nunca se entretienen demasiado en el lugar, y las grandes bandadas de cuervos atraviesan el valle sin descender a buscar una presa. Hace mucho tiempo tenía fama de ser un territorio en el que se practicaba el “Exrey” -ceremonias religiosas dedicadas supersticiosamente a las brujas-, y aún en la actualidad perdura esa triste fama. No es territorio para detenerse en él demasiado tiempo, ni tampoco el más apropiado para atravesarlo de noche. Pero fue precisamente de noche, en el verano de 1927, cuando hice mi último viaje al valle, a la vuelta de Dunwich, adonde había ido a llevar una estufa. No hubiera pasado por la zona situada al norte del pueblo abandonado de no haber tenido que hacer otra entrega, y al caer la tarde decidí internarme en el valle en lugar de rodearlo para alcanzar el otro extremo. La poca luz que había alumbrado Dunwich era ya prácticamente nula al llegar al valle, y pronto oscurecería por completo: El cielo estaba nublado por unas nubes muy bajas, casi a la altura de las colinas, de modo que me encontraba, por así decirlo, en una especie de túnel. Muy poca gente transitaba por aquella carretera: Podían tomarse otras para llegar al otro lado del valle, y estaba ésta tan abandonada, y los matorrales tan crecidos, que pocos conductores se arriesgaban a utilizarla.
Todo habría ido bien, puesto que la carretera me llevaba en línea recta hasta mi punto de destino, y no había necesidad de abandonar la carretera general, de no haber sido por dos hechos inesperados. Empezó a llover poco después de dejar Dunwich. Había estado muy nublado durante toda la tarde, y ahora por fin se abrió el cielo y empezó a diluviar. La carretera brillaba bajo las luces de mi coche, y esas luces pronto iluminaron algo más. Había recorrido unas quince millas cuando me tropecé con una pequeña barrera en la carretera cuya señal me obligaba a desviarme. Más allá de la barrera se podía ver que la carretera estaba tan destrozada y en tan mal estado que era imposible circular por ella.
Me desvié con cierto recelo. Si hubiera hecho caso a mi impulso de volver a Dunwich para coger otra carretera, me habría librado de las malditas pesadillas que desde aquella noche de horror me han inquietado. Pero no lo hice. Había recorrido demasiado camino como para perder el tiempo volviendo a Dunwich. La lluvia seguía cayendo torrencialmente, y era arduo y penoso conducir. Me desvié de la carretera y enfilé un camino cubierto parcialmente con gravilla. Habían limpiado los bordes y cortado ramas y árboles para hacer transitable el desvío, pero poca cosa habían hecho por la carretera en sí, y la los pocos metros, llegué al convencimiento de que iba a tener problemas. La carretera empeoraba progresivamente a causa de la lluvia; mi coche, a pesar de ser un Ford muy duro, con ruedas relativamente altas y estrechas, se hundía y marcaba el hendido de sus huellas a su paso y, de cuando en cuando, se metía en grandes charcos de agua, lo que ocasionó los primeros fallos del motor.
Sabía que no pasaría mucho tiempo antes de que el agua entrase en el motor e hiciera que se parase del todo, así que me puse a buscar por los alrededores alguna señal de vida, o por lo menos algún cobijo para el coche y para mí. Conociendo la soledad de este valle hubiera preferido un establo abandonado, pero en la oscuridad era imposible distinguir algo más que siluetas. Finalmente llegué hasta el pálido recuadro de luz de una ventana, no lejos de la carretera. Los faros del coche me permitieron encontrar el camino que llevaba hasta la casa. Al entrar pasé cerca del buzón con el nombre del dueño toscamente pintado; estaba algo borroso, pero aún podía leerse: Amos Stark. Los faros del coche iluminaban la vivienda, y pude ver que se trataba de una casa antigua, una de esas casas que incluían todo -casa, establo, cocina- en un único bloque, con tejados de diferentes alturas. Afortunadamente el establo estaba abierto a la intemperie, y al no encontrar otro refugio para el coche, lo metí bajo el cobertizo. Esperaba hallar vacas y caballos, pero se percibía una atmósfera de abandono, y no había vacas ni caballos, y el heno que impregnaba el ambiente con el aroma de viejos veranos debía de llevar allí varios años.
No me entretuve en el establo, y me dirigí a la casa a través de la lluvia. Por lo que se podía observar desde el exterior, la casa parecía tan abandonada como el establo. Era de una sola planta con una galería baja a la entrada; no tardé en descubrir que el suelo estaba lleno de negros agujeros donde una vez hubo tablones de madera.
Encontré la puerta y llamé. Durante un largo rato no escuché otro sonido que el de la lluvia que caía sobre el techo de la galería y luego sobre los charcos que había debajo. Golpeé la puerta otra vez y alcé la voz para decir:
-¿Hay alguien en la casa?
Entonces una trémula voz que venía del interior preguntó:
-¿Quién es?
Dije que era un vendedor que buscaba guarecerme de la lluvia. La luz empezó a moverse en el interior, al compás de alguien que portaba la lámpara. La ventana se ensombreció, y una línea amarilla cada vez más intensa asomó por debajo de la puerta. Se oyó el sonido de candados y cerrojos, y entonces se abrió la puerta, y apareció mi anfitrión ante mí, con la lámpara en alto; tenía aspecto de hechicero, con una barba desigual que le cubría el cuello. Llevaba gafas, pero me miraba por encima de ellas. Tenía el pelo blanco y los ojos negros; al verme, abrió los labios en una especie de sonrisa animal y me enseñó los pocos dientes que tenía.
-¿El señor Stark? -pregunté.
-Le ha pillado la tormenta, ¿eh? -me dijo-. Pase adentro y séquese. No creo que la lluvia vaya a durar mucho.
Le seguí hacia el cuarto interior desde donde se había dirigido a la entrada. Primero había cerrado la puerta con candados y cerrojos, cosa que me llenó de inquietud. Debió haber notado mi mirada inquisitiva, puesto que tras depositar la lámpara sobre un libro que había en la mesa de la habitación, se dio la vuelta y dijo con una risotada fría:
-Es el día de Nahum Wentworth. Pensé que sería Nahum.
La risotada decayó hasta convertirse en espectro de una risa.
-No señor, mi nombre es Fred Hadley. Soy de Boston.
-No he estado nunca en Boston -dijo Stark-. Nunca he ido más allá de Arkham. El trabajo de la tierra me retiene aquí.
-Me he tomado la libertad de dejar el coche debajo de su cobertizo. Espero que no le importe.
-A las vacas no les importará -se rió de su propia broma, pues sabía perfectamente que no había vacas en su establo-. Yo no conduciría uno de esos cacharros de ahora, pero ustedes, la gente de ciudad, ya se sabe. No pueden vivir sin automóvil.
-No me imaginaba que se me notase que era un hombre de ciudad -dije, con ánimo de seguirle la corriente.
-Puedo distinguir a un hombre de ciudad al primer golpe de vista. De vez en cuando se instala alguno en el distrito, pero pronto se van; supongo que esto no les gusta. Nunca he estado en una gran ciudad. De todas maneras, creo que no me gustaría.
Siguió divagando de esta forma durante tanto tiempo que pude dedicar mi atención a observar cuanto me rodeaba, y a hacer una especie de inventario de la habitación. Por aquel entonces, cuando no me hallaba al volante en la carretera, pasaba el tiempo en el almacén de Boston, y había pocos con tanta práctica como yo para inventariar cuanto veía; de modo que no me llevó tiempo hacer el inventario de la habitación de Amos Stark, y ver que estaba llena de cosas por las que un anticuario pagaría bien. Había muebles de hacía casi dos siglos, si no me equivocaba, y bonitos adornos, cristalería y porcelana de Abby Land en un rincón. Y había piezas hechas a mano -badilas, tinteros de madera con tapón de corcho, candelabros, un atril-, como aquellas que se encontraban en las casas de Nueva Inglaterra de hace varias décadas, lo que también evidenciaba que la casa se mantenía en pie desde hacía muchos años.
-¿Vive usted solo, señor Stark? -le pregunté interrumpiéndole.
-Ahora sí. Antes estaban Molly y Dewey. Abel se fue cuando era un niño, y Ella murió de una pulmonía. Estoy solo desde hace cerca de siete años.
Mientras hablaba, pude observar en él un aire de espera, como si estuviera pendiente de algo. Parecía estar constantemente a la escucha de algún sonido distinto del de la lluvia. Pero no se oía nada; sólo el crepitante ruido de un ratón que mordisqueaba en alguna parte de la vieja casa; nada más que eso y la incesante lluvia. El seguía escuchando, con la cabeza ligeramente inclinada, los ojos empequeñecidos como si le molestase la luz de la lámpara. En su cabeza brillaba la calva de la coronilla, rodeada de un estrecho círculo de pelo blanco y alborotado. Tendría unos ochenta años, quizá eran sólo sesenta y la vida de reclusión le había envejecido.
-¿No vio a nadie en la carretera? -preguntó de repente.
-De Dunwich aquí no me tropecé con nadie. Cerca de diecisiete millas, creo.
-Media milla más o menos -dijo. Y empezó de nuevo con sus risotadas, mostrando un regocijo que ya no podía contener-. Hoy es el día de Wentworth, Nahum Wentworth -sus ojos se empequeñecieron de nuevo por un instante-. ¿Ha sido vendedor por esta zona durante mucho tiempo? Tiene que haber conocido a Nahum Wentworth.
-No señor. No lo conozco. Me dedico a vender en las ciudades, muy pocas veces en el campo.
-Casi todo el mundo conocía a Nahum -continuó-. Pero ninguno le conocía tan bien como yo. ¿Ve aquel libro de allí? -señaló un libro forrado con papel, que se apreciaba difusamente a causa de la mala iluminación-. Es el Séptimo Libro de Moisés. Se aprende más en él que en cualquier otro libro que haya visto jamás. Era el libro de Nahum.
Se rió de algún recuerdo y prosiguió:
-Oh, ese Nahum era un tipo extraño. Y además malo y mezquino. No me explico cómo no llegó a conocerle.
Le aseguré que nunca, hasta entonces, había oído hablar de Nahum Wentworth. Pero empecé a sentir curiosidad por él, y mi curiosidad aumentó todavía más al ver que era dado a la lectura del Séptimo Libro de Moisés, una especie de Biblia para brujos que ofrecía todo tipo de hechizos y encantamientos. Un libro que deleitaba a todo aquel lector lo suficiente ingenuo para creer en su veracidad. Vi también, dentro del círculo alumbrado por la lámpara, algunos otros libros conocidos: Una Biblia, igual de vieja que el libro de magia, una selección de las obras de Cotton Mather, y unos ejemplares del “Arkham Advertiser” encuadernados en un solo volumen. Quizá éstos también pertenecieron en su día a Nahum Wentworth.
-Veo que esté mirando sus libros -observó mi anfitrión, como si me hubiera adivinado el pensamiento-. Dijo que podía quedármelos; y los cogí. Buenos libros. Sólo que necesito gafas para leerlos. Puede mirarlos si lo desea. Se lo agradecí, y le recordé que me estaba hablando de Nahum Wentworth.
-¡Oh, ese Nahum! -dijo en seguida, y se rió de nuevo-. No creo que me hubiese dejado todo ese dinero de saber lo que le ocurriría. No señor, no creo que lo hubiese hecho. Y sin un recibo, ni nada. Eran cinco mil. Y me decía que no necesitaba pagaré o papel alguno, de modo que no existían pruebas de que hubiese tomado ese dinero, ninguna, sólo nosotros dos lo sabíamos, y fijamos una fecha de pago, un día, cinco años más tarde, para que viniese a buscar su dinero. Cinco años, y este es el día, hoy es el día de Wentworth.
Hizo una pausa, y me dirigió la mirada con unos ojos alegres que reflejaban un regocijo contenido, y al mismo tiempo, sombríos, porque también reflejaban miedo.
-Sólo que él no puede venir, porque dos meses escasos después de ese día, le mataron en una cacería. Un tiro en la nuca. Un accidente. Por supuesto hubo quien murmuró que el disparo había sido mío, pero tuvieron que callarse, porque me fui directamente a Dunwich, al banco, donde hice y deposité un testamento para que su hija, la señorita Genie, heredase todo a mi muerte. Y no fue un testamento secreto. Se lo hice saber a todos para que dejasen de hablar tanta tontería.
-¿Y el préstamo? -no pude evitar la pregunta.
-El plazo no vence hasta la medianoche de hoy -dijo con su risa entrecortada-. Y no parece que Nahum pueda ahora cumplir con su cita, ¿verdad? Supongo que si no viene, el dinero será mío. Y no puede venir. De lo cual me alegro, porque no lo tengo.
No pregunté por la hija de Wentworth, ni de cómo le iba. A decir verdad, comenzaba a sentir el cansancio del día, después de tantas horas de coche y lluvia. Mi anfitrión debió de notarlo, pues se calló, me observó, y luego me preguntó, después de una pausa que me pareció bastante larga:
-Tiene mala cara. ¿Está cansado?
-Me temo que sí. Pero me marcharé en cuanto amaine un poco la tormenta.
-Le diré una cosa. No tiene necesidad de quedarse aquí sentado escuchándome. Le daré otra lámpara, y puede ir a recostarse en el sofá que hay en la otra habitación. Si deja de llover, le llamaré.
-No quiero quitarle su cama, señor Stark.
-Me acuesto tarde por las noches -dijo.
Habría sido inútil protestar. Se había puesto de pie para encender otra lámpara de petróleo, y minutos después me llevaba a la habitación donde estaba el sofá. De paso cogí el Séptimo Libro de Moisés, movido por la curiosidad de las maravillosas cosas que, según había oído contar, en él se hallaban; aunque mi anfitrión me miró de un modo extraño, no hizo ninguna objeción, y volvió a su mecedora de mimbre en el cuarto de al lado, sin importunarse. Afuera seguía lloviendo torrencialmente. Me acomodé en el sofá, un mueble anticuado, cubierto con una extraña pieza de cuero y con un respaldo alto. Acerqué más la lámpara, porque su luz era muy tenue, y empecé a leer el Séptimo Libro de Moisés. Pronto me di cuenta de que era un interesante batiburrillo de hechizos y conjuros que apelaban a ‘príncipes’ de los infiernos, como Aziel, Mefistófeles, Marbuel, Barbuel, Aniquel, y otros. Los hechizos eran de varios tipos; unos para curar enfermedades, otros para conceder deseos; algunos con objeto de alcanzar el éxito en las empresas, y otros para vengarse de los enemigos. A menudo se preveía al lector de lo maléfico de algunas expresiones, con tanta insistencia que quizá por ello precisamente tomé nota de la peor de ellas, a la vez que la que más me llamó la atención -Aila himel adonaij amara Zebaoth cadas yeseraije haralius-, que era nada menos que el hechizo para reunir a todos los demonios y espíritus, o para revivir a los muertos.
Una vez copiada, no dudé en repetirla varias veces en voz alta, sin esperar que ocurriese nada malo. Y así fue. Cerré el libro y miré el reloj. Las once. Parecía que llovía menos ahora; la lluvia no era tan torrencial; había comenzado ese aminoramiento que siempre anuncia el final próximo de una tormenta. Observé bien la habitación para no tropezar con algún mueble cuando regresara a la habitación donde estaba mi anfitrión, apagué la luz y me dispuse a descansar un rato antes de ponerme otra vez en la carretera. Pero a pesar de mi fatiga, no lograba descansar. No se debía sólo a que el sofá era duro y frío, sino también a que la atmósfera de la casa me oprimía. Al igual que su dueño, había en ella un no sé qué de resignación. Parecía esperar lo inevitable, como si ella también supiese que antes o después sus cimientos batidos por el viento harían abrirse las paredes, se hundiría el techo y se pondría fin a su precaria existencia. Pero había algo más que esta atmósfera común a todas las casas viejas: Era una resignación mezclada con aprensión, la misma aprensión que había hecho titubear al viejo Amos Stark cuando llamé a la puerta; y pronto me encontré escuchando, al igual que Stark, algo más que aquel goteo de la lluvia menguante y aquel incesante roer de los ratones.
Mi anfitrión no se estaba quieto. A cada rato se levantaba de la silla; le oía deslizarse de un lado a otro: Ahora a la ventana, ahora a la puerta. Iba a mirarlas, se aseguraba de que estaban cerradas y volvía a sentarse. Algunas veces murmuraba entre dientes. Quizá había vivido demasiado tiempo solo y había caído en el hábito, común a las personas solitarias, de hablar consigo mismo. Casi todo lo que decía era incomprensible, apenas audible, pero en un momento dado logré captar algunas palabras. Me di cuenta entonces que una de las cosas que ocupaban su mente eran los intereses del préstamo que debía a Nahum Wentworth, caso de que fueran reclamados. “Ciento cincuenta dólares al año vienen a ser setecientos cincuenta”, decía en tono que denotaba espanto. Añadió algo más respecto a lo mismo, y luego algunas palabras sueltas que me preocuparon más de lo que estaba dispuesto a admitir.
Después de atar ciertos cabos, algo que había dicho el viejo me resultaba incómodo. Y sin embargo, no había dicho nada más que “Me caí”, había farfullado, y después siguieron una o dos frases más sin sentido.
“Eso fue todo”. Y de nuevo una retahíla de palabras incomprensibles. “Se disparó en un santiamén.” Más palabras sin sentido o inaudibles. “No sabía que apuntaba a Nahum”. A continuación farfulló otra vez sin que se le entendiese nada. Quizá al viejo le aguijoneaba su conciencia. En verdad, la triste resignación de la casa era suficiente para invitar al viejo a rememorar sus más negros recuerdos. ¿Por qué no habría seguido a los otros habitantes del valle cuando se marcharon de aquel territorio? ¿Qué le había impedido hacerlo?
Había dicho que estaba solo, y por supuesto estaba solo en el mundo al igual que en la casa. De otro modo, no hubiera habido razón alguna para convertir a la hija de Nahum Wentworth en su heredera. Sus zapatillas se arrastraban por el suelo. Sus dedos removían papeles. Fuera, los pájaros engañapastores empezaban a oírse, señal de que en algunas partes el cielo empezaba a clarear; y pronto sonó una algarabía de ellos, suficientes para ensordecer a un hombre. Escuché a mi anfitrión. “Oigan a los engañapastores. Están llamando a un alma. Clem Whateley se está muriendo.” Al disminuir el ruido de la lluvia, el de los engañapastores aumentaba en volumen, pero pronto me adormecí y caí en un leve sueño.
Me aproximo a una parte de mi historia que me hace poner en duda la fidelidad de mis sentidos, puesto que al mirar hacia atrás pienso que algo así es imposible que ocurra. Muchas veces, ahora, pasados los años, pienso si no habrá sido todo un sueño. Pero conservo aún algunos recortes de periódicos que prueban que no ha sido así: Recortes que hablan de Amos Stark, de su legado a Genie Wentworth y, lo más extraño de todo, del infernal destrozo de una tumba medio olvidada en una colina de aquel valle maldito. No había dormido mucho cuando de pronto me desperté. Había dejado de llover, pero los engañapastores se habían acercado a la casa y su algarabía era ensordecedora. Algunos de los pájaros estaban debajo de la ventana donde me encontraba, y el techo de la galería debía estar cubierto por estas criaturas nocturnas. No cabe duda de que fue su clamor el que me despertó de ese ligero sueño en el que había caído. Esperé un momento a despabilarme, y luego me incorporé: Había dejado de llover y me sería más fácil conducir; ya no corría peligro de pararse el motor de mi coche. Pero nada más ponerme en pie, alguien golpeó la puerta de la calle. Me senté, inmóvil, sin hacer ruido, y sin escuchar ningún ruido de la otra habitación. Golpearon de nuevo, esta vez con más fuerza.
-¿Quién es? -preguntó Stark.
No hubo respuesta. Vi moverse una luz y pude escuchar la triunfante exclamación de Stark: “¡Ya ha pasado la medianoche!” Había mirado su reloj, y al mismo tiempo miré yo el mío. El suyo estaba adelantado diez minutos. Fue a abrir la puerta. Adiviné que dejaba la lámpara en el suelo para poder quitar los candados. No podía saber si pensó en volver a cogerla, como había hecho cuando me abrió a mí. Oí que alguien abría la puerta: Él u otra persona.
Y entonces resonó un terrible alarido, el grito de Amos Stark, preso de furia y terror: “¡No! ¡No! ¡Vete! No lo tengo, no lo tengo, te digo. ¡Vete!” Tropezó y se cayó, y casi inmediatamente pude escuchar un grito sofocado, el ruido de una respiración entrecortada, el murmullo de un suspiro…
Me puse en pie y me dirigí hacia la puerta de esa habitación. Entonces, por un momento me quedé clavado, incapaz de moverme, de gritar, ante el espeluznante espectáculo que presenciaron mis ojos. Amos Stark estaba tendido en el suelo, boca arriba, y sentado a horcajadas sobre él, un esqueleto, con sus huesudos brazos sobre la garganta, sus dedos en el cuello. Y detrás del cráneo, los destrozados huesos por donde una vez penetró una bala. Esto vi en ese terrible momento. Luego, afortunadamente, me desmayé.
Cuando recobré el sentido algo después, todo estaba en silencio en la habitación y la casa llena del húmedo aroma de la lluvia que entraba por la puerta abierta. Fuera, los engañapastores aún cantaban y el reflejo de la luna se extendía en el suelo como pálido vino blanco. La lámpara todavía alumbraba, pero mi anfitrión no se encontraba en su silla. Yacía en el mismo sitio donde lo había visto por última vez, en el suelo. Mi impulso, en aquel momento, fue escapar de aquella horrible escena lo antes posible. Un sentimiento de piedad me hizo acercarme a Amos Stark, para asegurarme de que no había nada que hacer. Fue esa desdichada pausa la que me trajo el momento de mayor terror, terror que me hizo huir de aquel lugar maldito como si me persiguiesen todos los demonios. Porque cuando me incliné sobre él, para asegurarme de que estaba muerto, pude ver incrustados en la descolorida piel de su cuello los blanquecinos huesos de los dedos de un esqueleto humano, y, mientras los observaba, los huesos sueltos se separaron del cuello, y se alejaron del cuerpo, corriendo por el pasillo y adentrándose en la noche para reunirse con el espantoso visitante que había acudido desde su tumba a la cita con Amos Stark.
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