The Real Ghostbusters (Los verdaderos Cazafantasmas)fue una serie de animación estadounidense surgida al calor del éxito de las conocidas películas.Se emitió de 1986 a 1991 y en 1987 apareció el capítulo 45, titulado The Collect Call of Cathulhu (traducido es algo así como La llamada por cobrar de Cathulhu),y en España llamado El libro mágico,escrito por Michael Reaves y plagado de referencias a Lovecraft y a los Mitos de Cthulhu.El episodio cuenta que cuando el Necronomicón es robado de la biblioteca pública, los Cazafantasmas se dedicarán a luchar contra criaturas en las alcantarillas, perseguir unos cultos secretos e investigar los cómics que les ayudarán en su misión.Por cierto,la representación de Cthulhu mismo es bastante fiel a la descripción de Lovecraft.Aquí os dejo el capítulo completo en castellano.
EL HORROR CÓSMICO. Bienvenidos al blog dedicado a la obra del escritor Howard P. Lovecraft y a los Mitos de Cthulhu
martes, 28 de febrero de 2012
CTHULHU EN LOS VERDADEROS CAZAFANTASMAS
The Real Ghostbusters (Los verdaderos Cazafantasmas)fue una serie de animación estadounidense surgida al calor del éxito de las conocidas películas.Se emitió de 1986 a 1991 y en 1987 apareció el capítulo 45, titulado The Collect Call of Cathulhu (traducido es algo así como La llamada por cobrar de Cathulhu),y en España llamado El libro mágico,escrito por Michael Reaves y plagado de referencias a Lovecraft y a los Mitos de Cthulhu.El episodio cuenta que cuando el Necronomicón es robado de la biblioteca pública, los Cazafantasmas se dedicarán a luchar contra criaturas en las alcantarillas, perseguir unos cultos secretos e investigar los cómics que les ayudarán en su misión.Por cierto,la representación de Cthulhu mismo es bastante fiel a la descripción de Lovecraft.Aquí os dejo el capítulo completo en castellano.
viernes, 24 de febrero de 2012
UN POEMA BREVE
Hoy os dejo un poema dedicado a Lovecraft,ya que se va acercando el 15 de marzo y la conmemoración del 75 aniversario de su muerte en 1937.
Ya la noche ha extendido sus brazos,
oscuras formas vagan por doquier.
Sólo un hombre vela sin dormir
o despierto duerme sin querer.
Ya su mente anida en otros lares,
por remotos mundos donde una vez
razas olvidadas caminaron y murieron.
Observan sus ojos el anochecer,
viaja su alma más allá de las Híadas,
inalcanzables estrellas ha de recorrer.
Donde un día lejano hubo dioses
eternos desiertos de polvo ve.
Nadie conoce el destino de esta raza,
cómo desapareció y a dónde fue.
Él lo sabe,pero solo sueña, y dice:
"Yo soy Providence".
jueves, 16 de febrero de 2012
CARNAVAL AL ESTILO DE CTHULHU
Ahora que se acerca el Carnaval,nada mejor que aportar unas ideas para conseguir un disfraz que llame la atención de todo el mundo.Y qué mejor disfraz que el del dios de las profundidades Cthulhu,todo un homenaje a Lovecraft.Aquí os dejo algunos ejemplos de este disfraz que puede causar sensación.
Y si buscais una manera sencilla de disfrazaros para ahorrar gastos,he aquí el modo de crear una máscara de Cthulhu con unas corbatas:
Y si buscais una manera sencilla de disfrazaros para ahorrar gastos,he aquí el modo de crear una máscara de Cthulhu con unas corbatas:
viernes, 10 de febrero de 2012
H.P.LOVECRAFT EN LA CULTURA POPULAR
H.P. Lovecraft in Popular Culture: The Works and Their Adaptations in Film, Television, Comics, Music and Games(H.P.Lovecraft en la cultura popular:sus obras y las adaptaciones al cine, televisión, comic, música y juegos)es una obra escrita por Don G. Smith, un profesor estadounidense de historia y filosofía de la educación en la Eastern Illinois University, de Charleston,Illinois,y publicada en 2006 en la que hace un detallado repaso a las obras de Lovecraft que han sido adaptadas a los diferentes medios artísticos, como el cine, el cómic,las series de televisión, la música y los juegos de mesa, de rol y videojuegos.Como se dice en la sinopsis, en su traducción al español(realizada por mí, ya que como en otras obras similares no existe edición en nuestro idioma):
Howard Phillips Lovecraft nació a finales del siglo XIX, pero no fue sino hasta después de su muerte en 1937, que se convirtió en un icono en todo el mundo del horror y la ficción sobrenatural. Hoy en día su influencia se extiende hasta las películas, episodios de televisión, los cuentos de cómics e incluso videojuegos adaptados o inspirados en sus obras. Como resultado, las creaciones de Lovecraft han tenido un efecto profundo en la cultura popular estadounidense.
Este estudio de la influencia de Lovecraft y las adaptaciones comienza con un repaso de sus obras completas y ofrece una bibliografía comentada del autor y los cuentos de horror y ciencia ficción. Capítulos posteriores explican las adaptaciones en cine, televisión, cómics, juegos de rol y juegos de video y música. El libro concluye con un examen detallado del legado de Lovecraft.
Don G. Smith, profesor asociado de historia y filosofía de la educación en la Eastern Illinois University, es el autor de Lon Chaney, Jr. (2004), El cine de Poe (2003) y HG Wells en películas (2002). Ha escrito para numerosas publicaciones, incluyendo Filmfax, Scarlet Street, Movie Collector’s World, Color Collector’s Guide y Midnight Marquee. En la actualidad vive en Charleston, Illinois.
La obra contiene, además de un prefacio y una bibliografía selecta,los siguientes capítulos:
Uno. Los escritos de H.P. Lovecraft
Dos. Los Mitos de Cthulhu
Tres. Las películas basadas en obras de Lovecraft
Cuatro. Películas sugeridas o influenciada por las obras de Lovecraft
Cinco. Lovecraft en la televisión
Seis. Lovecraft en los cómics
Siete. Música inspirada por Lovecraft
Ocho. Lovecraft en los juegos de rol
Nueve. El legado de Lovecraft
jueves, 9 de febrero de 2012
DISECCIONANDO A CTHULHU
El libro Dissecting Cthulhu: Essays on the Cthulhu Mythos (Diseccionando a Cthulhu:Ensayos sobre los Mitos de Cthulhu)editado por S.T. Joshi y publicado por Miskatonic River Press en 2011 es una obra que incluye numerosos ensayos sobre la mitología creada por Lovecraft.Aquí os dejo la traducción al español de la sinopsis de la cubierta del libro, que aun no h tenido oportunidad de leer(por desgracia,hasta el momento solo se puede adquirir en inglés):
Los Mitos de Cthulhu es la invención más dinámica de Lovecraft. Su audaz visión de un cosmos lleno de funestos "dioses," libros prohibidos de la tradición oculta, y una constelación de las ciudades de Nueva Inglaterra llenas de imaginación era el vehículo perfecto para expresar su "indiferencia cósmica." Los Mitos se han convertido en uno de los tropos más imitado en la literatura de terror, y cientos de escritores han hecho sus propias extrapolaciones sobre el mismo.
Sin embargo, siguen siendo muchos los conceptos erróneos acerca de los Mitos de Cthulhu. Su nombre no fue inventado por Lovecraft, sino por su discípulo August Derleth. Derleth alteró los Mitos de manera significativa, y es sólo recientemente que los estudiosos y escritores han vuelto a la pureza de la propia visión de Lovecraft.
Esta colección de ensayos, reunidos por el eminente estudioso de Lovecraft ST Joshi, reune muchos de los ensayos fundamentales sobre los Mitos de Cthulhu, que van desde artículos pioneros de Richard L. Tierney y Dirk W. Mosig que eliminan conceptos erróneos de Derleth acerca de la pseudomitología de Lovecraft, a los estudios de penetración de Robert M. Price, Will Murray, Steven J. Mariconda, y otros elementos clave de sondeo de los Mitos, su uso de los dioses, libros, y la topografía, las influencias que Lovecraft usó para la configuración de la misma y su amplia difusión por generaciones de escritores posteriores. En total, este libro proporciona una guía inestimable a la creación más intrigante, pero también incomprendida de Lovecraft.
El libro está dividido en las siguientes secciones, con los ensayos que se incluyen a continuación:
I. Algunos Panoramas
Los Mitos de Derleth por Richard L. Tierney
H. P. Lovecraft: creador de mitos por Dirk W. Mosig
¿Quién necesita los "Mitos de Cthulhu"? por David E. Schultz
Lovecraft espera soñando por Simon MacCulloch
Los Mitos de Cthulhu: Lovecraft contra Derleth por ST Joshi
Hacia un enfoque de la respuesta del lector a los Mitos de Lovecraft por Steven J. Mariconda
II. Los Libros
Géneros en la Biblioteca lovecraftiana por Robert M. Price
Alta Crítica y el Necronomicon por Robert M. Price
El que acecha en el umbral de la interpretación de Dan Clore
III. Los Dioses
Desmitificación de Cthulhu por Robert M. Price
El último vestigio de los Mitos de Derleth por Robert M. Price
Detrás de la Máscara de Nyarlathotep por Will Murray
En las naturalezas de Nug y Yeb de Will Murray
IV. El paisaje
La región de Arkham: En rescate de los buscadores perdidos por Robert D. Marten
¿Dónde estaba Foxfield? por Will Murray
Dos vistas de Arkham por Lovecraft por Edward W. O'Brien
V. Influencias
Hali por Marco Frenschkowski
Cthulhu's Scald: Lovecraft y la tradición nórdica de Jason C. Eckhard
El origen de la nota "Magia Negra" de Lovecraft por David E. Schultz
Robert E. Howard y los Mitos de Cthulhu por Robert M. Price
Los buzos manos de Stefan Dziemianowicz
NOCHE DE MIEDO Y MISTERIO
El próximo sábado 25 de febrero, en el Casino de Torrevieja, Alicante, la asociación cultural Ars Creatio rendirá un homenaje a la literatura fantástica y de terror con la lectura dramatizada de varias obras emblemáticas del género, entre las que se encuentran El barril de amontillado y El corazón delator de Poe, La resucitada de Emilia Pardo-Bazán, La llegada a Transilvania de Bram Stoker y La llamada de Cthulhu de Lovecraft.Dirigida por los componentes de la asociación: José Manuel Pedrero, Eliseo Pérez y Javier Nieto, esta Noche de miedo y misterio estará acompañada de música,danza y cánticos para ambientar los relatos.Una noche para no perdérsela.
miércoles, 8 de febrero de 2012
OPINIÓN DE LOVECRAFT SOBRE GOYA
Esta es una brevísima opinión de Lovecraft sobre el pintor español Francisco de Goya(1746-1828), uno de los genios del arte mundial, en una carta dirigida a William Lumley del 21 de diciembre de 1931:
"Otro artista que fue aún más lejos que Hogarth en la representación de la bestialidad humana es el español Goya."
Al parecer, lo que le llamó la atención al escritor sobre el pintor zaragozano fue su manera de mostrar lo salvaje que hay en los hombres.Pensando en ello, creo que la obra que sin duda más representaría a Lovecraft sería el mítico grabado El sueño de la razón produce monstruos.
"Otro artista que fue aún más lejos que Hogarth en la representación de la bestialidad humana es el español Goya."
Al parecer, lo que le llamó la atención al escritor sobre el pintor zaragozano fue su manera de mostrar lo salvaje que hay en los hombres.Pensando en ello, creo que la obra que sin duda más representaría a Lovecraft sería el mítico grabado El sueño de la razón produce monstruos.
martes, 7 de febrero de 2012
EL HORROR DE MARTINS BEACH
El horror en la Playa Martin (The horror at Martin's Beach) es un relato de terror de Lovecraft bastante peculiar, ya que es el único escrito en conjunto con su esposa, Sonia Greene,que era también escritora y presidenta de la Amateur Press Asociation.Fue elaborado en 1922 y publicado en la edición de noviembre de 1923 de la revista Weird Tales.
El relato, al principio llamado El monstruo invisible (The invisible monster), nos narra la inquietante historia de una gigantesca criatura semejante al mítico monstruo del lago Ness que es capturada por unos marineros.
Nunca escuché una explicación convincente y adecuada del horror de la Playa Martin. A pesar de un gran número de testigos, no hay dos que concuerden entre sí; y el testimonio tomado por autoridades locales contiene las más sorprendentes discrepancias. Quizás esta vaguedad sea normal en vista del carácter inaudito del horror en sí, el terror más paralizante para todos aquellos que lo vieron, y de los esfuerzos hechos por la elegante posada Wavecrest para silenciar todo luego de la publicidad creada por el Prof. Ahon y su artículo "¿Están los poderes hipnóticos reservados a los Seres Humanos?"
Contra todos estos obstáculos me esfuerzo en presentar una versión coherente; he visto el espantoso hecho y creo que debería darse a conocer en vista de las aterradores posibilidades sugeridas. La Playa Martin es una vez más un lugar populoso, un balneario muy visitado, y yo tiemblo cuando pienso en ello. Sin embargo, no puedo mirar al océano sin temblar. El destino no carece siempre de un sentido de drama y clímax. En consecuencia el terrible suceso del 8 de agosto fue seguido por un período de menor excitación en torno a la Playa Martin. Todo comenzó el 17 de mayo, cuando la tripulación de un pesquero, el "Alma of Gloucester", bajo el mando del capitán James P. Orne, mató, tras una batalla de casi cuarenta horas, a un monstruo marino cuyo tamaño y aspecto produjeron luego gran conmoción en círculos científicos y que ciertos naturalistas de Boston tomaran grandes recaudos para su preservación taxidérmica.
El animal tenía unos 50 pies de longitud y era de forma cilíndrica, de unos diez pies de diámetro. Inconfundiblemente era un pez branquiado, en su mayor afiliación; pero tenía ciertas curiosas modificaciones, tales como rudimentarias extremidades delanteras en forma de seis patas con dedos en lugar y de aletas pectorales (las que promovían las más amplias especulaciones entre los especialistas). Su extraordinaria boca, su gruesa y escamosa piel y su único y profundo ojo eran maravillas apenas menos remarcables que su colosal tamaño; y cuando los naturalistas se pronunciaron diciendo que era una criatura recién nacida, de pocos días de vida, el interés del público tomó dimensiones extraordinarias.
El Capitán Orne, con astucia yanqui, obtuvo un buque lo suficientemente grande como para albergar al monstruo en su bodega, y arreglar allí la exhibición del trofeo. Aplicando una cuidada carpintería, logró montar un excelente museo marino, y zarpó hacia el sur, hacia el lujoso distrito marino de la Playa Martin. Una vez que ancló en el muelle del hotel se dedicó a recaudar onerosas cuotas de admisión. La intrínseca prodigiosidad de la bestia y la importancia biológica para muchos turistas científicos, se combinaron para convertirse en la sensación de la temporada. Era absolutamente único, único a niveles de revolución científica, eso estaba bien comprendido. Los naturalistas habían demostrado que este ejemplar difería radicalmente de un inmenso animal pescado en las costas de la Florida; éste, siendo obviamente un habitante de profundidades increíbles, quizás de miles de pies, poseía un cerebro y unos órganos que indicaban una vasta evolución, algo totalmente fuera de lo hasta ahora relacionado con la tribu piscícola.
La mañana del 20 de julio la atención del público se centró en la pérdida del buque y su extraño tesoro. En la tormenta de la noche precedente se había librado de sus amarras y desvanecido para siempre de la vista del ser humano, llevándose consigo al único guardia que había dormido a bordo, a pesar del vendaval. El Capt. Orne, respaldado por el excesivo interés científico y asistido por un gran número de barcos pesqueros desde Gloucester, emprendió una exhaustiva búsqueda, pero sin más resultados que la incitación de comentarios e interés. El 7 de agosto se perdió toda esperanza y el Capt. Orne regresó a Wavecrest para resolver sus negocios en la Playa Martin y conversar con algunos de los científicos que aún permanecían allí. El horror se desató el 8 de agosto.
Fue en la penumbra, cuando las grises gaviotas sobrevolaban cerca de la costa y la luna comenzaba a resplandecer sobre las aguas. La escena es importante de recordar, puesto que cada impresión cuenta. En la playa habían varias personas paseando y algunos bañistas rezagados, provenientes de ls casas de campo que se elevan modestamente en las colinas del norte o de la adyacente posada, cuyas imponentes torres proclamaban su fidelidad a la riqueza y la grandeza. A buena distancia había otro grupo de espectadores, que descansaban en las terrazas cubiertas e iluminadas de la posada, y que disfrutaban de la música del suntuoso salón. Estos testigos, incluidos el Capt. Orne y su grupo de científicos, se unieron al grupo de la playa antes que el horror progresara demasiado; lo mismo hicieron muchos de la posada. Ciertamente no hubo carencia de testigos, sino que confundieron en sus relatos por el miedo y la duda aquello que vieron.
No hay registro exacto de la hora en que comenzó todo, aunque la mayoría dijo que la luna estaba "a un pie" por encima del vaporoso horizonte. Mencionaron la luna porque lo que vieron pareció sutilmente conectado con esta. Era una especie de furtiva y deliberada onda que parecía venir desde la lejana línea del horizonte a través de una trémula senda, difusa por los reflejos de la luna, y que pareció atenuarse antes de llegar a la costa. Muchos no se dieron cuenta de esta onda hasta que la recordaron por los siguientes eventos. Pero pareció haber sido muy marcada, diferenciada en altura y movimiento de las olas contiguas. Algunos la vieron como sutil y calculada. Y como si se extinguiera taimadamente por los remotos arrecifes negros. De pronto un grito de muerte centelló desde el agua salada; un grito de angustia y desesperanza que inmediatamente movió la piedad de todos aquellos que lo escucharon.
Los primeros en responder fueron los dos bañeros de turno; robustos hombres en atavío de baño, con su oficio proclamado en letras rojas a través de sus pechos. Acostumbrados al trabajo de rescate y a los gritos de los que corren peligro de ahogarse, no pudieron hallar nada familiar en las ululaciones de ultratumba; pero sus sentidos del deber les hicieron ignorar este detalle y procedieron a seguir el curso usual del trabajo. Apresuradamente tomaron un cojinete inflado con aire, aferrado a una bobina de soga, uno de ellos corrió a través de la costa hasta la escena en donde ya se había apiñado la multitud; desde ahí lanzó el objeto, luego de girarlo varias veces para ganar velocidad, en dirección hacia donde había venido el sonido. Luego que el cojinete desapareció entre las olas, el gentío curioso aguardó para ver a aquel cuyo dolor había sido tan grande, impacientes de que el bañero lo condujera de nuevo a la playa.
Pero pronto quedó claro que el rescate no sería rápido; por más que los dos bañeros tiraban de la soga, no podían mover aquel objeto que estaba al otro extremo. En cambio notaron que algo hacía fuerza, igual y aún mayor, en la dirección opuesta. En cierto momento ambos guardias fueron arrastrados de sus posiciones hacia el agua por la extraña fuerza que había apoderado del salvavidas. Uno de ellos, recobrándose al instante, clamó por ayuda, a la multitud en la playa, en donde se hallaba la bobina con el remanente de la soga. Al siguiente instante los hombres más forzudos, entre los que se contaban el Capt. Orne en primer lugar, comenzaron a pujar junto con los guardavidas. Más de una docena de rudas manos estaban ahora remolcando desesperadamente la gruesa cuerda.
Entre más fuerte bregaban, la extraña fuerza igualaba el esfuerzo al otro extremo; y debido a que en ningún momento se relajaba, la cuerda se volvió rígida como el acero. Los pujadores, al igual que los espectadores por su curiosidad, se vieron consumidos por la naturaleza de esta fuerza marina. La idea de un hombre ahogado había sido ya deshechada e insinuaciones de ballenas, submarinos, monstruos y demonios eran libremente tenidas en cuenta. Todos seguían tirando con la sombría determinación de descubrir el misterio. Finalmente se decidió que una ballena se habría engullido el salvavidas. El Capt. Orne, ya como líder natural, gritó a quienes estaban en tierra firme que sería necesario un bote como medio para acercarse, arponear y cazar al leviatán oculto. Varios hombres se dispersaron en busca de una embarcación adecuada, en tanto que otros fueron a suplantar al capitán en la tensa cuerda, ya que su lugar era lógicamente al frente de la partida que se formaría para tripular el bote. Su idea de la situación era muy clara y no se limitaba a una ballena, ya que se había entreverado con un monstruo mucho más extraño. Se preguntaba como podría actuar y manifestarse un adulto de esa misma especie a la que pertenecía el infante de cincuenta pies.
Entonces, con espantosa brusquedad, todos comprendieron el hecho crucial que mutó el marco de maravilla y sorpresa reinante hasta ese momento en uno de horror, y el grupo de trabajadores y testigos se vieron presa del pánico. El Capt. Orne, dejando su lugar en la soga, se dio cuenta que no podía quitar las manos de su lugar, que estaban adheridas con inenarrable fuerza; y en un segundo comprendió que era incapaz de retirarse de la cuerda. Su apuro fue adivinado instantáneamente por los demás, y cada uno probó su propia situación llegando a la conclusión de que todos estaban en una misma condición. El hecho no podía ser negado: cada uno de los hombres estaba irresistiblemente retenido a la línea de cáñamo que lenta, horrible e implacablemente los empujaba hacia el mar. Un horror mudo se sucedió; un horror durante el cuál los espectadores quedaron petrificados, sumidos en la inmovilidad y el caos mental. Su completa desmoralización se reflejó en las conflictivas narraciones que proporcionaron luego, y las pusilánimes excusas que ofrecieron por sus aparentes inacciones. Yo fui uno de ellos, lo se.
Todos los que pujaban, luego de una serie de frenéticos gritos y fútiles quejidos, sucumbieron a la paralizante influencia y guardaron silencio frente a tan desconocidos poderes. Estaban bajo la luz de la luna, pujando ciégamente contra una espectral condenación, e inclinándose monótonamente hacia atrás y hacia adelante, a medida que el agua trepaba primero a sus rodillas, luego a sus caderas. La luna se ocultó parcialmente tras una nube, y en la penumbra la línea de hombres semejaba algún siniestro y gigantesco ciempiés, retorciéndose en garras de una muerte terrible.
La cuerda se volvía cada vez más dura, a medida que la puja entre ambos extremos se incrementaba. Las olas iban ocupando cada vez más terreno a la playa, avanzando lentamente, hasta que las arenas, pobladas tardíamente por niños risueños y amantes susurrantes, eran engullidas por la inexorable marea. La manada de espectadores, atacados por el pánico, iba retrocediendo a medida que el agua le empantanaba los pies, mientras la aterrorizada línea de contendientes seguían ondulando, con medio cuerpo sumergido, y ahora a considerable distancia de su audiencia. El silencio era completo. La multitud, habiendo logrado una desordenada retirada más allá del alcance de la marea, observaba con muda fascinación; sin poder brindar una palabra de advertencia o de ánimo, mucho menos intentar alguna clase de auxilio. Había en el aire un pavor pesadillesco de mal inminente, algo que nunca antes se había visto.
Los minutos parecían alargarse en horas. Aún la serpiente humana de torsos ondulantes se podía ver por encima del mar. Ondulaba rítmicamente, lenta y horriblemente, con la garantía de la muerte. Espesas nubes ocultaron nuevamente la luna, y la luz que iluminaba el agua desapareció. La línea de cabezas serpenteante ya ondulaba muy débilmente; de vez en cuando se veía algún rostro lívido fulgurando pálido en la oscuridad. Las nubes se acumularon hasta que de sus interiores surgieron afiladas lenguas de fuego. Los truenos surgieron, suaves al principio, luego incrementándose hasta llegar a una ensordecedora y demente intensidad. Entonces sobrevino uno culminante - que pareció reverberar tierra y mar -, tras el cual se desató un aguacero de tal violencia que pareció que se hubieran abierto de par en par las compuertas del cielo.
Los testigos actuaron instintivamente, a pesar de la ausencia de conciencia y pensamiento coherente, y se retiraron hacia la loma sobre la que se elevaba la terraza de la posada. Los rumores habían llegado a los turistas del interior, así que los refugiados se encontraron con que las demás personas estaban tan aterrorizadas como ellos mismos. Creo que se vociferaron algunas palabras de terror, pero no puedo asegurarlo. Varios de los que estaban en la posada se habían retirado paranoicos a sus cuartos. Otros se quedaron para observar la línea de cabezas meneantes que aún se veía por encima de las ascendientes olas cada vez que un relámpago iluminaba la playa. Recuerdo haber pensado en esas cabezas y los desorbitados ojos que contendrían; ojos que podían reflejar bien todo el pánico, el terror, y el delirium de un universo maligno; todas las culpas, pecados, miserias, esperanzas perdidas y deseos no satisfechos, miedo, repugnancia y angustia de las edades, desde el principio de los tiempos; ojos iluminados con todos los dolores espirituales de los eternamente ígneos infiernos.
Y cuando miré más allá de las cabezas, mi imaginación conjuró otro ojo; un ojo individual, igualmente encendido, aunque con un propósito tan perturbador para mi mente, que la visión pronto se desvaneció. Presas de una desconocida fuerza, la línea de condenados se sumergió; sus gritos silenciados y plegarias no elevadas solo serán conocidas por los demonios de las olas y del nocturno viento. El torrente que el enfurecido cielo estaba expeliendo en medio de un loco cataclismo de sonidos satánicos pareció aminorar. Entre el resplandor de los fogonazos, una voz celestial resonó contra las blasfemias del infierno, y la agonía de todos los idos reverberó en un apocalíptico y ciclópeo estrépito. Fue el fin de la tormenta, ya que el espantoso temporal cesó y la luna, una vez más, alumbró con sus pálidos rayos sobre un mar extrañamente calmo. Ya no había línea de cabezas. El agua estaba calma y desierta, y solo era alterada por las ondas de lo que parecía ser un remolino, en el mismo lugar de donde provino primeramente el grito. Y cuando miré hacia esa traicionera zona, con febril imaginación y sentidos agobiados, se escurrió en mis oídos, proveniente de un abismo inmensamente profundo, el débil y siniestro eco de una risa.
El relato, al principio llamado El monstruo invisible (The invisible monster), nos narra la inquietante historia de una gigantesca criatura semejante al mítico monstruo del lago Ness que es capturada por unos marineros.
Nunca escuché una explicación convincente y adecuada del horror de la Playa Martin. A pesar de un gran número de testigos, no hay dos que concuerden entre sí; y el testimonio tomado por autoridades locales contiene las más sorprendentes discrepancias. Quizás esta vaguedad sea normal en vista del carácter inaudito del horror en sí, el terror más paralizante para todos aquellos que lo vieron, y de los esfuerzos hechos por la elegante posada Wavecrest para silenciar todo luego de la publicidad creada por el Prof. Ahon y su artículo "¿Están los poderes hipnóticos reservados a los Seres Humanos?"
Contra todos estos obstáculos me esfuerzo en presentar una versión coherente; he visto el espantoso hecho y creo que debería darse a conocer en vista de las aterradores posibilidades sugeridas. La Playa Martin es una vez más un lugar populoso, un balneario muy visitado, y yo tiemblo cuando pienso en ello. Sin embargo, no puedo mirar al océano sin temblar. El destino no carece siempre de un sentido de drama y clímax. En consecuencia el terrible suceso del 8 de agosto fue seguido por un período de menor excitación en torno a la Playa Martin. Todo comenzó el 17 de mayo, cuando la tripulación de un pesquero, el "Alma of Gloucester", bajo el mando del capitán James P. Orne, mató, tras una batalla de casi cuarenta horas, a un monstruo marino cuyo tamaño y aspecto produjeron luego gran conmoción en círculos científicos y que ciertos naturalistas de Boston tomaran grandes recaudos para su preservación taxidérmica.
El animal tenía unos 50 pies de longitud y era de forma cilíndrica, de unos diez pies de diámetro. Inconfundiblemente era un pez branquiado, en su mayor afiliación; pero tenía ciertas curiosas modificaciones, tales como rudimentarias extremidades delanteras en forma de seis patas con dedos en lugar y de aletas pectorales (las que promovían las más amplias especulaciones entre los especialistas). Su extraordinaria boca, su gruesa y escamosa piel y su único y profundo ojo eran maravillas apenas menos remarcables que su colosal tamaño; y cuando los naturalistas se pronunciaron diciendo que era una criatura recién nacida, de pocos días de vida, el interés del público tomó dimensiones extraordinarias.
El Capitán Orne, con astucia yanqui, obtuvo un buque lo suficientemente grande como para albergar al monstruo en su bodega, y arreglar allí la exhibición del trofeo. Aplicando una cuidada carpintería, logró montar un excelente museo marino, y zarpó hacia el sur, hacia el lujoso distrito marino de la Playa Martin. Una vez que ancló en el muelle del hotel se dedicó a recaudar onerosas cuotas de admisión. La intrínseca prodigiosidad de la bestia y la importancia biológica para muchos turistas científicos, se combinaron para convertirse en la sensación de la temporada. Era absolutamente único, único a niveles de revolución científica, eso estaba bien comprendido. Los naturalistas habían demostrado que este ejemplar difería radicalmente de un inmenso animal pescado en las costas de la Florida; éste, siendo obviamente un habitante de profundidades increíbles, quizás de miles de pies, poseía un cerebro y unos órganos que indicaban una vasta evolución, algo totalmente fuera de lo hasta ahora relacionado con la tribu piscícola.
La mañana del 20 de julio la atención del público se centró en la pérdida del buque y su extraño tesoro. En la tormenta de la noche precedente se había librado de sus amarras y desvanecido para siempre de la vista del ser humano, llevándose consigo al único guardia que había dormido a bordo, a pesar del vendaval. El Capt. Orne, respaldado por el excesivo interés científico y asistido por un gran número de barcos pesqueros desde Gloucester, emprendió una exhaustiva búsqueda, pero sin más resultados que la incitación de comentarios e interés. El 7 de agosto se perdió toda esperanza y el Capt. Orne regresó a Wavecrest para resolver sus negocios en la Playa Martin y conversar con algunos de los científicos que aún permanecían allí. El horror se desató el 8 de agosto.
Fue en la penumbra, cuando las grises gaviotas sobrevolaban cerca de la costa y la luna comenzaba a resplandecer sobre las aguas. La escena es importante de recordar, puesto que cada impresión cuenta. En la playa habían varias personas paseando y algunos bañistas rezagados, provenientes de ls casas de campo que se elevan modestamente en las colinas del norte o de la adyacente posada, cuyas imponentes torres proclamaban su fidelidad a la riqueza y la grandeza. A buena distancia había otro grupo de espectadores, que descansaban en las terrazas cubiertas e iluminadas de la posada, y que disfrutaban de la música del suntuoso salón. Estos testigos, incluidos el Capt. Orne y su grupo de científicos, se unieron al grupo de la playa antes que el horror progresara demasiado; lo mismo hicieron muchos de la posada. Ciertamente no hubo carencia de testigos, sino que confundieron en sus relatos por el miedo y la duda aquello que vieron.
No hay registro exacto de la hora en que comenzó todo, aunque la mayoría dijo que la luna estaba "a un pie" por encima del vaporoso horizonte. Mencionaron la luna porque lo que vieron pareció sutilmente conectado con esta. Era una especie de furtiva y deliberada onda que parecía venir desde la lejana línea del horizonte a través de una trémula senda, difusa por los reflejos de la luna, y que pareció atenuarse antes de llegar a la costa. Muchos no se dieron cuenta de esta onda hasta que la recordaron por los siguientes eventos. Pero pareció haber sido muy marcada, diferenciada en altura y movimiento de las olas contiguas. Algunos la vieron como sutil y calculada. Y como si se extinguiera taimadamente por los remotos arrecifes negros. De pronto un grito de muerte centelló desde el agua salada; un grito de angustia y desesperanza que inmediatamente movió la piedad de todos aquellos que lo escucharon.
Los primeros en responder fueron los dos bañeros de turno; robustos hombres en atavío de baño, con su oficio proclamado en letras rojas a través de sus pechos. Acostumbrados al trabajo de rescate y a los gritos de los que corren peligro de ahogarse, no pudieron hallar nada familiar en las ululaciones de ultratumba; pero sus sentidos del deber les hicieron ignorar este detalle y procedieron a seguir el curso usual del trabajo. Apresuradamente tomaron un cojinete inflado con aire, aferrado a una bobina de soga, uno de ellos corrió a través de la costa hasta la escena en donde ya se había apiñado la multitud; desde ahí lanzó el objeto, luego de girarlo varias veces para ganar velocidad, en dirección hacia donde había venido el sonido. Luego que el cojinete desapareció entre las olas, el gentío curioso aguardó para ver a aquel cuyo dolor había sido tan grande, impacientes de que el bañero lo condujera de nuevo a la playa.
Pero pronto quedó claro que el rescate no sería rápido; por más que los dos bañeros tiraban de la soga, no podían mover aquel objeto que estaba al otro extremo. En cambio notaron que algo hacía fuerza, igual y aún mayor, en la dirección opuesta. En cierto momento ambos guardias fueron arrastrados de sus posiciones hacia el agua por la extraña fuerza que había apoderado del salvavidas. Uno de ellos, recobrándose al instante, clamó por ayuda, a la multitud en la playa, en donde se hallaba la bobina con el remanente de la soga. Al siguiente instante los hombres más forzudos, entre los que se contaban el Capt. Orne en primer lugar, comenzaron a pujar junto con los guardavidas. Más de una docena de rudas manos estaban ahora remolcando desesperadamente la gruesa cuerda.
Entre más fuerte bregaban, la extraña fuerza igualaba el esfuerzo al otro extremo; y debido a que en ningún momento se relajaba, la cuerda se volvió rígida como el acero. Los pujadores, al igual que los espectadores por su curiosidad, se vieron consumidos por la naturaleza de esta fuerza marina. La idea de un hombre ahogado había sido ya deshechada e insinuaciones de ballenas, submarinos, monstruos y demonios eran libremente tenidas en cuenta. Todos seguían tirando con la sombría determinación de descubrir el misterio. Finalmente se decidió que una ballena se habría engullido el salvavidas. El Capt. Orne, ya como líder natural, gritó a quienes estaban en tierra firme que sería necesario un bote como medio para acercarse, arponear y cazar al leviatán oculto. Varios hombres se dispersaron en busca de una embarcación adecuada, en tanto que otros fueron a suplantar al capitán en la tensa cuerda, ya que su lugar era lógicamente al frente de la partida que se formaría para tripular el bote. Su idea de la situación era muy clara y no se limitaba a una ballena, ya que se había entreverado con un monstruo mucho más extraño. Se preguntaba como podría actuar y manifestarse un adulto de esa misma especie a la que pertenecía el infante de cincuenta pies.
Entonces, con espantosa brusquedad, todos comprendieron el hecho crucial que mutó el marco de maravilla y sorpresa reinante hasta ese momento en uno de horror, y el grupo de trabajadores y testigos se vieron presa del pánico. El Capt. Orne, dejando su lugar en la soga, se dio cuenta que no podía quitar las manos de su lugar, que estaban adheridas con inenarrable fuerza; y en un segundo comprendió que era incapaz de retirarse de la cuerda. Su apuro fue adivinado instantáneamente por los demás, y cada uno probó su propia situación llegando a la conclusión de que todos estaban en una misma condición. El hecho no podía ser negado: cada uno de los hombres estaba irresistiblemente retenido a la línea de cáñamo que lenta, horrible e implacablemente los empujaba hacia el mar. Un horror mudo se sucedió; un horror durante el cuál los espectadores quedaron petrificados, sumidos en la inmovilidad y el caos mental. Su completa desmoralización se reflejó en las conflictivas narraciones que proporcionaron luego, y las pusilánimes excusas que ofrecieron por sus aparentes inacciones. Yo fui uno de ellos, lo se.
Todos los que pujaban, luego de una serie de frenéticos gritos y fútiles quejidos, sucumbieron a la paralizante influencia y guardaron silencio frente a tan desconocidos poderes. Estaban bajo la luz de la luna, pujando ciégamente contra una espectral condenación, e inclinándose monótonamente hacia atrás y hacia adelante, a medida que el agua trepaba primero a sus rodillas, luego a sus caderas. La luna se ocultó parcialmente tras una nube, y en la penumbra la línea de hombres semejaba algún siniestro y gigantesco ciempiés, retorciéndose en garras de una muerte terrible.
La cuerda se volvía cada vez más dura, a medida que la puja entre ambos extremos se incrementaba. Las olas iban ocupando cada vez más terreno a la playa, avanzando lentamente, hasta que las arenas, pobladas tardíamente por niños risueños y amantes susurrantes, eran engullidas por la inexorable marea. La manada de espectadores, atacados por el pánico, iba retrocediendo a medida que el agua le empantanaba los pies, mientras la aterrorizada línea de contendientes seguían ondulando, con medio cuerpo sumergido, y ahora a considerable distancia de su audiencia. El silencio era completo. La multitud, habiendo logrado una desordenada retirada más allá del alcance de la marea, observaba con muda fascinación; sin poder brindar una palabra de advertencia o de ánimo, mucho menos intentar alguna clase de auxilio. Había en el aire un pavor pesadillesco de mal inminente, algo que nunca antes se había visto.
Los minutos parecían alargarse en horas. Aún la serpiente humana de torsos ondulantes se podía ver por encima del mar. Ondulaba rítmicamente, lenta y horriblemente, con la garantía de la muerte. Espesas nubes ocultaron nuevamente la luna, y la luz que iluminaba el agua desapareció. La línea de cabezas serpenteante ya ondulaba muy débilmente; de vez en cuando se veía algún rostro lívido fulgurando pálido en la oscuridad. Las nubes se acumularon hasta que de sus interiores surgieron afiladas lenguas de fuego. Los truenos surgieron, suaves al principio, luego incrementándose hasta llegar a una ensordecedora y demente intensidad. Entonces sobrevino uno culminante - que pareció reverberar tierra y mar -, tras el cual se desató un aguacero de tal violencia que pareció que se hubieran abierto de par en par las compuertas del cielo.
Los testigos actuaron instintivamente, a pesar de la ausencia de conciencia y pensamiento coherente, y se retiraron hacia la loma sobre la que se elevaba la terraza de la posada. Los rumores habían llegado a los turistas del interior, así que los refugiados se encontraron con que las demás personas estaban tan aterrorizadas como ellos mismos. Creo que se vociferaron algunas palabras de terror, pero no puedo asegurarlo. Varios de los que estaban en la posada se habían retirado paranoicos a sus cuartos. Otros se quedaron para observar la línea de cabezas meneantes que aún se veía por encima de las ascendientes olas cada vez que un relámpago iluminaba la playa. Recuerdo haber pensado en esas cabezas y los desorbitados ojos que contendrían; ojos que podían reflejar bien todo el pánico, el terror, y el delirium de un universo maligno; todas las culpas, pecados, miserias, esperanzas perdidas y deseos no satisfechos, miedo, repugnancia y angustia de las edades, desde el principio de los tiempos; ojos iluminados con todos los dolores espirituales de los eternamente ígneos infiernos.
Y cuando miré más allá de las cabezas, mi imaginación conjuró otro ojo; un ojo individual, igualmente encendido, aunque con un propósito tan perturbador para mi mente, que la visión pronto se desvaneció. Presas de una desconocida fuerza, la línea de condenados se sumergió; sus gritos silenciados y plegarias no elevadas solo serán conocidas por los demonios de las olas y del nocturno viento. El torrente que el enfurecido cielo estaba expeliendo en medio de un loco cataclismo de sonidos satánicos pareció aminorar. Entre el resplandor de los fogonazos, una voz celestial resonó contra las blasfemias del infierno, y la agonía de todos los idos reverberó en un apocalíptico y ciclópeo estrépito. Fue el fin de la tormenta, ya que el espantoso temporal cesó y la luna, una vez más, alumbró con sus pálidos rayos sobre un mar extrañamente calmo. Ya no había línea de cabezas. El agua estaba calma y desierta, y solo era alterada por las ondas de lo que parecía ser un remolino, en el mismo lugar de donde provino primeramente el grito. Y cuando miré hacia esa traicionera zona, con febril imaginación y sentidos agobiados, se escurrió en mis oídos, proveniente de un abismo inmensamente profundo, el débil y siniestro eco de una risa.
lunes, 6 de febrero de 2012
EL CIRCO DE LOS HORRORES
Si estos días os encontráis en Granada, no podéis dejar de visitar el Circo de los Horrores.Dirigido por Suso Silva, en sus funciones aparecen personajes míticos del cine de terror.No faltan clásicos como La Momia, El Fantasma de la Ópera, El Exorcista, Poltergeist, Abierto hasta el amanecer o Silent Hill pero, especialmente, hay un guiño que homenajea al mundo de Edgar Allan Poe y Lovecraft. "Son los míticos, mis referentes" asegura Silva. De Poe, se queda con el sabor enrevesado y la inmediatez de sus relatos de terror. "Yo lo asocio directamente con una calle oscura y en tinieblas de primeros de siglos". De Lovecraft, el miedo a no se sabe qué. "Es el peor miedo que existe. No saber qué se esconde detrás de la niebla". La idea surgió en 2006 y desde entonces,acompañado de su mujer y su hija y un equipo de unas 40 personas, recorre el país llevando el terror mediante la danza, la música y el espectáculo circense.En Granada estarán hasta el 19 de febrero.Aquí podéis visitar su página web: http://www.circodeloshorrores.com/
viernes, 3 de febrero de 2012
EL HORROR DE SALEM
El Horror de Salem (The Salem Horror) es un relato de terror del escritor Henry Kuttner. Fue publicado por primera vez en 1937 en la revista Weird Tales. Los que como yo somos adeptos a la obra de H.P. Lovecraft seguramente estarán interesados en los detalles que nos brinda este relato.
Henry Kuttner, un activo participante del llamado círculo de Lovecraft, fertiliza el ciclo de los Mitos de Cthulhu a través de El horror de Salem. En este relato, Kuttner agrega una pequeña, casi tímida deidad al panteón lovecraftiano: Nyogtha, La cosa que no debería ser (The Thing That Should Not Be) Básicamente se trata de una clásica deidad del ciclo de Cthulhu: amorfa, pegajosa, gelatinosa, imposible.
La primera vez que Carson reparó en los ruidos de su sotano, los atribuyó a las ratas. Más tarde, empezó a oir historias que circulaban entre los supersticiosos polacos que trabajaban en el molino de Derby Street acerca de la primera persona que ocupó la antigua casa, Abigail Prinn. Ya no vivía nadie que recordara a la diabólica bruja, pero las morbosas leyendas que proliferaban por el «distrito de las brujas» de Salem como hierbas en una tumba, daban inquietanntes detalles sobre sus actividades, y eran desagradablemente explícitas respecto a los detestables sacrificios que se sabía había realizado a una imágen carcomida y cornuda de dudoso origen. Los más ancianos aún hablaban en voz baja de Abbie Prinn y de sus monstruosos alardes sobre que era la gran sacerdotisa del poderoso dios que moraba en la profundidad de los montes. En efecto, fueron estos alardeos de la vieja bruja los que acarrearonn su súbita y misteriosa muerte en 1692, época de los famosos ahorcamientos de Gallows Hill. A nadie le gustaba hablar de esto, aunque a veces alguna vieja desdentada se atrevía a comentar medrosamente que las llamas no podían quemarla, porque todo el cuerpo había asumido la peculiar anestesia de su condición de bruja.
Abbie Prinn y su anómala estatua habían desaparecido hacía muchisimo tiempo, pero aún resultaba difícil encontrar inquilinos para su casa decrépita, de fachada en gabletes, con un segundo piso sobresaliente, y curiosas ventanas con cristales en rombos. La fama de malignidad de la casa se había extendido por todo Salem. En realidad , no había sucedido nada allí, en los recientes años, que pudiese dar origen a historias inexplicables; pero quienes llegaban a alquilar la casa solían mudarse a toda prisa, generalmente con vagas y poco satisfactorias explicaciones relacionadas con las ratas.
Y fue una rata la que llevó a Carson a la Habitación de la Bruja. Los apagados chillidos y golpeteos en el interior de las podridas paredes habían alarmado a Carson más de una vez durante las noches de su primera semana en la casa, que había alquilado para conseguir la soledad que necesitaba para terminar una novela que le habían estado pidiendo los editores... otra novela de amor que añadir a la larga lista de éxitos populares. Pero hasta algun tiempo después, no empezo a abrigar ciertas sospechas disparatadamente fantásticas acerca de la inteligencia de la rata que una vez se escabulló de debajo de sus pies, en dirección al oscuro vestíbulo.
La casa tenía instalación eléctrica, pero la bombilla del vestíbulo era floja y daba una luz muy pobre. La rata era una sombra negra, deforme, cuando saltó a pocos metros de él y se detuvo, al parecer, para observarle.
En otra ocasión, Carson pudo echar al animal con un gesto amenazador, y reanudar su trabajo. Pero el tráfico de Derby Street era desusadamente ruidoso, y le resultaba difícil concentrarse en su novela. Sus nervios, sin razón aparente, estaban tensos; por otra parte, la rata, vigilándole fuera de su alcance, le contemplaba con burlona diversión.
Sonriéndose de su propia presunción, dio unos pasos hacia la rata, ésta echó a correr hacia la puerta del sótano, y entonces vió él con sorpresa que estaba entornada. Pensó que debía de habérsele olvidado cerrarla la última vez que estuvo allí, aunque generalmente tenía cuidado de dejar todas las puertas cerradas, pues la vieja casa tenía corrientes de aire. La rata aguardó en la puerta.
Irracionalmente molesto, Carson se fue hacia ella a toda prisa, poniendo en fuga a la rata escaleras abajo. Encendió la luz del sotano y la vió en un rincón. La rata le observó atentamente con sus ojillos relucientes.
Al descender las escaleras no había podido evitar la sensación de que se estaba comportando como un idiota. Pero su trabajo había sido agotador, y subconscientemente aceptaba con agrado cualquier interrupción. Cruzó el sotano en dirección a la rata, viendo con asombro que la bestezuela permanecía inmóvil, vigilandole. «La rata se comporta de manera anormal», pensó; y la mirada fija de sus ojos como botones resultaba un tanto inquietante.
Luego se rió de si mismo, pues la rata dio un brinco repentino y desapareció por un agujero de la pared del sótano. Desmañadamente, rascó una cruz con la punta del pie en la suciedad que había delante de la madriguera, decidiendo poner allí mismo un cepo por la mañana.
El hocico de la rata y sus desiguales bigotes, aparecieron cautelosamente. Avanzó y luego vació y retrocedió. Después el animal empezó a conducirse de un modo singular e inexplicable, casi como si estuviese bailando, pensó Carson. Avanzaba como a tientas, y luego se retiraba otra vez. Daba un saltito hacia adelante, y se paraba en seco, luego saltaba hacia atrás apresuradamente, como si hubiese una serpiente enroscada ante la madriguera, alerta para evitar la huida de la rata. Pero no había nada, salvo la cruz que Carson había trazado en el polvo.
Indudablemente era el propio Carson quien impedia la fuga de la rata, pues estaba a poca distancia de la madriguera. Así que dio un paso adelante, y el animal desapareció apresuradamente por el agujero. Picado en su curiosidad, Carson buscó un palo y hurgó en el agujero, tanteando. Al hacerlo, sus ojos, próximos a la pared, descubrieron algo extraño en la losa de piedra que había encima de la madriguera de la rata. Una rápida ojeada en torno a su borde confirmó sus sospechas. La losa debía ser movible.
Carson la inspeccionó minuciosamente, y notó una depresión en su borde a modo de asidero. Sus dedos se acoplaron cómodamente a la muesca, y probó a tirar. La piedra se movió un poco y se paró. Tiró con mas fuerza y, con una rociada de tierra seca, la losa se separó del muro girando como si tuviese goznes. Un rectángulo negro, hasta la altura del hombro, quedó abierto en la pared. De sus profundidades emanó un hedor mohoso, desagradable, de aire estancado, y Carson, involuntariamente, retrocedió un paso. Súbitamente, recordó las monstruosas historias sobre Abbie Prinn y los espantosos secretos que se suponía guardaba en su casa. ¿Había tropezado él con alguna cámara secreta de la bruja, tanto tiempo desaparecida?
Antes de entrar en la negra abertura tomó la precaución de coger una linterna de arriba. Luego, cautelosamente, agachó la cabeza y se deslizó por el estrecho y maloliente pasadizo, dirigiendo el haz de luz ante sí para explorar el terreno. Estaba en un estrecho túnel, escasamente más alto que su cabeza, con pavimento y paredes de losas. Seguía recto quizá unos cinco metros, y luego se ensanchaba formando una cámara espaciosa. Al llegar Carson a la habitación del subsuelo -indudablemente escondite de Abbie Prinn, cuarto secreto, pensó, que sin embargo, no pudo salvarla el día que el populacho enloquecido de pavor invadió furioso Derby Street- aspiró con una boqueada de asombro. La habitación era fantástica, asombrosa.
Fue el suelo lo que atrajo la mirada de Carson. El oscuro gris de la pared circular cedía sitio aquí a un mosaico de piedra multicolor en el que predominaban los azules y los verdes y los púrpuras: en efecto, no había colores más cálidos. Debía de haber miles de trocitos de piedras de colores componiendo el dibujo, pues ninguno era mayor que el tamaño de una nuez. El mosaico parecía seguir algun trazado concreto, desconocido para Carson; había curvas de color púrpura y violeta combinadas con líneas angulosas verdes y azules, entremezcladas en fantásticos arabescos. Había círculos, triángulos, un pentáculo, y otras figuras menos familiares. La mayoría de las líneas y figuras irradiaban de un punto concreto: el centro de la cámara, donde había un disco circular de piedra completamente negra de alrededor de medio metro de diámetro.
Era muy silenciosa. No se oían los ruidos de los coches que de cuando en cuando pasaban por Derby Street. En una alcoba poco profunda excavada en el muro, Carson descubrió unas marcas sobre las paredes, y se dirigió lentamente hacia allí, recorriéndolas de arriba abajo con la luz de su linterna.
Las marcas, fueran lo que fuesen, habían sido pintadas en la piedra hacía tiempo, pues lo que quedaba de los misteriosos símbolos era indescifrable. Carson vio varios jeroglíficos parcialmente borrados que le recordaban el estilo árabe, aunque no estaba seguro. En el suelo de la alcoba había un disco de metal corroído de unos dos metros y medio de diámetro, y Carson tuvo la clara sensación de que era movible. Aunque no hubo manera de levantarlo.
Se dio cuenta de que se hallaba de pie exactamente en el centro de la cámara, en el círculo de piedra negra donde convergía el singular trazado. Nuevamente se le hizó patente el completo silencio. Movido por un impulso, apagó la luz de su linterna. Instantáneamente reinó la oscuridad más absoluta. En ese momento, una singular idea se deslizó en su mente. Se imaginó a si mismo en el fondo de un pozo, y que de arriba descendía un flujo que se derramaba por el eje de la cámara para tragárselo. Tan fuerte fue su impresión que realmente le pareció oir un tronar apagado, como el rugido de una catarata. Singularmente alarmado, encendió la luz y miró rápidamente en torno suyo. El percutir que sentía era, naturalmente, el pulso de su sangre, que se hacía audible en el completo silencio: fenónemo bastante familiar. Pero si este lugar era tan silencioso...
La idea le asaltó como una súbita punzada en su conciencia. Este era un sitio ideal para trabajar. Podía instalar la luz eléctrica, bajar una mesa y una silla, utilizar un ventilador si era necesario, aunque el olor a moho que había notado al principio parecía haber desaparecido por completo. Se dirigió hacia la entrada del pasadizo, y al salir de la habitación experimentó un inexplicable relajamiento de sus músculos, aunque no se había dado cuenta de que los tenía contraidos. Lo atribuyó al nerviosismo, y subió a prepararse un café y a escribir al dueño de la casa, que vivía en Boston, contándole el descubrimiento que había hecho.
El visitante miró con curiosidad hacia el vestíbulo, una vez que hubo abierto Carson la puerta, y asintió para sí como con satisfacción. Era un hombre de figura flaca y alta, con espesas cejas de color gris acero que sobresalían por encima de unos penetrantes ojos grises. Su rostro, aunque fuertemente marcado y flaco, carecía de arrugas.
-¿Viene por la Habitación de la Bruja? -preguntó Carson con sequedad. El dueño de la casa se había ido de la lengua, y durante la última semana había estado atendiendo de mala gana a anticuarios y ocultistas deseosos de echar una ojeada a la cámara secreta en la que Abbie Prinn había murmurado sus ensalmos. El mal humor de Carson había ido en aumento, y hasta pensó en la posibilidad de mudarse a un lugar más tranquilo; pero su innata obstinación le había hecho quedarse, decidido a terminar su novela, pese a todas las interrupciones. Ahora, mirando a su visitante fríamente, dijo-: Lo siento, pero no se puede visitar ya más.
El otro le miró sobresaltado, pero casi inmediatamente brilló en sus ojos un destello de comprensión. Extrajo una tarjeta y se la ofreció a Carson.
-Michael Leigh, ocultista, ¿eh? -repitió Carson. Aspiró profundamente. Los ocultistas, había descubierto, eran los peores, con sus oscuras alusiones a cosas innominadas y su profundo interés en el trazado del mosaico del suelo de la Habitación de la Bruja-. Lo siento, señor Leigh, pero... de veras; estoy muy ocupado. Discúlpeme.
Y secamente, dio media vuelta hacia la puerta.
-Un momento -dijo Leigh con rapidez.
Antes de que Carson pudiese protestar, había cogido al escritor por el hombro, y le miraba fijamente a los ojos. Sobresaltado, Carson retrocedió, pero no antes de ver aparecer una extraordinaria expresión, mezcla de aprensión y satisfacción, en el flaco rostro de Leigh. Era como si el ocultista hubiese visto algo desagradable... aunque no inesperado.
-¿Que es esto? -preguntó Carson con aspereza-. No estoy acostumbrado...
-Lo siento muchisimo -dijo Leigh. Su voz era profunda, agradable-. Debo disculparme. Pensaba... bien, discúlpeme otra vez. Me temo que estoy algo excitado. Mire, he venido de San Francisco para ver la Habitación de la Bruja. ¿De veras que no me permite verla? Le pagaría lo que fuese.
-No -dijo; empezaba a sentir una perversa simpatía por este hombre, con su voz agradable y modulada, su rostro poderoso y su atractiva personalidad-. No, sencillamente deseo un poco de paz; no tiene usted idea de lo que me han molestado- prosiguió, vagamente sorprendido al darse cuenta de que hablaba en tono de disculpa-. Es una molestia espantosa. Casi desearía no haber descubierto esa habitación.
Leigh se acercó con ansiedad.
-¿Puedo verla? Representa muchísimo para mí; estoy inmensamente interesado en esas cosas. Le prometo no robarle más de diez minutos de su tiempo.
Carson vaciló, y luego asintió. Mientras conducía a su visitante al sótano, se puso a contarle las circunstancias del descubrimiento de la Habitación de la Bruja. Leigh escuchaba atentamente, interrumpiéndole de cuando en cuando con alguna pregunta.
-Y la rata, ¿sabe usted qué ha sido de ella? - preguntó.
Carson se quedó sorprendido.
-Pues no. Supongo que se ocultaría en su madriguera. ¿Por qué?
-Nunca se sabe -dijo Leigh enigmaticamente, cuando entraban en la Habitación de la Bruja.
Carson encendió la luz. Había instalado la electricidad, y había unas cuantas sillas y una mesa; por lo demás, la habitación estaba intacta. Carson observó el rostro del ocultista, y vio con sorpresa que se había puesto ceñudo, casi enfadado. Leigh se encaminó al centro de la habitación, mirando la silla colocada sobre el círculo de piedra negra.
-¿Trabaja usted aquí? -preguntó lentamente.
-Sí. Es un sitio tranquilo... He visto que no hay manera de trabajar arriba. Hay demasiado ruido. Pero este sitio es ideal; me resulta muy fácil escribir aquí. Mi pensamiento se siente...-dudó- libre; o sea, desvinculado de las demás cosas. Es una sensación de lo más extraordinaria.
Leigh asintió como si las palabras de Carson confirmasen alguna idea suya. Se volvió hacia la alcoba del disco metálico en el suelo. Carson le siguió. El ocultista se acercó a la pared, repasó los borrosos símbolos con el dedo índice. Murmuró algo en voz baja, unas palabras que a Carson le sonaron como una especie de galimatias:
-Nyogtha... k'yarnak...
Se volvió, con el rostro serio y pálido.
-Ya he visto bastante -dijo suavemente-. ¿Nos vamos?
Sorprendido, Carson asintió, y le condujo de nuevo al sótano. Una vez arriba, Leigh vaciló, como si le resultase difícil abordar el tema. Por último, pregunto:
-Señor Carson, ¿le importaría decirme si ha tenido usted algún sueño extraño últimamente?
Carson se quedó mirándole, con la burla bailándole en los ojos.
-¿Sueños? -repitió-. ¡Oh!, comprendo. Bueno, señor Leigh, puedo decirle que no me va a asustar. Sus colegas, los otros ocultistas que han venido a visitar la casa, lo han intentado también.
Leigh alzó sus cejas espesas.
-¿Sí? ¿Le preguntaron si había tenido sueños?
-Varios... sí.
-¿Y qué les contestó?
-Que no. -Luego, mientras Leigh se echaba hacia atrás en su silla, con una expresión confundida en el rostro, Carson prosiguió lentamente- : Aunque en realidad no estoy muy seguro.
-¿Que quiere decir?
-Creo... tengo la vaga impresión... de que he soñado últimamente. Pero no estoy seguro. No puedo recordar nada del sueño. Y... ¡bueno, lo más probable es que sus colegas ocultistas me hayan metido la idea en la cabeza!
-Quizá -dijo Leigh circunstancialmente, mientras se levantaba. Vaciló-. Señor Carson, voy a hacerle una pregunta más bien impertinente. ¿Le es necesario vivir en esta casa?
Carson suspiró con resignación.
-Cuando me hicieron la primera vez esta pregunta, expliqué que quería un lugar tranquilo para trabajar en una novela, y que cualquier lugar tranquilo podría servirme. Pero no es fácil encontrarlo. Ahora que tengo esta Habitación de la Bruja, y me está saliendo el libro con tanta facilidad, no veo por qué razón me tengo que mudar y alterar quizá mi programa. Dejaré esta casa cuando haya terminado la novela; entonces podrán ocuparla ustedes los ocultistas y convertirla en museo o hacer con ella lo que quieran. Me tiene sin cuidado. Pero hasta que no haya terminado la novela, pienso permanecer aquí.
Leigh se frotó la barbilla.
-Desde luego. Entiendo su punto de vista. Pero ¿no hay otro lugar en la casa donde pueda usted trabajar?
Miró a Carson en el rostro un instante, y luego continuó rápidamente:
-No espero que me crea. Usted es materialista. La mayoría de la gente lo es. Pero algunos de nosotros sabemos que por encima y más allá de lo que los hombres llaman ciencia, hay un saber que se funda en leyes y principios que a los hombres corrientes les resultarían incomprensibles. Si ha leido a Machen, recordará que habla del abismo que existe entre el mundo de la conciencia y el de la materia. Es posible tender un puente sobre este abismo. ¡La Habitación de la Bruja es ese puente! ¿Sabe qué es una sala de los secretos?
-¿Eh? - exclamó Carson, mirando con asombro-. Pero no hay...
-Es una analogía... solamente una analogía. Un hombre puede susurrar una palabra en una galería o cueva, y si usted se sitúa en un punto concreto, a unos treinta metros, oye ese susurro, aunque no lo oiga alguien que se encuentre a sólo tres metros. Es una simple truco de acústica: consiste en la proyección del sonido en un punto focal. Ahora bien, este principio es aplicable a otras cosas, además del sonido. A cualquier onda de impulsos... ¡incluso al pensamiento!
Carson trató de interrumpirle, pero Leigh prosiguió:
-Esa piedra negra del centro de su Habitación de la Bruja es uno de esos puntos focales. El dibujo del suelo, cuando usted se sienta en el círculo negro, se vuelve anormalmente sensible a ciertas vibraciones, a ciertos mandatos mentales... ¡peligrosamente sensible! ¿Le parece que tiene la cabeza muy clara cuando trabaja allí? Es una ilusión, una falsa sensación de lucidez... en realidad, usted es un mero instrumento, un micrófono, sintonizado para captar determinadas vibraciones malignas cuya naturaleza no podría comprender.
El rostro de Carson era un estudio de asombro e incredulidad.
-Pero no querrá decirme que cree usted realmente...
Leigh retrocedió, desapareció la intensidad de sus ojos, que se volvieron ceñudos y fríos.
-Muy bien. Pero he estudiado la historia de Abigail Prinn. Ella conocía también esa ciencia superior de que le hablo. La utilizo para fines maléficos: artes negras, como suelen llamarse. He leído que, en sus últimos días, maldijo a la ciudad de Salem... y la maldición de una bruja puede ser algo pavoroso. ¿Quiere usted... -se levantó, mordiéndose el labio-, quiere usted, al menos, permitirme que pasa a verle mañana?
Casi involuntariamente, Carson asintió.
-Pero me temo que desperdiciará su tiempo. No creo... es decir, no tengo... -tartamudeó, sin saber qué decir.
-Solo es para cerciorarme de que usted...¡Ah!, otra cosa. Si sueña esta noche, ¿querría tratar de recordar el sueño? Si intenta evocarlo inmediatamente después de despertar, es posible recordarlo.
-De acuerdo. Si sueño...
Esa noche, Carson soñó. Se despertó poco antes del amanecer con el corazón latiéndole furiosamente, y con una extraña sensación de desasosiego. Dentro de las paredes, y procedentes de abajo, podía oír las furtivas carreras de las ratas. Saltó de la cama apresuradamente, temblando en la fría claridad de la madrugada. Una luna desmayada brillaba aún debilmente en un cielo pálido. Entonces recordó las palabras de Leigh. Había soñado; de eso no cabía la menor duda. Pero cuál era el contenido de dicho sueño, era otra cuestión. Por mucho que lo intentó, no pudo recordarlo en absoluto, aunque tenía la vaga sensación de que corría frenéticamente en la oscuridad. Se vistió rápidamente, y como la quietud de la casa en la madrugada le ponía nervioso, salió a comprar el periódico. Era demasiado temprano para que las tiendas estuviesen abiertas, sin embargo, y se dirigió hacia el oeste en busca de un vendedor de periódicos, torciendo por la primera esquina. Mientras caminaba, una extraña sensación empezó a apoderarse de él: una sensación de... ¡familiaridad! Había andado por aquí antes, y notaba una oscura y turbadora familiaridad en las formas de las casas, en las siluetas de los tejados. Pero -y esto era lo fantástico-, que él supiera, jamás había estado antes en esta calle. Se entretenía poco paseando por esa parte de Salem, pues era de naturaleza indolente; sin embargo, tenía una extraordinaria impresión de recuerdo, y se le hacía más vívida a medida que avanzaba...
Llegó a una esquina, torció maquinalmente a la izquierda. La singular sensación iba en aumento. Siguió andando despacio, reflexionando. Indudablemente, había pasado por aquí antes, y muy probablemente lo había hecho abstraído, de suerte que no había tenido conciencia de su trayecto. Sin duda, era ésta la explicación. Sin embargo, al desembocar en Charter Street, Carson sintió en su interior una rara intranquilidad. Salem despertaba; con la claridad del día, los impasibles trabajadores polacos comenzaban a cruzarse con él, presurosos, en dirección a los molinos. De cuando en cuando, pasaba un automóvil. A cierta distancia, vio que se había congregado una multitud en la acera. Apretó el paso, con la sensación de una inminente calamidad. Con extraordinario estupor, vio que se encontraba en el cementerio de Charter Street, la antigua y mal afamada Necrópolis. Se abrió paso entre la multitud.
A sus oídos llegaron comentarios en voz baja, y vio ante sí una espalda voluminosa en uniforme azul. Miró por encima del hombro del policía y aspiró aire, horrorizado. Había un hombre inclinado sobre la verja de hierro que cercaba el cementerio. Llevaba un traje barato, llamativo, y se agarraba a las herrumbrosas barras con una fuerza tal que los tendones le sobresalían como cuerdas en el dorso peludo de sus manos. Estaba muerto, y en su cara vuelta hacia el cielo en un gesto dislocado, se había congelado una expresión de abismal y espantoso horror. Sus ojos, totalmente en blanco, sobresalían de manera horrible; su boca era una mueca contraída y amarga. El hombre que estaba junto a Carson volvió su pálido rostro hacia él.
-Parece como si hubiese muerto de miedo -dijo roncamente-. Me horrorizaría ver lo que ha debido presenciar este hombre. ¡Uf, mire esa cara!
Carson se alejó maquinalmente de allí, sintiendo el hálito helado de algo desconocido que le produjo un escalofrío. Se restregó los ojos, pero aquel rostro contorsiado y muerto flotaba ante su vista. Comenzó a desandar su camino, inquieto y algo tembloroso. Involuntariamente, miró hacia un lado, sus ojos se posaron en las tumbas y monumentos que punteaban el viejo cementerio. Hacía un siglo que no enterraban a nadie allí, y las lápidas manchadas de líquenes, con sus cráneos alados, sus ángeles mofletudos y sus urnas funerarias, parecían exhalar una miasma indefinible de antiguedad. ¿Que habría asustado al hombre hasta el punto de causarle la muerte?
Aspiró profundamente. Desde luego, el cadáver había sido un espectáculo horrible, pero no debía permitir que esto alterara sus nervios. No podía consentirlo; esto perjudicaría su novela. Además, razonó consigo mismo, el caso estaba lo suficientemente claro. El muerto era con toda seguridad un polaco, del grupo de inmigrantes que vivian en el puerto de Salem. Al pasar junto al cementerio por la noche, lugar en torno al cual habían surgido numerosas y horribles leyendas durante casi tres siglos, los ojos embriagados de aquel desdichado debieron de dar realidad a los brumosos fantasmas de su mente supersticiosa. Estos polacos eran de emociones inestables, propensos a la histeria colectiva y a figuraciones insensatas. El gran Pánico de los Inmigrantes de 1853, en el que ardieron tres casas de brujas, se debió a la confusa e histérica declaración de una vieja de que había visto a un misterioso forastero vestido de blanco que se había quitado la cara. ¿Que podía esperarse de semejante gente?, pensó Carson. Sin embargo, seguía nervioso, y no regresó a casa hasta casi mediodía. Cuando, a su llegada, encontró a Leigh, el ocultista, esperándole, se alegró de verle y le invitó a pasar con cordialidad.
Leigh estaba muy serio.
-¿Ha sabido alguna cosa sobre su amiga Abigail Prinn? - preguntó sin preámbulos, y Carson se le quedó mirando, detenido en el acto de ir a llenar un vaso con un sifón. Tras un prolongado intervalo, presionó la palanca, soltando el chorro de líquido y espuma en el whisky. Tendió a Leigh la bebida y sirvió otro vaso para sí -whisky solo-, antes de contestar.
-No se de que me habla. Ha... ¿Qué pasa con ella? -preguntó, con un aire de forzada despreocupación.
-He estado revisando los informes -dijo Leigh-, y he averiguado que Abigail Prinn fue enterrada el 14 de diciembre de 1690 en el cementerio de Charter Street, con una estaca en el corazón. ¿Qué ocurre?
-Nada -dijo Carson con voz neutra-. ¿Y bien?
-Pues... resulta que han abierto su tumba, y han robado su cadáver; eso es todo. Han encontrado la estaca arrancada, y hay huellas de pisadas por todo alrededor de la tumba. Huellas de zapatos. ¿Soñó usted anoche, Carson? - Leigh soltó la pregunta como un latigazo, y sus ojos se endurecieron.
-No lo sé -contestó Carson confundido, frotándose la frente-. No puedo recordarlo. He estado en el cementerio de Charter Street esta madrugada, Tony Brazil tuvo la amabilidad de llevarme.
-¡Ah! Entonces debe de haber oído algo sobre el hombre que...
-Le he visto -interrumpió Carson, con un estremecimiento-. Me ha dejado trastornado.
Apuró el whisky de un trago, Leigh le miró atentamente.
-Bien -dijo luego-, ¿aún está decidido a permanecer en esta casa?
Carson dejó el vaso y se levantó.
-¿Por qué no? -replicó con sequedad-. ¿Hay alguna razón por la que deba irme?
-Despúes de lo que sucedió anoche...
-¿Qué sucedió? Han robado una tumba. Un polaco supersticioso vio a los ladrones y se murió del susto. ¿Y qué?
-Está tratando de convencerse a sí mismo -dijo Leigh serenamente-. En su corazón sabe, debe saber, la verdad. Usted se ha convertido en un instrumento en manos de una fuerzas poderosas y terribles, Carson. Abbie Prinn ha estado en su tumba durante tres siglos... no-muerta, esperando que alguien cayese en la trampa: la Habitación de la Bruja. Quizá preveía ella lo que iba a suceder cuando la construyó; previó que algún día, alguien cometería el error de introducirse en esa cámara infernal y sería atrapadoen ese diagrama de mosaico. Ha caido usted, Carson: y ha permitido que se horror no-muerto cruzase el abismo que se abre entre la conciencia y la materia, para ponerse en rapport con usted. El hipnotismo es un juego de niños para un ser con los sobrecogedores poderes de Abigail Prinn. ¡Ella podía obligarle fácilmente a ir a su tumba y arrancarle la estaca que la tenía aprisionada, y luego borrar de su mente el recuerdo de esa acción, de formas que no pudiese ni siquiera saber si fue un sueño!
Carson estaba de pie, y en sus ojos ardía una luz extraña:
-¡En nombre de Dios! ¿Sabe usted lo que está diciendo?
Leigh se echó a reir agriamente:
-¡En nombre de Dios! Diga más bien en nombre del diablo: del diablo que amenaza a Salem en ese momento; porque Salem está en peligro, en un terrible peligro. Los hombres, mujeres y niños del pueblo que Abbie Prinn maldijo cuando la ataron al palo... ¡y descubrieron que no la podían quemar! He examinado unos archivos secretos esta mañana, y he venido a rogarle por última vez que abandone esta casa.
-¿Ha terminado? -preguntó Carson fríamente-. Muy bien. Me quedaré aquí. Usted estará chiflado o bebido, pero no me va a impresionar con sus insensateces.
-¿Se marcharía si le ofreciese mil dólares? -preguntó Leigh-. ¿O más, quizá... diez mil? Dispongo de una suma considerable.
-¡No, maldita sea! -espetó Carson en un arrebato de cólera-. Todo lo que quiero es que me dejen solo para terminar mi novela. No puedo trabajar en ninguna otra parte... además; no quiero, yo no...
-Me lo esperaba -dijo Leigh, con voz súbitamente tranquila, y con una extraña nota de simpatía-. ¡Señor, usted no puede marcharse! Usted está atrapado, y es demasiado tarde para sustraerse a los controles cerebrales de Abbie Prinn, a través de la Habitación de la Bruja. Y lo peor de todo es que ella sólo puede manifestarse con su ayuda: le extrae sus fuerzas vitales, Carson, se alimenta de usted como un vampiro.
-Está usted loco -farfulló Carson torpemente-.
-Tengo miedo. Ese disco de hierro de la Habitación de la Bruja... me da miedo; y lo que hay debajo. Abbie Prinn rendía culto a extraños dioses, Carson; y he leído algo en la pared de esa alcoba que me ha hecho pensar. ¿Ha oído hablar alguna vez de Nyogtha?
Carson negó impacientemente con la cabeza. Leigh se hurgó en el bolsillo y sacó un trozo de papel.
-He copiado esto de un libro de la Biblioteca Kester -dijo-; el libro se llama Necronomicón, y fue escrito por una persona que sondeó tan profundamente los secretos prohibidos que los hombres le tacharon de loco. Léalo.
Las cejas de Carson se juntaban a medida que iba leyendo la cita:
-Los hombres conocen con el nombre de Morador de la Oscuridad al hermano de los Primordiales llamado Nyogtha, la Entidad que no debiera existir. Puede ser traído a la superficie de la Tierra a través de ciertas cavernas y fisuras secretas, y los hechiceros le han visto en Siria, y bajo la torre negra de Leng; ha ido al Thang Grotto de Tartaria para sembrar el terror y la destrucción entre los pabellones del Gran Khan. Sólo por la cruz ansada, por el conjuro de Vach-Viraj y por el elixir Tikkoun, puede ser devuelto a las tenebrosas cavernas de oculta impureza donde mora.
Leigh sostuvo la confundida mirada de Carson.
-¿Comprende ahora?
-¡Conjuros y elixires! -exclamó Carson, devolviendole el papel-. ¡Estupideces!
-Ni mucho menos. Los ocultistas y adeptos conocen ese conjuro y ese elixir desde hace miles de años. Yo he tenido ocasión de utilizarlos en otro tiempo en determinadas... ocasiones. Y si estoy en lo cierto... -se volvió hacia la puerta, con los labios apretados en una línea descolorida -, esas manifestaciones han sido vencidas anteriormente, pero la dificultad está en conseguir el elixir; es más difícil obtenerlo. Pero espero... Volveré. ¿Puede abstenerse de entrar an la Habitación de la Bruja hasta que yo vuelva?
-No le prometo nada -respondió Carson. Tenía un tremendo dolor de cabeza que le había aumentado hasta imponerse a su conciencia, y ahora sentía una vaga náusea-. Adiós.
Vio a Leigh dirigirse a la puerta, y aguardó en la escalera de la entrada, con una extraña renuencia a entrar en la casa. Mientras miraba alejarse la figura del ocultista, salió una mujer de la casa adyacente. Al verle sus enormes pechos se agitaron. Estalló en una chillona y furiosa diatriba. Carson se volvió y se quedó mirándola con ojos desconcertados. La cabeza le latía dolorosamente. La mujer se acercaba agitando un puño gordo y amenazador.
-¿Por qué asusta usted a mi Sarah? -gritó, con su cara morena congestionada-. Porque la asusta con sus trucos estúpidos, ¿eh?
Carson se humedeció los labios.
-Lo siento -dijo lentamente-. Lo siento muchísimo. Yo no he asustado a su Sarah. No he estado en casa en todo el día. ¿Que és lo que la ha asustado?
-Ese bicho oscuro... dice Sarah que se metió en su casa...
La mujer se calló de pronto, con la mandíbula colgando de asombro. Sus ojos se agrandaron. Hizo un signo extraño con la mano derecha, señalando con sus dedos índice y meñique a Carson, mientras cruzaba el pulgar sobre los otros dedos.
-¡La vieja bruja!
Se retiró apresuradamente, murmurando palabras en polaco con voz asustada, tal como haría Osmo Lukult. Carson dio media vuelta y entró en la casa. Se sirvió un poco de whisky en un vaso, reflexionó, y luego lo apartó sin haberlo probado. Empezó a pasear arriba y abajo, frotándose de cuando en cuando la frente con dedos que sentía secos y ardientes. Vagos, confusos pensamientos se agolpaban en su mente. Tenía la cabeza febril y le latía con violencia. Por último, bajó a la Habitación de la Bruja. Se quedó allí, aunque no trabajó; su dolor de cabeza no era tan opresivo en la mortal quietud de la cámara del subsuelo. Al cabo de un rato se durmió.
No sabía cuánto había dormido. Soñó con Salem, y con un ser confusamente definido, negro y gelatinoso, que recorría las calles a sobrecogedora velocidad, un ser como una ameba increíblemente grande, negro como el azabache, que perseguía y se tragaba a los hombres y mujeres que gritaban y huían en vano. Soñó con un rostro de calavera que escudriñaba en su interior, un semblante reseco y contraído en el que sólo los ojos parecían vivos y brillaban con una luz infernal y perversa. Despertó finalmente, y se incorporó con un sobresalto. Tenía mucho frío.
Reinaba el más completo silencio. A la luz de la lampara eléctrica, el mosaico verde y púrpura parecía retorcerse y contraerse hacia él, ilusión que se disipó al aclararse sus ojos enturbiados por el sueño. Consultó el reloj. Eran las dos. Había dormido toda la tarde y la mayor parte de la noche. Se sentía débil, y el cansancio le tenía inmovilizado en su silla. Le daba la sensación de que le habían extraído las fuerzas del cuerpo. El penetrante frío parecía traspasarle el cerebro, pero se le había ido el dolor de cabeza. Tenía la mente muy despejada, expectante, como si esperase que sucediera algo. Un movimiento, no lejos de él, atrajo su mirada.
Se estaba moviendo una losa de la pared. Oyó un suave ruido chirriante, y lentamente, se ensanchó la negra cavidad, convirtiéndose la ranura en un cuadrado. Algo se movió en la sombra. Un tenso y ciego horror traspasó a Carson al ver avanzar a rastras hacia la luz a aquella monstruosidad. Parecía una momia. Durante un segundo que fue eterno, insoportable, el pensamiento golpeó espantosamente en el cerebro de Carson: ¡Parecía una momia! Era un cadáver de una delgadez descarnada, con la piel ennegrecida y el aspecto de un esqueleto con el pellejo de un enorme lagartoextendido sobre sus huesos. Se agitó, avanzó, y sus largas uñas arañaron audiblemente en la piedra. Salió a la Habitación de la Bruja, su rostro impasible se reveló cruelmente bajo la luz cruda, y sus ojos centellearon con una vida sepulcral. Pudo ver la línea dentada de su espalda negruzca y encogida...
Carson se quedó paralizado. Un horror abismal le había privado de la capacidad de moverse. Parecía estar atrapado en los grillos de la parálisis del sueño, en que el cerebro, espectador distante, es incapaz o reacio a transmitir los impulsos nerviosos a los músculos. Se dijo frenéticamente que estaba soñando, que dentro de un momento despertaría. El seco horror se incorporó. Se puso en pie, descarnadamente flaco, y se dirigió a la alcoba en cuyo suelo estaba encajado el disco de hierro. Se detuvo de espaldas a Carson, y un susurro reseco crepitó en la quietud mortal. Al oírlo, Carson quiso gritar, pero no pudo. El espantoso murmullo continuó en un lenguaje que a Carson se le antojó extraterreno, y como en respuesta, un casi imperceptible estremecimiento sacudió el disco de hierro.
Se estremeció y comenzó a levantarse, muy lentamente; y como en un gesto de triunfo, el encogido horror alzó sus delgadísimos brazos. El disco tenía más de veinte centímetros de espesor; y a medida que se separaba del suelo, comenzaba a penetrar en la habitación un hedor insidioso. Era vagamente un olor a reptil, almizclado y nauseabundo. El disco se elevó inexorablemente, y un dedo de negrura surgió de debajo del borde. Súbitamente, Carson recordó el sueño que había tenido, de una criatura negra y gelatinosa que recorría las calles de Salem. Trató en vano de romper los grillos de la parálisis que le tenían inmovilizado. La cámara estaba quedandose a oscuras, y un vértigo tenebroso aumentaba progresivamente para tragárselo a él. La habitación parecía vacilar. El disco siguió elevándose; siguió el arrugado horror con sus brazos esqueléticos levantados; y siguió fluyendo la negrura en un movimiento ameboide.
Se oyó un ruido por encima del seco susurro de la momia, un vivo resonar de pasos presurosos. Por el rabillo del ojo, Carson vio que alguien entraba corriendo en la Habitación de la Bruja. Era el ocultista, Leigh, con los ojos llameantes en su rostro mortalmente pálido. Pasó por delante de Carson y se dirigió a la alcoba donde estaba emergiendo la negra abominación. Aquel ser agurrado se volvió con horrible lentitud. Carson vio que Leigh traía una especie de herramienta en su mano izquierda, una crux ansata de oro y marfil. Y llevaba la mano derecha pegada a un costado. Su voz retumbó entonces sonora y autoritaria. Su blanco rostro estaba cubierto de gotas de sudor:
-Ya na kadishtu nilgh'ri ... stell'bsna kn'aa Nyogtha... k'yarnak phlegethor...
Tronaron las fantásticas y aterradoras palabras, y retumbaron en las paredes de la bóveda. Leigh avanzó lentamente, sosteniendo en alto la crux ansata. ¡Y entretanto, la negra abominación seguía manando de debajo del disco! Cayó el disco a un lado, y una gran oleada de iridiscente negrura, ni sólida ni líquida, una espantosa masa gelatinosa, se derramó en dirección a Leigh. Sin detenerse, éste hizo un gesto rápido con su mano derecha, y lanzó un pequeño tubo de cristal a aquella cosa negra, en la que se hundió.
La informe abominación se detuvo. Vaciló con un espantoso estremecimiento de indecisión, y luego se retiró rápidamente. Un hedor asfixiante de ardiente corrupción empezó a invadir el aire, y Carson vio cómo la negra monstruosidad se descomponía en grandes pedazos, arrugándose como bajo el efecto de un ácido corrosivo. Se contrajo en un vivo movimiento licuescente, goteando su espantosa carne negra a medida que se consumía.
Un seudópodo de negrura se alargó desde la masa central y atrapó como un tentáculo gigantesco al ser cadavérico, arrastrándolo al pozo por encima del borde. Otro tentáculo cogió el disco de hierro, lo arrastró sin esfuerzo por el suelo, y cuando la abominación desapareció de la vista, el disco cayó en su sitio con un estampido atronador. La habitación osciló en amplios círculos en torno a Carson, y una náusea espantosa se apoderó de él. Hizo un tremendo esfuerzo para tenerse de pie, y luego la luz se desvaneció rápidamente y se apagó. La oscuridad se había apoderado de él.
Carson no llegó a terminar la novela. La quemó, pero siguió escribiendo, aunque ninguno de sus libros posteriores han sido publicados. Sus editores hicieron un gesto negativo, y se preguntaron por qué un escritor de literatura popular tan brillante se había convertido de repente en un aburrido partidario de lo horripilante y lo espectral.
-Resulta convincente -dijo un hombre a Carson, al devolverle su novela, El dios negro de la locura-. Es buena en su género, pero la encuentro morbosa y horrible. Nadie la leería. Carson, ¿por qué no escribe usted el tipo de novelas que solía escribir, del género que le hizo famoso?
Fue entonces cuando Carson rompió su promesa de no hablar sobre la Habitación de la Bruja, y le contó la historia con la esperanza de que le comprendiera y creyera. Pero al terminar, su corazón desfalleció al verle al otro la cara de simpatía y escepticismo.
-Lo ha soñado, ¿verdad? - preguntó el hombre, y Carson sonrió amargamente.
-Sí, lo he soñado.
-Debe de haberle producido una impresión terriblemente vivida en su espíritu. Algunos sueños la producen. Pero lo olvidará con el tiemo - predijo, y Carson asintió.
Y porque sabía que sólo despertaría sospechas acerca de su cordura, no mencionó lo que bullía permanentemente en su cerebro, el horror que había visto en la Habitación de la Bruja al despertar de su desvanecimiento. Antes de huir, él y Leigh, pálidos y temblorosos, de la cámara, Carson había lanzado una fugaz mirada hacia atrás. Los pedazos arrugados y corroídos que había visto desprenderse de aquel ser de loca blasfemia habían desaparecido inexplicablemente, aunque habían dejado negras manchas en las piedras. Abbie Prinn, quizá, había regresado al infierno que había adorado, y su dios inhumano se había retirado a los secretos abismos más allá de la comprensión del hombre, derrotado por las fuerzas poderosas de una magia anterior que el ocultista había manejado. Pero la bruja había dejado un recuerdo, una cosa espantosa, que Carson, en esa última mirada hacia atrás, había visto emerger del borde del disco de hierro, como alzándose en irónico saludo: ¡una mano arrugada en forma de garra!
Henry Kuttner, un activo participante del llamado círculo de Lovecraft, fertiliza el ciclo de los Mitos de Cthulhu a través de El horror de Salem. En este relato, Kuttner agrega una pequeña, casi tímida deidad al panteón lovecraftiano: Nyogtha, La cosa que no debería ser (The Thing That Should Not Be) Básicamente se trata de una clásica deidad del ciclo de Cthulhu: amorfa, pegajosa, gelatinosa, imposible.
La primera vez que Carson reparó en los ruidos de su sotano, los atribuyó a las ratas. Más tarde, empezó a oir historias que circulaban entre los supersticiosos polacos que trabajaban en el molino de Derby Street acerca de la primera persona que ocupó la antigua casa, Abigail Prinn. Ya no vivía nadie que recordara a la diabólica bruja, pero las morbosas leyendas que proliferaban por el «distrito de las brujas» de Salem como hierbas en una tumba, daban inquietanntes detalles sobre sus actividades, y eran desagradablemente explícitas respecto a los detestables sacrificios que se sabía había realizado a una imágen carcomida y cornuda de dudoso origen. Los más ancianos aún hablaban en voz baja de Abbie Prinn y de sus monstruosos alardes sobre que era la gran sacerdotisa del poderoso dios que moraba en la profundidad de los montes. En efecto, fueron estos alardeos de la vieja bruja los que acarrearonn su súbita y misteriosa muerte en 1692, época de los famosos ahorcamientos de Gallows Hill. A nadie le gustaba hablar de esto, aunque a veces alguna vieja desdentada se atrevía a comentar medrosamente que las llamas no podían quemarla, porque todo el cuerpo había asumido la peculiar anestesia de su condición de bruja.
Abbie Prinn y su anómala estatua habían desaparecido hacía muchisimo tiempo, pero aún resultaba difícil encontrar inquilinos para su casa decrépita, de fachada en gabletes, con un segundo piso sobresaliente, y curiosas ventanas con cristales en rombos. La fama de malignidad de la casa se había extendido por todo Salem. En realidad , no había sucedido nada allí, en los recientes años, que pudiese dar origen a historias inexplicables; pero quienes llegaban a alquilar la casa solían mudarse a toda prisa, generalmente con vagas y poco satisfactorias explicaciones relacionadas con las ratas.
Y fue una rata la que llevó a Carson a la Habitación de la Bruja. Los apagados chillidos y golpeteos en el interior de las podridas paredes habían alarmado a Carson más de una vez durante las noches de su primera semana en la casa, que había alquilado para conseguir la soledad que necesitaba para terminar una novela que le habían estado pidiendo los editores... otra novela de amor que añadir a la larga lista de éxitos populares. Pero hasta algun tiempo después, no empezo a abrigar ciertas sospechas disparatadamente fantásticas acerca de la inteligencia de la rata que una vez se escabulló de debajo de sus pies, en dirección al oscuro vestíbulo.
La casa tenía instalación eléctrica, pero la bombilla del vestíbulo era floja y daba una luz muy pobre. La rata era una sombra negra, deforme, cuando saltó a pocos metros de él y se detuvo, al parecer, para observarle.
En otra ocasión, Carson pudo echar al animal con un gesto amenazador, y reanudar su trabajo. Pero el tráfico de Derby Street era desusadamente ruidoso, y le resultaba difícil concentrarse en su novela. Sus nervios, sin razón aparente, estaban tensos; por otra parte, la rata, vigilándole fuera de su alcance, le contemplaba con burlona diversión.
Sonriéndose de su propia presunción, dio unos pasos hacia la rata, ésta echó a correr hacia la puerta del sótano, y entonces vió él con sorpresa que estaba entornada. Pensó que debía de habérsele olvidado cerrarla la última vez que estuvo allí, aunque generalmente tenía cuidado de dejar todas las puertas cerradas, pues la vieja casa tenía corrientes de aire. La rata aguardó en la puerta.
Irracionalmente molesto, Carson se fue hacia ella a toda prisa, poniendo en fuga a la rata escaleras abajo. Encendió la luz del sotano y la vió en un rincón. La rata le observó atentamente con sus ojillos relucientes.
Al descender las escaleras no había podido evitar la sensación de que se estaba comportando como un idiota. Pero su trabajo había sido agotador, y subconscientemente aceptaba con agrado cualquier interrupción. Cruzó el sotano en dirección a la rata, viendo con asombro que la bestezuela permanecía inmóvil, vigilandole. «La rata se comporta de manera anormal», pensó; y la mirada fija de sus ojos como botones resultaba un tanto inquietante.
Luego se rió de si mismo, pues la rata dio un brinco repentino y desapareció por un agujero de la pared del sótano. Desmañadamente, rascó una cruz con la punta del pie en la suciedad que había delante de la madriguera, decidiendo poner allí mismo un cepo por la mañana.
El hocico de la rata y sus desiguales bigotes, aparecieron cautelosamente. Avanzó y luego vació y retrocedió. Después el animal empezó a conducirse de un modo singular e inexplicable, casi como si estuviese bailando, pensó Carson. Avanzaba como a tientas, y luego se retiraba otra vez. Daba un saltito hacia adelante, y se paraba en seco, luego saltaba hacia atrás apresuradamente, como si hubiese una serpiente enroscada ante la madriguera, alerta para evitar la huida de la rata. Pero no había nada, salvo la cruz que Carson había trazado en el polvo.
Indudablemente era el propio Carson quien impedia la fuga de la rata, pues estaba a poca distancia de la madriguera. Así que dio un paso adelante, y el animal desapareció apresuradamente por el agujero. Picado en su curiosidad, Carson buscó un palo y hurgó en el agujero, tanteando. Al hacerlo, sus ojos, próximos a la pared, descubrieron algo extraño en la losa de piedra que había encima de la madriguera de la rata. Una rápida ojeada en torno a su borde confirmó sus sospechas. La losa debía ser movible.
Carson la inspeccionó minuciosamente, y notó una depresión en su borde a modo de asidero. Sus dedos se acoplaron cómodamente a la muesca, y probó a tirar. La piedra se movió un poco y se paró. Tiró con mas fuerza y, con una rociada de tierra seca, la losa se separó del muro girando como si tuviese goznes. Un rectángulo negro, hasta la altura del hombro, quedó abierto en la pared. De sus profundidades emanó un hedor mohoso, desagradable, de aire estancado, y Carson, involuntariamente, retrocedió un paso. Súbitamente, recordó las monstruosas historias sobre Abbie Prinn y los espantosos secretos que se suponía guardaba en su casa. ¿Había tropezado él con alguna cámara secreta de la bruja, tanto tiempo desaparecida?
Antes de entrar en la negra abertura tomó la precaución de coger una linterna de arriba. Luego, cautelosamente, agachó la cabeza y se deslizó por el estrecho y maloliente pasadizo, dirigiendo el haz de luz ante sí para explorar el terreno. Estaba en un estrecho túnel, escasamente más alto que su cabeza, con pavimento y paredes de losas. Seguía recto quizá unos cinco metros, y luego se ensanchaba formando una cámara espaciosa. Al llegar Carson a la habitación del subsuelo -indudablemente escondite de Abbie Prinn, cuarto secreto, pensó, que sin embargo, no pudo salvarla el día que el populacho enloquecido de pavor invadió furioso Derby Street- aspiró con una boqueada de asombro. La habitación era fantástica, asombrosa.
Fue el suelo lo que atrajo la mirada de Carson. El oscuro gris de la pared circular cedía sitio aquí a un mosaico de piedra multicolor en el que predominaban los azules y los verdes y los púrpuras: en efecto, no había colores más cálidos. Debía de haber miles de trocitos de piedras de colores componiendo el dibujo, pues ninguno era mayor que el tamaño de una nuez. El mosaico parecía seguir algun trazado concreto, desconocido para Carson; había curvas de color púrpura y violeta combinadas con líneas angulosas verdes y azules, entremezcladas en fantásticos arabescos. Había círculos, triángulos, un pentáculo, y otras figuras menos familiares. La mayoría de las líneas y figuras irradiaban de un punto concreto: el centro de la cámara, donde había un disco circular de piedra completamente negra de alrededor de medio metro de diámetro.
Era muy silenciosa. No se oían los ruidos de los coches que de cuando en cuando pasaban por Derby Street. En una alcoba poco profunda excavada en el muro, Carson descubrió unas marcas sobre las paredes, y se dirigió lentamente hacia allí, recorriéndolas de arriba abajo con la luz de su linterna.
Las marcas, fueran lo que fuesen, habían sido pintadas en la piedra hacía tiempo, pues lo que quedaba de los misteriosos símbolos era indescifrable. Carson vio varios jeroglíficos parcialmente borrados que le recordaban el estilo árabe, aunque no estaba seguro. En el suelo de la alcoba había un disco de metal corroído de unos dos metros y medio de diámetro, y Carson tuvo la clara sensación de que era movible. Aunque no hubo manera de levantarlo.
Se dio cuenta de que se hallaba de pie exactamente en el centro de la cámara, en el círculo de piedra negra donde convergía el singular trazado. Nuevamente se le hizó patente el completo silencio. Movido por un impulso, apagó la luz de su linterna. Instantáneamente reinó la oscuridad más absoluta. En ese momento, una singular idea se deslizó en su mente. Se imaginó a si mismo en el fondo de un pozo, y que de arriba descendía un flujo que se derramaba por el eje de la cámara para tragárselo. Tan fuerte fue su impresión que realmente le pareció oir un tronar apagado, como el rugido de una catarata. Singularmente alarmado, encendió la luz y miró rápidamente en torno suyo. El percutir que sentía era, naturalmente, el pulso de su sangre, que se hacía audible en el completo silencio: fenónemo bastante familiar. Pero si este lugar era tan silencioso...
La idea le asaltó como una súbita punzada en su conciencia. Este era un sitio ideal para trabajar. Podía instalar la luz eléctrica, bajar una mesa y una silla, utilizar un ventilador si era necesario, aunque el olor a moho que había notado al principio parecía haber desaparecido por completo. Se dirigió hacia la entrada del pasadizo, y al salir de la habitación experimentó un inexplicable relajamiento de sus músculos, aunque no se había dado cuenta de que los tenía contraidos. Lo atribuyó al nerviosismo, y subió a prepararse un café y a escribir al dueño de la casa, que vivía en Boston, contándole el descubrimiento que había hecho.
El visitante miró con curiosidad hacia el vestíbulo, una vez que hubo abierto Carson la puerta, y asintió para sí como con satisfacción. Era un hombre de figura flaca y alta, con espesas cejas de color gris acero que sobresalían por encima de unos penetrantes ojos grises. Su rostro, aunque fuertemente marcado y flaco, carecía de arrugas.
-¿Viene por la Habitación de la Bruja? -preguntó Carson con sequedad. El dueño de la casa se había ido de la lengua, y durante la última semana había estado atendiendo de mala gana a anticuarios y ocultistas deseosos de echar una ojeada a la cámara secreta en la que Abbie Prinn había murmurado sus ensalmos. El mal humor de Carson había ido en aumento, y hasta pensó en la posibilidad de mudarse a un lugar más tranquilo; pero su innata obstinación le había hecho quedarse, decidido a terminar su novela, pese a todas las interrupciones. Ahora, mirando a su visitante fríamente, dijo-: Lo siento, pero no se puede visitar ya más.
El otro le miró sobresaltado, pero casi inmediatamente brilló en sus ojos un destello de comprensión. Extrajo una tarjeta y se la ofreció a Carson.
-Michael Leigh, ocultista, ¿eh? -repitió Carson. Aspiró profundamente. Los ocultistas, había descubierto, eran los peores, con sus oscuras alusiones a cosas innominadas y su profundo interés en el trazado del mosaico del suelo de la Habitación de la Bruja-. Lo siento, señor Leigh, pero... de veras; estoy muy ocupado. Discúlpeme.
Y secamente, dio media vuelta hacia la puerta.
-Un momento -dijo Leigh con rapidez.
Antes de que Carson pudiese protestar, había cogido al escritor por el hombro, y le miraba fijamente a los ojos. Sobresaltado, Carson retrocedió, pero no antes de ver aparecer una extraordinaria expresión, mezcla de aprensión y satisfacción, en el flaco rostro de Leigh. Era como si el ocultista hubiese visto algo desagradable... aunque no inesperado.
-¿Que es esto? -preguntó Carson con aspereza-. No estoy acostumbrado...
-Lo siento muchisimo -dijo Leigh. Su voz era profunda, agradable-. Debo disculparme. Pensaba... bien, discúlpeme otra vez. Me temo que estoy algo excitado. Mire, he venido de San Francisco para ver la Habitación de la Bruja. ¿De veras que no me permite verla? Le pagaría lo que fuese.
-No -dijo; empezaba a sentir una perversa simpatía por este hombre, con su voz agradable y modulada, su rostro poderoso y su atractiva personalidad-. No, sencillamente deseo un poco de paz; no tiene usted idea de lo que me han molestado- prosiguió, vagamente sorprendido al darse cuenta de que hablaba en tono de disculpa-. Es una molestia espantosa. Casi desearía no haber descubierto esa habitación.
Leigh se acercó con ansiedad.
-¿Puedo verla? Representa muchísimo para mí; estoy inmensamente interesado en esas cosas. Le prometo no robarle más de diez minutos de su tiempo.
Carson vaciló, y luego asintió. Mientras conducía a su visitante al sótano, se puso a contarle las circunstancias del descubrimiento de la Habitación de la Bruja. Leigh escuchaba atentamente, interrumpiéndole de cuando en cuando con alguna pregunta.
-Y la rata, ¿sabe usted qué ha sido de ella? - preguntó.
Carson se quedó sorprendido.
-Pues no. Supongo que se ocultaría en su madriguera. ¿Por qué?
-Nunca se sabe -dijo Leigh enigmaticamente, cuando entraban en la Habitación de la Bruja.
Carson encendió la luz. Había instalado la electricidad, y había unas cuantas sillas y una mesa; por lo demás, la habitación estaba intacta. Carson observó el rostro del ocultista, y vio con sorpresa que se había puesto ceñudo, casi enfadado. Leigh se encaminó al centro de la habitación, mirando la silla colocada sobre el círculo de piedra negra.
-¿Trabaja usted aquí? -preguntó lentamente.
-Sí. Es un sitio tranquilo... He visto que no hay manera de trabajar arriba. Hay demasiado ruido. Pero este sitio es ideal; me resulta muy fácil escribir aquí. Mi pensamiento se siente...-dudó- libre; o sea, desvinculado de las demás cosas. Es una sensación de lo más extraordinaria.
Leigh asintió como si las palabras de Carson confirmasen alguna idea suya. Se volvió hacia la alcoba del disco metálico en el suelo. Carson le siguió. El ocultista se acercó a la pared, repasó los borrosos símbolos con el dedo índice. Murmuró algo en voz baja, unas palabras que a Carson le sonaron como una especie de galimatias:
-Nyogtha... k'yarnak...
Se volvió, con el rostro serio y pálido.
-Ya he visto bastante -dijo suavemente-. ¿Nos vamos?
Sorprendido, Carson asintió, y le condujo de nuevo al sótano. Una vez arriba, Leigh vaciló, como si le resultase difícil abordar el tema. Por último, pregunto:
-Señor Carson, ¿le importaría decirme si ha tenido usted algún sueño extraño últimamente?
Carson se quedó mirándole, con la burla bailándole en los ojos.
-¿Sueños? -repitió-. ¡Oh!, comprendo. Bueno, señor Leigh, puedo decirle que no me va a asustar. Sus colegas, los otros ocultistas que han venido a visitar la casa, lo han intentado también.
Leigh alzó sus cejas espesas.
-¿Sí? ¿Le preguntaron si había tenido sueños?
-Varios... sí.
-¿Y qué les contestó?
-Que no. -Luego, mientras Leigh se echaba hacia atrás en su silla, con una expresión confundida en el rostro, Carson prosiguió lentamente- : Aunque en realidad no estoy muy seguro.
-¿Que quiere decir?
-Creo... tengo la vaga impresión... de que he soñado últimamente. Pero no estoy seguro. No puedo recordar nada del sueño. Y... ¡bueno, lo más probable es que sus colegas ocultistas me hayan metido la idea en la cabeza!
-Quizá -dijo Leigh circunstancialmente, mientras se levantaba. Vaciló-. Señor Carson, voy a hacerle una pregunta más bien impertinente. ¿Le es necesario vivir en esta casa?
Carson suspiró con resignación.
-Cuando me hicieron la primera vez esta pregunta, expliqué que quería un lugar tranquilo para trabajar en una novela, y que cualquier lugar tranquilo podría servirme. Pero no es fácil encontrarlo. Ahora que tengo esta Habitación de la Bruja, y me está saliendo el libro con tanta facilidad, no veo por qué razón me tengo que mudar y alterar quizá mi programa. Dejaré esta casa cuando haya terminado la novela; entonces podrán ocuparla ustedes los ocultistas y convertirla en museo o hacer con ella lo que quieran. Me tiene sin cuidado. Pero hasta que no haya terminado la novela, pienso permanecer aquí.
Leigh se frotó la barbilla.
-Desde luego. Entiendo su punto de vista. Pero ¿no hay otro lugar en la casa donde pueda usted trabajar?
Miró a Carson en el rostro un instante, y luego continuó rápidamente:
-No espero que me crea. Usted es materialista. La mayoría de la gente lo es. Pero algunos de nosotros sabemos que por encima y más allá de lo que los hombres llaman ciencia, hay un saber que se funda en leyes y principios que a los hombres corrientes les resultarían incomprensibles. Si ha leido a Machen, recordará que habla del abismo que existe entre el mundo de la conciencia y el de la materia. Es posible tender un puente sobre este abismo. ¡La Habitación de la Bruja es ese puente! ¿Sabe qué es una sala de los secretos?
-¿Eh? - exclamó Carson, mirando con asombro-. Pero no hay...
-Es una analogía... solamente una analogía. Un hombre puede susurrar una palabra en una galería o cueva, y si usted se sitúa en un punto concreto, a unos treinta metros, oye ese susurro, aunque no lo oiga alguien que se encuentre a sólo tres metros. Es una simple truco de acústica: consiste en la proyección del sonido en un punto focal. Ahora bien, este principio es aplicable a otras cosas, además del sonido. A cualquier onda de impulsos... ¡incluso al pensamiento!
Carson trató de interrumpirle, pero Leigh prosiguió:
-Esa piedra negra del centro de su Habitación de la Bruja es uno de esos puntos focales. El dibujo del suelo, cuando usted se sienta en el círculo negro, se vuelve anormalmente sensible a ciertas vibraciones, a ciertos mandatos mentales... ¡peligrosamente sensible! ¿Le parece que tiene la cabeza muy clara cuando trabaja allí? Es una ilusión, una falsa sensación de lucidez... en realidad, usted es un mero instrumento, un micrófono, sintonizado para captar determinadas vibraciones malignas cuya naturaleza no podría comprender.
El rostro de Carson era un estudio de asombro e incredulidad.
-Pero no querrá decirme que cree usted realmente...
Leigh retrocedió, desapareció la intensidad de sus ojos, que se volvieron ceñudos y fríos.
-Muy bien. Pero he estudiado la historia de Abigail Prinn. Ella conocía también esa ciencia superior de que le hablo. La utilizo para fines maléficos: artes negras, como suelen llamarse. He leído que, en sus últimos días, maldijo a la ciudad de Salem... y la maldición de una bruja puede ser algo pavoroso. ¿Quiere usted... -se levantó, mordiéndose el labio-, quiere usted, al menos, permitirme que pasa a verle mañana?
Casi involuntariamente, Carson asintió.
-Pero me temo que desperdiciará su tiempo. No creo... es decir, no tengo... -tartamudeó, sin saber qué decir.
-Solo es para cerciorarme de que usted...¡Ah!, otra cosa. Si sueña esta noche, ¿querría tratar de recordar el sueño? Si intenta evocarlo inmediatamente después de despertar, es posible recordarlo.
-De acuerdo. Si sueño...
Esa noche, Carson soñó. Se despertó poco antes del amanecer con el corazón latiéndole furiosamente, y con una extraña sensación de desasosiego. Dentro de las paredes, y procedentes de abajo, podía oír las furtivas carreras de las ratas. Saltó de la cama apresuradamente, temblando en la fría claridad de la madrugada. Una luna desmayada brillaba aún debilmente en un cielo pálido. Entonces recordó las palabras de Leigh. Había soñado; de eso no cabía la menor duda. Pero cuál era el contenido de dicho sueño, era otra cuestión. Por mucho que lo intentó, no pudo recordarlo en absoluto, aunque tenía la vaga sensación de que corría frenéticamente en la oscuridad. Se vistió rápidamente, y como la quietud de la casa en la madrugada le ponía nervioso, salió a comprar el periódico. Era demasiado temprano para que las tiendas estuviesen abiertas, sin embargo, y se dirigió hacia el oeste en busca de un vendedor de periódicos, torciendo por la primera esquina. Mientras caminaba, una extraña sensación empezó a apoderarse de él: una sensación de... ¡familiaridad! Había andado por aquí antes, y notaba una oscura y turbadora familiaridad en las formas de las casas, en las siluetas de los tejados. Pero -y esto era lo fantástico-, que él supiera, jamás había estado antes en esta calle. Se entretenía poco paseando por esa parte de Salem, pues era de naturaleza indolente; sin embargo, tenía una extraordinaria impresión de recuerdo, y se le hacía más vívida a medida que avanzaba...
Llegó a una esquina, torció maquinalmente a la izquierda. La singular sensación iba en aumento. Siguió andando despacio, reflexionando. Indudablemente, había pasado por aquí antes, y muy probablemente lo había hecho abstraído, de suerte que no había tenido conciencia de su trayecto. Sin duda, era ésta la explicación. Sin embargo, al desembocar en Charter Street, Carson sintió en su interior una rara intranquilidad. Salem despertaba; con la claridad del día, los impasibles trabajadores polacos comenzaban a cruzarse con él, presurosos, en dirección a los molinos. De cuando en cuando, pasaba un automóvil. A cierta distancia, vio que se había congregado una multitud en la acera. Apretó el paso, con la sensación de una inminente calamidad. Con extraordinario estupor, vio que se encontraba en el cementerio de Charter Street, la antigua y mal afamada Necrópolis. Se abrió paso entre la multitud.
A sus oídos llegaron comentarios en voz baja, y vio ante sí una espalda voluminosa en uniforme azul. Miró por encima del hombro del policía y aspiró aire, horrorizado. Había un hombre inclinado sobre la verja de hierro que cercaba el cementerio. Llevaba un traje barato, llamativo, y se agarraba a las herrumbrosas barras con una fuerza tal que los tendones le sobresalían como cuerdas en el dorso peludo de sus manos. Estaba muerto, y en su cara vuelta hacia el cielo en un gesto dislocado, se había congelado una expresión de abismal y espantoso horror. Sus ojos, totalmente en blanco, sobresalían de manera horrible; su boca era una mueca contraída y amarga. El hombre que estaba junto a Carson volvió su pálido rostro hacia él.
-Parece como si hubiese muerto de miedo -dijo roncamente-. Me horrorizaría ver lo que ha debido presenciar este hombre. ¡Uf, mire esa cara!
Carson se alejó maquinalmente de allí, sintiendo el hálito helado de algo desconocido que le produjo un escalofrío. Se restregó los ojos, pero aquel rostro contorsiado y muerto flotaba ante su vista. Comenzó a desandar su camino, inquieto y algo tembloroso. Involuntariamente, miró hacia un lado, sus ojos se posaron en las tumbas y monumentos que punteaban el viejo cementerio. Hacía un siglo que no enterraban a nadie allí, y las lápidas manchadas de líquenes, con sus cráneos alados, sus ángeles mofletudos y sus urnas funerarias, parecían exhalar una miasma indefinible de antiguedad. ¿Que habría asustado al hombre hasta el punto de causarle la muerte?
Aspiró profundamente. Desde luego, el cadáver había sido un espectáculo horrible, pero no debía permitir que esto alterara sus nervios. No podía consentirlo; esto perjudicaría su novela. Además, razonó consigo mismo, el caso estaba lo suficientemente claro. El muerto era con toda seguridad un polaco, del grupo de inmigrantes que vivian en el puerto de Salem. Al pasar junto al cementerio por la noche, lugar en torno al cual habían surgido numerosas y horribles leyendas durante casi tres siglos, los ojos embriagados de aquel desdichado debieron de dar realidad a los brumosos fantasmas de su mente supersticiosa. Estos polacos eran de emociones inestables, propensos a la histeria colectiva y a figuraciones insensatas. El gran Pánico de los Inmigrantes de 1853, en el que ardieron tres casas de brujas, se debió a la confusa e histérica declaración de una vieja de que había visto a un misterioso forastero vestido de blanco que se había quitado la cara. ¿Que podía esperarse de semejante gente?, pensó Carson. Sin embargo, seguía nervioso, y no regresó a casa hasta casi mediodía. Cuando, a su llegada, encontró a Leigh, el ocultista, esperándole, se alegró de verle y le invitó a pasar con cordialidad.
Leigh estaba muy serio.
-¿Ha sabido alguna cosa sobre su amiga Abigail Prinn? - preguntó sin preámbulos, y Carson se le quedó mirando, detenido en el acto de ir a llenar un vaso con un sifón. Tras un prolongado intervalo, presionó la palanca, soltando el chorro de líquido y espuma en el whisky. Tendió a Leigh la bebida y sirvió otro vaso para sí -whisky solo-, antes de contestar.
-No se de que me habla. Ha... ¿Qué pasa con ella? -preguntó, con un aire de forzada despreocupación.
-He estado revisando los informes -dijo Leigh-, y he averiguado que Abigail Prinn fue enterrada el 14 de diciembre de 1690 en el cementerio de Charter Street, con una estaca en el corazón. ¿Qué ocurre?
-Nada -dijo Carson con voz neutra-. ¿Y bien?
-Pues... resulta que han abierto su tumba, y han robado su cadáver; eso es todo. Han encontrado la estaca arrancada, y hay huellas de pisadas por todo alrededor de la tumba. Huellas de zapatos. ¿Soñó usted anoche, Carson? - Leigh soltó la pregunta como un latigazo, y sus ojos se endurecieron.
-No lo sé -contestó Carson confundido, frotándose la frente-. No puedo recordarlo. He estado en el cementerio de Charter Street esta madrugada, Tony Brazil tuvo la amabilidad de llevarme.
-¡Ah! Entonces debe de haber oído algo sobre el hombre que...
-Le he visto -interrumpió Carson, con un estremecimiento-. Me ha dejado trastornado.
Apuró el whisky de un trago, Leigh le miró atentamente.
-Bien -dijo luego-, ¿aún está decidido a permanecer en esta casa?
Carson dejó el vaso y se levantó.
-¿Por qué no? -replicó con sequedad-. ¿Hay alguna razón por la que deba irme?
-Despúes de lo que sucedió anoche...
-¿Qué sucedió? Han robado una tumba. Un polaco supersticioso vio a los ladrones y se murió del susto. ¿Y qué?
-Está tratando de convencerse a sí mismo -dijo Leigh serenamente-. En su corazón sabe, debe saber, la verdad. Usted se ha convertido en un instrumento en manos de una fuerzas poderosas y terribles, Carson. Abbie Prinn ha estado en su tumba durante tres siglos... no-muerta, esperando que alguien cayese en la trampa: la Habitación de la Bruja. Quizá preveía ella lo que iba a suceder cuando la construyó; previó que algún día, alguien cometería el error de introducirse en esa cámara infernal y sería atrapadoen ese diagrama de mosaico. Ha caido usted, Carson: y ha permitido que se horror no-muerto cruzase el abismo que se abre entre la conciencia y la materia, para ponerse en rapport con usted. El hipnotismo es un juego de niños para un ser con los sobrecogedores poderes de Abigail Prinn. ¡Ella podía obligarle fácilmente a ir a su tumba y arrancarle la estaca que la tenía aprisionada, y luego borrar de su mente el recuerdo de esa acción, de formas que no pudiese ni siquiera saber si fue un sueño!
Carson estaba de pie, y en sus ojos ardía una luz extraña:
-¡En nombre de Dios! ¿Sabe usted lo que está diciendo?
Leigh se echó a reir agriamente:
-¡En nombre de Dios! Diga más bien en nombre del diablo: del diablo que amenaza a Salem en ese momento; porque Salem está en peligro, en un terrible peligro. Los hombres, mujeres y niños del pueblo que Abbie Prinn maldijo cuando la ataron al palo... ¡y descubrieron que no la podían quemar! He examinado unos archivos secretos esta mañana, y he venido a rogarle por última vez que abandone esta casa.
-¿Ha terminado? -preguntó Carson fríamente-. Muy bien. Me quedaré aquí. Usted estará chiflado o bebido, pero no me va a impresionar con sus insensateces.
-¿Se marcharía si le ofreciese mil dólares? -preguntó Leigh-. ¿O más, quizá... diez mil? Dispongo de una suma considerable.
-¡No, maldita sea! -espetó Carson en un arrebato de cólera-. Todo lo que quiero es que me dejen solo para terminar mi novela. No puedo trabajar en ninguna otra parte... además; no quiero, yo no...
-Me lo esperaba -dijo Leigh, con voz súbitamente tranquila, y con una extraña nota de simpatía-. ¡Señor, usted no puede marcharse! Usted está atrapado, y es demasiado tarde para sustraerse a los controles cerebrales de Abbie Prinn, a través de la Habitación de la Bruja. Y lo peor de todo es que ella sólo puede manifestarse con su ayuda: le extrae sus fuerzas vitales, Carson, se alimenta de usted como un vampiro.
-Está usted loco -farfulló Carson torpemente-.
-Tengo miedo. Ese disco de hierro de la Habitación de la Bruja... me da miedo; y lo que hay debajo. Abbie Prinn rendía culto a extraños dioses, Carson; y he leído algo en la pared de esa alcoba que me ha hecho pensar. ¿Ha oído hablar alguna vez de Nyogtha?
Carson negó impacientemente con la cabeza. Leigh se hurgó en el bolsillo y sacó un trozo de papel.
-He copiado esto de un libro de la Biblioteca Kester -dijo-; el libro se llama Necronomicón, y fue escrito por una persona que sondeó tan profundamente los secretos prohibidos que los hombres le tacharon de loco. Léalo.
Las cejas de Carson se juntaban a medida que iba leyendo la cita:
-Los hombres conocen con el nombre de Morador de la Oscuridad al hermano de los Primordiales llamado Nyogtha, la Entidad que no debiera existir. Puede ser traído a la superficie de la Tierra a través de ciertas cavernas y fisuras secretas, y los hechiceros le han visto en Siria, y bajo la torre negra de Leng; ha ido al Thang Grotto de Tartaria para sembrar el terror y la destrucción entre los pabellones del Gran Khan. Sólo por la cruz ansada, por el conjuro de Vach-Viraj y por el elixir Tikkoun, puede ser devuelto a las tenebrosas cavernas de oculta impureza donde mora.
Leigh sostuvo la confundida mirada de Carson.
-¿Comprende ahora?
-¡Conjuros y elixires! -exclamó Carson, devolviendole el papel-. ¡Estupideces!
-Ni mucho menos. Los ocultistas y adeptos conocen ese conjuro y ese elixir desde hace miles de años. Yo he tenido ocasión de utilizarlos en otro tiempo en determinadas... ocasiones. Y si estoy en lo cierto... -se volvió hacia la puerta, con los labios apretados en una línea descolorida -, esas manifestaciones han sido vencidas anteriormente, pero la dificultad está en conseguir el elixir; es más difícil obtenerlo. Pero espero... Volveré. ¿Puede abstenerse de entrar an la Habitación de la Bruja hasta que yo vuelva?
-No le prometo nada -respondió Carson. Tenía un tremendo dolor de cabeza que le había aumentado hasta imponerse a su conciencia, y ahora sentía una vaga náusea-. Adiós.
Vio a Leigh dirigirse a la puerta, y aguardó en la escalera de la entrada, con una extraña renuencia a entrar en la casa. Mientras miraba alejarse la figura del ocultista, salió una mujer de la casa adyacente. Al verle sus enormes pechos se agitaron. Estalló en una chillona y furiosa diatriba. Carson se volvió y se quedó mirándola con ojos desconcertados. La cabeza le latía dolorosamente. La mujer se acercaba agitando un puño gordo y amenazador.
-¿Por qué asusta usted a mi Sarah? -gritó, con su cara morena congestionada-. Porque la asusta con sus trucos estúpidos, ¿eh?
Carson se humedeció los labios.
-Lo siento -dijo lentamente-. Lo siento muchísimo. Yo no he asustado a su Sarah. No he estado en casa en todo el día. ¿Que és lo que la ha asustado?
-Ese bicho oscuro... dice Sarah que se metió en su casa...
La mujer se calló de pronto, con la mandíbula colgando de asombro. Sus ojos se agrandaron. Hizo un signo extraño con la mano derecha, señalando con sus dedos índice y meñique a Carson, mientras cruzaba el pulgar sobre los otros dedos.
-¡La vieja bruja!
Se retiró apresuradamente, murmurando palabras en polaco con voz asustada, tal como haría Osmo Lukult. Carson dio media vuelta y entró en la casa. Se sirvió un poco de whisky en un vaso, reflexionó, y luego lo apartó sin haberlo probado. Empezó a pasear arriba y abajo, frotándose de cuando en cuando la frente con dedos que sentía secos y ardientes. Vagos, confusos pensamientos se agolpaban en su mente. Tenía la cabeza febril y le latía con violencia. Por último, bajó a la Habitación de la Bruja. Se quedó allí, aunque no trabajó; su dolor de cabeza no era tan opresivo en la mortal quietud de la cámara del subsuelo. Al cabo de un rato se durmió.
No sabía cuánto había dormido. Soñó con Salem, y con un ser confusamente definido, negro y gelatinoso, que recorría las calles a sobrecogedora velocidad, un ser como una ameba increíblemente grande, negro como el azabache, que perseguía y se tragaba a los hombres y mujeres que gritaban y huían en vano. Soñó con un rostro de calavera que escudriñaba en su interior, un semblante reseco y contraído en el que sólo los ojos parecían vivos y brillaban con una luz infernal y perversa. Despertó finalmente, y se incorporó con un sobresalto. Tenía mucho frío.
Reinaba el más completo silencio. A la luz de la lampara eléctrica, el mosaico verde y púrpura parecía retorcerse y contraerse hacia él, ilusión que se disipó al aclararse sus ojos enturbiados por el sueño. Consultó el reloj. Eran las dos. Había dormido toda la tarde y la mayor parte de la noche. Se sentía débil, y el cansancio le tenía inmovilizado en su silla. Le daba la sensación de que le habían extraído las fuerzas del cuerpo. El penetrante frío parecía traspasarle el cerebro, pero se le había ido el dolor de cabeza. Tenía la mente muy despejada, expectante, como si esperase que sucediera algo. Un movimiento, no lejos de él, atrajo su mirada.
Se estaba moviendo una losa de la pared. Oyó un suave ruido chirriante, y lentamente, se ensanchó la negra cavidad, convirtiéndose la ranura en un cuadrado. Algo se movió en la sombra. Un tenso y ciego horror traspasó a Carson al ver avanzar a rastras hacia la luz a aquella monstruosidad. Parecía una momia. Durante un segundo que fue eterno, insoportable, el pensamiento golpeó espantosamente en el cerebro de Carson: ¡Parecía una momia! Era un cadáver de una delgadez descarnada, con la piel ennegrecida y el aspecto de un esqueleto con el pellejo de un enorme lagartoextendido sobre sus huesos. Se agitó, avanzó, y sus largas uñas arañaron audiblemente en la piedra. Salió a la Habitación de la Bruja, su rostro impasible se reveló cruelmente bajo la luz cruda, y sus ojos centellearon con una vida sepulcral. Pudo ver la línea dentada de su espalda negruzca y encogida...
Carson se quedó paralizado. Un horror abismal le había privado de la capacidad de moverse. Parecía estar atrapado en los grillos de la parálisis del sueño, en que el cerebro, espectador distante, es incapaz o reacio a transmitir los impulsos nerviosos a los músculos. Se dijo frenéticamente que estaba soñando, que dentro de un momento despertaría. El seco horror se incorporó. Se puso en pie, descarnadamente flaco, y se dirigió a la alcoba en cuyo suelo estaba encajado el disco de hierro. Se detuvo de espaldas a Carson, y un susurro reseco crepitó en la quietud mortal. Al oírlo, Carson quiso gritar, pero no pudo. El espantoso murmullo continuó en un lenguaje que a Carson se le antojó extraterreno, y como en respuesta, un casi imperceptible estremecimiento sacudió el disco de hierro.
Se estremeció y comenzó a levantarse, muy lentamente; y como en un gesto de triunfo, el encogido horror alzó sus delgadísimos brazos. El disco tenía más de veinte centímetros de espesor; y a medida que se separaba del suelo, comenzaba a penetrar en la habitación un hedor insidioso. Era vagamente un olor a reptil, almizclado y nauseabundo. El disco se elevó inexorablemente, y un dedo de negrura surgió de debajo del borde. Súbitamente, Carson recordó el sueño que había tenido, de una criatura negra y gelatinosa que recorría las calles de Salem. Trató en vano de romper los grillos de la parálisis que le tenían inmovilizado. La cámara estaba quedandose a oscuras, y un vértigo tenebroso aumentaba progresivamente para tragárselo a él. La habitación parecía vacilar. El disco siguió elevándose; siguió el arrugado horror con sus brazos esqueléticos levantados; y siguió fluyendo la negrura en un movimiento ameboide.
Se oyó un ruido por encima del seco susurro de la momia, un vivo resonar de pasos presurosos. Por el rabillo del ojo, Carson vio que alguien entraba corriendo en la Habitación de la Bruja. Era el ocultista, Leigh, con los ojos llameantes en su rostro mortalmente pálido. Pasó por delante de Carson y se dirigió a la alcoba donde estaba emergiendo la negra abominación. Aquel ser agurrado se volvió con horrible lentitud. Carson vio que Leigh traía una especie de herramienta en su mano izquierda, una crux ansata de oro y marfil. Y llevaba la mano derecha pegada a un costado. Su voz retumbó entonces sonora y autoritaria. Su blanco rostro estaba cubierto de gotas de sudor:
-Ya na kadishtu nilgh'ri ... stell'bsna kn'aa Nyogtha... k'yarnak phlegethor...
Tronaron las fantásticas y aterradoras palabras, y retumbaron en las paredes de la bóveda. Leigh avanzó lentamente, sosteniendo en alto la crux ansata. ¡Y entretanto, la negra abominación seguía manando de debajo del disco! Cayó el disco a un lado, y una gran oleada de iridiscente negrura, ni sólida ni líquida, una espantosa masa gelatinosa, se derramó en dirección a Leigh. Sin detenerse, éste hizo un gesto rápido con su mano derecha, y lanzó un pequeño tubo de cristal a aquella cosa negra, en la que se hundió.
La informe abominación se detuvo. Vaciló con un espantoso estremecimiento de indecisión, y luego se retiró rápidamente. Un hedor asfixiante de ardiente corrupción empezó a invadir el aire, y Carson vio cómo la negra monstruosidad se descomponía en grandes pedazos, arrugándose como bajo el efecto de un ácido corrosivo. Se contrajo en un vivo movimiento licuescente, goteando su espantosa carne negra a medida que se consumía.
Un seudópodo de negrura se alargó desde la masa central y atrapó como un tentáculo gigantesco al ser cadavérico, arrastrándolo al pozo por encima del borde. Otro tentáculo cogió el disco de hierro, lo arrastró sin esfuerzo por el suelo, y cuando la abominación desapareció de la vista, el disco cayó en su sitio con un estampido atronador. La habitación osciló en amplios círculos en torno a Carson, y una náusea espantosa se apoderó de él. Hizo un tremendo esfuerzo para tenerse de pie, y luego la luz se desvaneció rápidamente y se apagó. La oscuridad se había apoderado de él.
Carson no llegó a terminar la novela. La quemó, pero siguió escribiendo, aunque ninguno de sus libros posteriores han sido publicados. Sus editores hicieron un gesto negativo, y se preguntaron por qué un escritor de literatura popular tan brillante se había convertido de repente en un aburrido partidario de lo horripilante y lo espectral.
-Resulta convincente -dijo un hombre a Carson, al devolverle su novela, El dios negro de la locura-. Es buena en su género, pero la encuentro morbosa y horrible. Nadie la leería. Carson, ¿por qué no escribe usted el tipo de novelas que solía escribir, del género que le hizo famoso?
Fue entonces cuando Carson rompió su promesa de no hablar sobre la Habitación de la Bruja, y le contó la historia con la esperanza de que le comprendiera y creyera. Pero al terminar, su corazón desfalleció al verle al otro la cara de simpatía y escepticismo.
-Lo ha soñado, ¿verdad? - preguntó el hombre, y Carson sonrió amargamente.
-Sí, lo he soñado.
-Debe de haberle producido una impresión terriblemente vivida en su espíritu. Algunos sueños la producen. Pero lo olvidará con el tiemo - predijo, y Carson asintió.
Y porque sabía que sólo despertaría sospechas acerca de su cordura, no mencionó lo que bullía permanentemente en su cerebro, el horror que había visto en la Habitación de la Bruja al despertar de su desvanecimiento. Antes de huir, él y Leigh, pálidos y temblorosos, de la cámara, Carson había lanzado una fugaz mirada hacia atrás. Los pedazos arrugados y corroídos que había visto desprenderse de aquel ser de loca blasfemia habían desaparecido inexplicablemente, aunque habían dejado negras manchas en las piedras. Abbie Prinn, quizá, había regresado al infierno que había adorado, y su dios inhumano se había retirado a los secretos abismos más allá de la comprensión del hombre, derrotado por las fuerzas poderosas de una magia anterior que el ocultista había manejado. Pero la bruja había dejado un recuerdo, una cosa espantosa, que Carson, en esa última mirada hacia atrás, había visto emerger del borde del disco de hierro, como alzándose en irónico saludo: ¡una mano arrugada en forma de garra!